La asignación económica tras una operación que comporta ingresos.
Camelando a sus víctimas en el Jardín de Luxemburgo.
Où ailleurs.
Pues anoche vi “Landrú” (Claude Chabrol, 1963; en Netflix) y disfruté con ella como no había hecho en su día, en que salí de la Filmoteca de la calle Mercaders-donde la había visto- más bien desconcertado. Sólo guardé esa sensación y el único recuerdo del humo saliendo por la chimenea, aunque quizás eso proceda también de “Monsieur Verdoux”…
Superada la prueba y acostumbrado a unos decorados, vestuarios, maquillajes o movimientos coreográficos de figurantes de lo más aparatosos (uno creía que, tomado Bazin como sumo mentor, lo básico era ofrecer una razonable sensación de realidad), se puede entonces empezar a pensar hasta en la seriedad de la película que se está viendo, puesto que pese a su considerable carácter bufo, presenta unas cuantas cargas de profundidad de lo más respetables.
Una de ellas es, claro está, esa ambientación de la época (la de la Primera Guerra Mundial) mediante antiguos reportajes sobre el frente de guerra y sus consecuencias. Un primero, escalofriante, muestra una ciudad completamente arrasada vista desde un aeroplano. Mucho antes que con la redundante explicación final a un miembro del poder (¿Clemenceau?) de que puede interesar poner el juicio a Landru en primera plana, para así sacar de ésta noticias relacionadas con la mala gestión de la guerra, me da que cualquier espectador ya se ha hecho una idea estableciendo una comparación entre las actividades de Landrú y las bélicas, y sacando una conclusión sobre cuáles destacan en realidad como mucho más aberrantes.
Da la impresión de que Chabrol y Françoise Sagan, que colaboró con él en el guión, se lo debieron pasar la mar de bien pensando la película. Ese comportamiento que muestra inicialmente Landrú en su trabajo y en el trato familiar (dejar llevar el pesado carro de muebles a su hijo y, al llegar al taller, tumbarse a descansar mientras el otro descarga todo; él repartiendo una asignación económica a mujer e hijos,…), varias bromas repartidas por el film (Landrú comprando siempre en la taquilla, cuando va a ir con sus víctimas a la casa del crimen, billetes para dos, pero sólo uno de ellos de ida y vuelta; los vecinos británicos ya tomando por costumbre cerrar la ventana de su casa cuando empieza el mal olor que supone el humo desprendido por la chimenea; una caída en guillotina de la ventana del tren sobre una amante haciéndole pensar a Landrú su futuro destino,…) lo confirman.
La brocha gorda que Chabrol aplicaba en muchas de sus películas iniciales puede rastrearse también en ésta. No reside, curiosamente, en su pareja de habituales figurantes Attal y Zardi, quienes interpretan a la pareja de gendarmes que custodian en el juicio a Landrú, mostrándose bastante comedidos, pero sí, por ejemplo, en los desatinos de ese conjunto de policías con bombín, dirías que salidos del slapstick o de los Hernández y Fernández de los libros de Tintín, aquí multiplicados en cuanto a su número.
Una curiosidad en la que pensé anoche viendo esta específica escena: Landrú (Charles Denner) va paseando por la calle siguiendo a una mujer hasta que se cruza con otra que le resulta más atractiva para sus propósitos y entonces pasa a seguir a esta última, y así varias veces, en continuo deambular zigzagueante. En “L’homme qui aimait les femmes” (1977), Bertrand Morane (también Charles Denner) hace otro tanto, para sus propósitos, algo diferentes de los de Landrú, pero no deja de llamar la atención la coincidencia. ¿La tendría presente Truffaut al escribir, más de una década después, su película?
Ya en el interior del palacete de Gamblais con una de sus víctimas.
El matrimonio británico en la repetida operación de cerrar la ventana para que no entre el nauseabundo olor que desprende el humo de la casa del vecino.
Landrú, en su juicio, rodeado de los gendarmes interpretados por Attal y Zardi. De la A a la Z, que decía Chabrol.
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