sábado, 29 de febrero de 2020

Y Dios creó a la mujer

En composición de la bandera francesa.
Pues me parece que se hace más visible hoy, sabiendo desde un principio que ya no es nada, “Y Dios creó a la mujer” (Roger Vadim, 1956). Puedes ponerte el sombrero de analista sociológico (oír sin inmutarte, por ejemplo, ese “si fuera tu padre o hermano te pegaría”) y, alternativamente, reír y llorar con la película. No por lo que cuenta, que también (una especie de tragedia griega con reducción final), sino por cómo de mal lo cuenta,
Te queda, además, observar el Saint-Tropez de mucho antes de la congestión de super-yates de los nuevos ricos de todo el mundo, con su puerto prácticamente vacío y coches pudiendo aparcar sin problemas frente al café, y sintiendo toda la Costa Azul de entonces como un paraíso rural, sin construcciones, con playas blancas kilométricas, desiertas.
El puerto de Saint-Tropez, tratable. Llega en su descapotable un Curd Jurgens que en varias ocasiones te dice que estás viendo a Bertín Osborne.
Vadin siempre se mostró torpe, haciendo pagar con tedio al espectador que acudía, ilusionado, a ver cómo desnudaba a su mujer de turno. Aquí casi te hace llorar de emoción cuando coloca a la pareja en la arena blanquísima de la playa, con los colores azul y rojo que completan la bandera francesa enmarcándolos. O creando un estudiadísimo cuadro partiendo con un tronco de pino en diagonal la pantalla, uno a cada lado. Pero, sobre todo, viendo esas peleas sólo posibles en películas malas de solemnidad que ahora, con el tiempo, se vuelven simpáticas.
Todo el rato esperando la correspondiente escena de BB en tour de force erótico, pasando por alto su mala pata interpretativa, mientras que al pobre Jean-Louis Trintignant le ha tocado el triste papel de pánfilo, el personaje de Christian Marquand resulta de un increíble carácter estilo montaña rusa y viendo por momentos que Curd Jurgens dirías que emula a Berlín Osborne
El baile demoniaco de BB, muy bien conjuntada entre dos de sus tres.

viernes, 28 de febrero de 2020

Jean Renoir


Entre las frases que he ido picoteando por aquí y por allá para poder hacer un mínimo retrato de Jean Renoir y sus películas, estaba ésta que dijo él mismo, recordando a Gabriele, la prima de su madre que le hizo de niñera y le introdujo en el guiñol y el teatro: “Ella me transmitió el horror al cliché”.
Si bien sé qué es lo que me produjo mi aversión a las frases altisonantes y carentes de sentido (y está claro que fue el haber vivido de joven durante el franquismo), no sé qué ni quién me trasmitió a mí ese horror al cliché que, mira por dónde, comparto con Renoir y ahora veo que pude ser una de las razones por las que viera de muy buen grado la propuesta de Pau Pérez Uslé de dedicar a ese cineasta nuestra sesión de “Ombres Mestres” del próximo martes 3 de marzo.
Hay, seguro, bastantes más, que trataré de explicar en la sesión, ilustrándolo con secuencias de alguna de sus películas que sobre todo Pau analizará desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico. El gusto por una de las cosas de Renoir veo que lo arrastro al menos desde 1979, porque hablé ya de eso en un artículo que escribí en ese año para la sección de Filmoteca de una revista cinematográfica después de haber visto todo un ciclo a él dedicado. Como dio la casualidad de que Jean Renoir murió esos días, trasladaron mi articulito a páginas centrales, acompañándolo de otro artículo escrito para la ocasión por Carlos F. Heredero, que empezó su recorrido como crítico en esa revista.
Podía ser esa característica amada de Renoir su panteísmo, su habilidad para ridiculizar a los soberbios, su bonhomía o hasta sus empeños por lograr una concordia que nos empecinamos en romper, pues de todo ello se puede hablar con provecho tras ver sus películas, pero mi papelín laudatorio tenía por título “viviendo al margen”, y liga casi punto por punto con lo que queríamos ensalzar en una sección de secuencias para la sesión que hemos llamado “”vivir tumbados mirando pasar el río”.
Si alguien quiere apuntarse a la sesión, decir que será en la sede de los ingenieros (Via Laietana, 39: no en vano es una sesión del Cineclub Associació d’Enginyers) y que empezará puntualmente a las 18h. En el siguiente enlace está explicado todo, aceptando, contentísimos nosotros, inscripciones.

La hija de un ladrón


Por una vez eso del apoyo público ha acompañado a una película que fui a ver al cine y me llegó. No sé muy bien qué premios de esos con repercusión en más audiencia recibió, porque no estoy muy al tanto de esas cosas, pero los tuvo.
Ese estilo persecutorio de la cámara a la protagonista, como el que inauguraron los hermanos Dardenne, no creo que haya sido el causante, precisamente, de esta recepción. Pero seguro que Greta Fernández, interpretando a su heroína, sí tuvo mucho que ver. A mí me pasó, llegando a emocionarme de verdad en la escena en que el padre de Sara (interpretado por el padre de Greta) le deja, protector, dormir en su casa y con su promesa le abre una serie de expectativas inusitadas.
Escribí un “Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine”, que hoy publica ahí “La Charca Literaria”:
(En la foto, Sara conduciendo su cochecito)

jueves, 27 de febrero de 2020

Yara

El borrico
Me ha gustado como empezaba “Yara” (Abbas Fahdel, 2018). Un borrico, unas cabras, unos gatos en libertad. Una chica dormida a pleno día tendida boca abajo en su cama. Se despierta (quizás, es verdad, con su largo pelo excesivamente peinado) vemos cómo mira un paisaje mediterraneo enmarcado por una puerta.
Yara
Y su abuela. Tras ella, la parra.

Vive con su abuela en una modesta casa en unos bancales, en la ladera de un empinado valle cuyas paredes recorre una y otra vez la cámara antes de cambiar de plano. Es verano. Tiende la ropa en una terraza cimentada, mientras su abuela descansa bajo una agradable parra enfrente de su casa.
La cama de Yara y, colgada detrás, la escopeta.
Buscaba una imagen del paisaje encuadrado como aquí visto desde el interior de la casa, pero vacío, plano que se repite bastante, pero no lo he encontrado. En la imagen, Yara con Elias.
Las casas del valle están vacías. Sus habitantes, según dice ella misma, han muerto o emigrado. Aún así, por el sendero pasan los que les llevan suministros y ayudan con alguna tarea. Es verano y el sopor producido por un calor que se siente, aunque compensado por la altura, lo domina todo.
Poca cosa más. Quizás saber si el chico que la va a visitar y con él que se encariña acabará yéndose a Australia, si ella deberá usar la escopeta que tiene colgada encima de su cama por si, viviendo prácticamente sola ahí, es necesario.
Yara, que acaba de conocer a Elias. Pasaba por ahí, ha bebido un poco y se ha dejado la gorra.

miércoles, 26 de febrero de 2020

American factory


Pues resulta que lo había entendido completamente al revés. Pensaba que el premiado “American Factory” (Steven Bonnard, Julia Reichert, 2019) hablaba de los palos en la rueda que por racismo le ponía la sociedad norteamericana a los chinos que habían reabierto una Fábrica de la General Motors en medio de la America Profunda, cuando es, con las formas -eso no hay quien lo olvide- de un reportaje televisivo, una aterradora visión del mundo que se nos hecha encima.
El reportaje televisivo, que no cinematográfico, se distingue desde un comienzo, cuando los títulos de crédito van sobreimpresionados sobre imágenes de unas prensas automáticas evolucionando. Tras ver la película completa puedes llegar a pensar que es una anticipación del proceso imparable de automatización que está llegando y veremos luego, pero en ese momento inicial te da toda la impresión de que son las típicas imágenes que están allí, “porque, como modernas, quedan bien estéticamente”.
La visión aterradora la vas asumiendo con las visitas de ese CEO de la empresa china, en sus periódicos viajes a su fábrica norteamericana en lanzamiento, dando su imprevisible, imbécil y más que respetada opinión, siendo objeto de un increíble -pero comprobadamente cierto, y extendiéndose de forma imparable por todas las empresas- culto al líder, viendo satisfecho cómo las romas, estúpidas e insoportables consignas de motivación de personal se extienden hasta presidirlo todo o soltando impertérrito sus amenazas que desvelan su naturaleza profunda (“Si hay sindicatos, cierro”).
Hay un momento charnela en el documental. Tiene lugar cuando los antiguos trabajadores, mandos intermedios de la GM reciclados, viajan de la América Profunda a la sede central de Fuyao Glass, la empresa China. Ahí, faltos de una base cultural para aguantar el golpe, quedan conmocionados por la marcial respuesta de los empleados chinos -todos ellos inscritos en el sindicato único- y por la estética kitch de la fiesta de año nuevo con la que los reciben. Llegué a ver en su día alguna película china de la época de la Revolución Cultural. Era de esas intratables, con argumentos de tebeo en los que los héroes eran, por ejemplo, los trabajadores de una empresa que, soltando coreográficamente proclamas, lograban cumplir con su esfuerzo sobrehumano, pero con la satisfacción de servir a la colectividad, los objetivos trienales. Pues bien: de esos polvos, aunque parezca que todo haya cambiado un montón, vinieron estos lodos. En realidad solo ha cambiado el teórico seguimiento hasta la extenuación a las autoridades para servir a la comunidad por un seguimiento acrítico por completo al multimillonario que, sin que se le vean entendederas notorias para ello, ha hecho su fortuna montando fábricas por aquí y por allí con el apoyo (imprescindible) del partido. Ahí el reportaje hace un aparte y entrevista a unos cuantos que deben ser outsider o no sé muy bien qué hacen por ahí, que explican con una cierta tristeza pero con resignación que trabajan unas doce horas diarias, pueden ir a su casa a ver a la familia solo una vez al año y otras cosas que demuestran cómo de exclavizada es su vida.
En la fotografía, el CEO soltando unas cuantas sandeces en una de sus visitas a su nueva fábrica norteamericana.

jueves, 20 de febrero de 2020

Misterios de un alma

La escena inicial. Afilando la navaja de afeitar junto a una ventana, igual que años más tarde Buñuel iniciaría su “Un perro andaluz”.
Luis Buñuel confesó su aprecio por las películas de Pabst, que había visto en Paris. Quizás el aprecio se trocó casi en mimetismo, porque “Misterios de un alma” (Georg W. Pabst, 1926) se inicia con una escena que remite directamente al inicio de “Un perro andaluz” (1929). Si Buñuel (en persona) aparecería en su película afilando una navaja junto a una ventana, Pabst había iniciado la suya, unos años antes, con su actor haciendo otro tanto en un emplazamiento similar.
Más cosas de esta película se le debieron quedar rodando por la cabeza a Buñuel, porque, por ejemplo, en uno de los sueños que pueblan el film ya aparecen cabezas humanas haciendo de badajo de campanas, como esa de Don Lope que veía Tristana en el film de 1970...
El químico, en su laboratorio, donde empieza a tener comportamientos extraños.
Pero dejemos de lado a Buñuel, para ir directos a esta película que entró de lleno en las teorías psicoanalíticas que invadieron Europa por aquel entonces, aunque parece que molestó bastante a Freud. Ese tratamiento del método psicoanalítico fue el motivo, entiendo, por el que “Los misterios de un alma” fuera la película emblemática de Ramon Sala, en homenaje del cual se pasó anteayer en la Filmoteca.
Quiere atajar, sin saberlo, su subconsciente.
Tiene el film, a mi moda de ver, dos partes realmente diferenciados. Una primera me resultó extraordinaria, llena de -como sugiere el título- misterio. Al caballero que quiere afeitarse junto a la ventana le pide su mujer que le corte con la navaja el nacimiento de unos pelos del cogote y le ofrece el cuello a su navaja justo cuando se oyen unos gritos por la vecindad, anunciando un crimen.
Y acude a un doctor que le adivinó una razón de su comportamiento.
Es una vecindad, hay que decirlo, de barrio acomodado de la ciudad, luminoso, diametralmente opuesto a las oscuridades de los decorados de “La calle sin alegría”. Las oscuridades, con sus contrastes y extrañezas, llegan con el regalo de una figura y una daga, que rápidamente toman plaza en los sueños del caballero, poblados a la vez con la figura de un explorador que bien podría entrar a formar parte del episodio africano del “Tabú” de Miguel Gomes. Y entre dagas, abrecartas, cuchillos y su aversión a plena luz del día, por su incitación para acabar con ellos una vida, así como entre torres que entran en erección, bebés habidos y no habidos, se mueve el film que, desgraciadamente, entra en toda una segunda parte aclaratoria, manual de psicoanálisis en mano descifrando cada clave, y resolviendo paso a paso el caso de forma tan plana y ortodoxa que acaba borrando hasta en buena medida el entusiasmo despertado.

Ombres Mestres: raccords


Hace ya bastante tiempo anuncié por aquí que en el Cineclub Associació d'Enginyers (Via Laietana, 39) íbamos a presentar el IX Ciclo de Ombres Mestres.
Ha pasado el tiempo y el próximo martes 25 de febrero, puntualmente a las 18h, iniciaremos el ciclo con la sesión dedicada a "Raccords". Tenemos la intención de pasar y analizar 38 cortas secuencias en las que consideramos que se ideó un buen cemento -visible o no tanto- para unir dos planos de una película vecinos entre sí.
Si a alguien se le pasó por la cabeza apuntarse a la sesión y no lo hizo, aquí está el enlace que posibilita hacerlo: 

Aviso, para cahieristas ortodoxos, que como Michel Déville juega mucho con este tipo de cosas en sus películas hemos explorado una de ellas y saldrán unas cuantas escenas de la misma (lo que decimos para que no hayan luego reclamaciones de que no lo hemos advertido).
Perdón por el anuncio, gracias por la atención y un saludo...

Extinción

Presentan a Salomé Lamas, ella sentada en medio, en un discreto segundo plano.
Si la Filmoteca programa una película de Salomé Lamas (“Extinción”), cineasta portuguesa perteneciente a un tipo de cine que no suele frecuentar, conviene ir para apoyar ese hecho. Eso hice anoche, aunque saliéramos a medianoche del edificio y alguna de las pantallas en negro de la película, solo cruzadas por conversaciones en la banda sonora, se hicieran a esas horas durillas para no caer rendido en algún que otro momento por el sueño.
Quizás debiéramos empezar -a mí, por lo menos, me habría facilitado las cosas- con algo de geografía política, porque a donde va a rodar Salomé Lamas es a Transnistria, y conviene, seguramente, situarla en el mapa. Es uno de esos numerosos terrenos que está aún ardiendo tras la extinción de la Unión Soviética. Actualmente es una república con pasaporte no reconocido por ningún estado del mundo, limítrofe con Ucrania y procedente de una escisión de Moldavia. Pero si la realizadora ha ido allí ha sido para captar las sensaciones de patear un país que, entre extrañas ruinas de monumentos de la URSS esperando destino, puede ser el paradigma de lo que son los lugares fronterizos.
Kolya
Fue curioso oír ayer a Salomé Lamas confesando que más de una vez estuvo tentada de abortar la película y que incluso le propuso al productor olvidarse de ella, dejándola en el estado de experiencia vivida. Una experiencia que hizo demorar la película, iniciada el 2014, lo indecible (se acabó el 2018) y que parece que le ha dejado sin saber muy bien si su resultado como film le ha dejado satisfecha o no. Habla, por ejemplo, de Kolya (ese ex-soldado ruso que surge en un ambiente casi quemado de tan blanco -ver foto- y que parece conducir toda la trama) como de un personaje fallido.
Cuestiona la sinrazón y arbitrariedad de las fronteras -envueltas aquí en una niebla que hace los sitios más irreales si cabe-, pero a la vez en uno de los textos incorporados se oye decir que “¿a dónde podríamos escapar en un mundo sin fronteras? ¿A dónde podríamos ir?” mientras desde el coche se va contemplando un fantasmagórico paisaje nocturno y, más tarde, cubierto por una espesa niebla.
Accediendo a uno de los monumentos que edificó la URSS, ahora buscando un destino.
En el interior del monumento reciben unas pinturas de Marx y otros prohombres y se aprecia el interior del monumento, en total ruina, se viene abajo.

Todo en el film -incluido un sonido muy trabajado- es intrigante, aporta una sensación de opresión y extrañeza.
Acabada la proyección, entró la sesión en uno de sus momentos más interesantes, con Salomé Lamas entrando en discusión consigo misma sobre lo que había experimentado en la realización del film y sobre si el resultado había sido algo más que una pista acerca de una de las muchas películas que habría querido abordar.
En un momento dado del coloquio, el cineasta Manel Montaner, micro en mano, todavía sorprendido por la película, admirado, pero a la vez dudando sobre lo que podía llegar a deducir de ella, explicó que quizás la conclusión a la que llegaba era que lo que había retratado era humo. Dijo que había pensado, viéndola, en Paul Celan, e inició uno de sus poemas, a continuación alertando de que Celan era judío y todos sabemos cómo acabó. Salomé Lamas sólo le contestó con un “gracias” que al darse por finalizada la sesión, acercándose hasta él, le repitió de nuevo.


Al final del coloquio, expectantes, escuchando atentamente lo que dice y por dónde va a salir Manel Muntaner, que se ha hecho con el micro.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Homenaje a Ramón Sala en la Filmotca

Josep M. Català, Esteve Riambau, Rosa Álvarez y Javier Garay, ayer en la Filmoteca, en el acto en homenaje a Ramón Sala.
A veces se hace un homenaje a alguien pasando una película que no ves por dónde puede representarle, pero en una ocasión como la de ayer en la Filmoteca en recuerdo de Ramon Sala, fallecido este verano, parece que la escogida para acompañar la mesa redonda preparada era de lo más adecuado. Se trató de “Misterios de un alma” (Georges W. Pabst, 1926), y se ve que fue una película realmente emblemática para él, pues se pasó media vida mirando de obtenerla y pasarla, obsesionado por ella.
Pero antes de hablar de la película, mejor hacerlo de la presentación inicial, y de lo que se dijo en ella de Ramon Sala.
Mi recuerdo principal sobre él es de los años 70 y de verle con su compañera Rosa Álvarez (también presente ayer en la Filmoteca), investigando y dando a conocer sus pesquisas sobre Laya Films, la productora de la Generalitat durante la guerra civil. Fue a tenor de lo explicado ayer por Esteve Riambau y luego en detalle por Jesús Garay sobre su participación en el equipo de la Filmoteca de la calle Mercaders cuando recordé otras cosas, que tenía más olvidadas o concentradas en otras personas. Será porque ese grupo fundacional era realmente estricto, muy duro en la fijación inamovible de su postura política y en la baja consideración de todo lo que que se moviera apartado de su línea, y realmente lo explicado y escrito por Ramon Sala y Rosa Álvarez en aquellos años sobre el cine de la República, al margen de descubrirte todo un mundo, tenía otro tono mucho más digerible que el marcadamente áspero de las publicaciones en las que predominantemente todo ese grupo participaba.
Yo no ligaba a Jesús Garay con Ramon Sala y ayer me recordaron que trabajaron juntos en la Filmoteca y escribiendo en las mismas publicaciones. Y luego he caído en que en el “Nemo” inicial (1977) del primero creo recordar que aparecía como actor el segundo.
Fotograma de “Nemo” (Jesús Garay, 1977). El barbudo de la derecha es Ramón Sala, ¿no?
De toda esa etapa quedó en Ramon Sala el interés por el cine de la República, pero se ve que otra línea suya de interés, según todos recalcaron ayer, fue el psicoanálisis.
Josep María Català habló ayer en la mesa redonda de esto y de haber coincidido con él dando clases en la UAB, a la que ha definido -creo que se refería a la Universidad actual en general- como una universidad neoliberal, muy pragmática, que expulsaba de sí el pensamiento, para defender luego que a esa Universidad, con esas características, no podía interesarle un personaje tan crítico como Ramon Sala, de la misma forma que alguien tan entusiasta de lo suyo (lo ha dibujado muy bien, entrando en clase con una cantidad ingente de cintas VHS, sin tiempo para pasar secuencias de todas ellas) solo podía acabar siendo considerado como un profe excéntrico por unos alumnos muy faltos de curiosidad.
Catalá acabó ayer hablando de proyectos nunca llevados a buen puerto por Sala, como la edición de un libro sobre Frankenstein coincidiendo con su 200 aniversario el 2018 y como la organización de un ciclo de cine sobre los filósofos post estructuralistas franceses. Pero si algo recordaré en el futuro de su charla es la aproximación personal hacia él que hizo, con ese referido dibujo académico, repitiendo luego esa expresión suya negando una forma de pensar (“¡se olvidan del sujeto!”) o mediante esa idea de que a los diferentes temas que les unían sumó mucho el saber que habían nacido el mismo día del mismo mes del mismo año. Y todo un relato de haberse enterado con meses de retraso de su fallecimiento y esa sensación de doble pérdida al saberlo, porque no sólo le había perdido a él, sino también todas esas sensaciones de que podía encontrárselo que tuvo pasando una y otra vez cerca de su casa...cuando ya había muerto.
La fotografía de Carme Esteve que he sacado por la red, obtenida en el Flickr del Ateneu Barcelonés.
Pero, con todo, la intervención más emocionante fue la de Rosa Álvarez Berciano, su mujer, quien no quería en un principio subir a la mesa, pero acabó haciéndolo, muy afectada por su pérdida, hablando de él como con una cierta distancia para ser objetiva, pero de una forma que me pareció muy sincera, sin escatimar notas sobre su difícil carácter.
“Era original y difícil de encajar, por lo que no me extraña que no cayera bien en la Universidad”, empezó. “Parecía transparente, pero era muy opaco. Era una pieza única”, continuó. “Fue mi primer profesor... y el más interesante”, remató.
Y, como a todas éstas me he vuelto a exceder en el tamaño de la entrada, dejaré lo que quería apuntar de la película luego proyectada para otro momento...
(La fotografía más reciente de Ramon Sala es de Carme Esteve y la he sacado de la cuenta de Flickr del Ateneu Barcelonés.

martes, 18 de febrero de 2020

Fritz Lang cuenta a William Friedkin cómo fue su salida de Alemania

Sacado del muro de Vincent Nordon. Le acabo de poner un comentario mostrando mi admiración por lo buen narrador que era Lang, añadiendo que quizás debiera decir fabulador, porque confrontando su pasaporte hoy se sabe que lo de su huída el día siguiente de la entrevista con Goebbels fue totalmente falso.

https://www.facebook.com/100018247063941/videos/440129896605242/

lunes, 17 de febrero de 2020

Sinónimos

El protagonista llega al piso vacío de un barrio elegante de Paris donde va a pasar una noche.
En 2011, en el Festival de Locarno, retuve el nombre de Nadav Lapid. Presentó “Police”, una película muy bien construida que, además, daba una serie de claves sobre un país, Israel, que luego se me hicieron muy presentes al cruzarlo durante un viaje de Semana Santa.
En 2014 confirmó, con “La profesora de parvulario”, que lo de “Police” no fue ninguna casualidad. Otras películas israelíes vistas confirmaban que era bueno seguir el cine que se hacía en ese país, pero otras me recordaron que eso, más que estar asociado a un país, corresponde a la solvencia o no de su director. Lapid la tenía.
Ya dotado de su abrigo se pasea, sin querer mirar los monumentos, por un Paris en el que quiere imbuirse.
La sorpresa fue el Oso de Oro de Berlin el año pasado a su “Sinónimos”. No hay que explicar, y más leyendo sobre su argumento (un joven israelí llega a París y quiere olvidarse de su país de origen) y su historia de fondo (Lapid, acabado su servicio militar, vivió seis meses en Paris...), que tenía muchos deseos de verla.
Salvo a algún estrambótico israelí, sólo se relaciona con estos dos circunstánciales amigos.
Pensaba, seré franco, en una película autobiográfica, de iniciación. Tenía en mente que iba a presenciar una especie de “Trois souvenirs de ma jeunesse” (Arnaud Desplechin, 2015) parisina, pero hay que avisar que quien vaya con la idea de una agradable remembranza juvenil se puede llevar un buen chasco. Lapid fuerza la forma, sobre todo con la interpretación de su actor principal (el que pasaría por ser su alter ego), que cada dos por tres no tiene reserva alguna en quedarse desnudo por completo ante la cámara, no se quita para nada su impresentable y caro abrigo de indefinible color con el que se ha visto agraciado y se mantiene como ausente para, con cierta frecuencia, estallar en una insólita reacción. Cosas así.
El circunspecto para el que el dinero no es ningún obstáculo.
Aparecen varios edificios icónicos de Paris, pero no puede decirse que se trate de la típica postal para dar colorido a la acción que, sin embargo, bulle en un escenario compuesto por por los cafés, las librerías, las calles y hasta las casas del VIIIe arrondissement y su opuesto, del Boulevard Saint-Michel, etc.
Y la princesa.
Potente reacción contra la presión mental ejercida por su país de origen y contra el inocente pensamiento de que el país de acogida es el bálsamo de Fierabrás para sus heridas, “Synonymes” no era esperable partiendo de las formas de sus últimas películas, mucho más ortodoxas. Lapid se ha lanzado, con gran riesgo, a la piscina. A mi me ha resultado muy sugerente, pero entendería que a otros, no precavidos ante lo que van a ver, les resulte explosiva.

viernes, 14 de febrero de 2020

Juan Bufill en Xcèentric

Juan Bufill, sin llevar encasquetado ese sombrero tan habitual en él que lo convierte en gemelo de William Burroughs, se dirige a una esquina del proscenio y empieza a explicar, con ganas, el desplante que suele haber por estos lares hacia el cine experimental y la interpretación de lo que ofrecen sus piezas.
Vaya por delante que no me atrae demasiado el cine experimental. Vamos a ponerlo con énfasis, para que se me echen encima, desesperados, los que han sido tocados por la gracia de su magnetismo: Puedo ver, por ejemplo, las grandes películas experimentales alemanas de los años 20 (Eggeling, Ruttmann, Fischinger,...), sentenciar que me han parecido curiosas...pero no entrarme ganas de volver a ver más.
Con este sentimiento de base fui ayer a ver el programa que el Xcèntric le dedicaba a Juan Bufill, que abarcaba trabajos suyos realizados desde los años 70 hasta hace unos diez años. En mi fuero interno deseaba que alguno de ellos fuera del estilo de uno de sus primeros Super-8, “Los caramelos”, que recordaba como un muy sencillo cine familiar/experimental, con planos muy cortos, de pocos fotogramas cada uno, cámara movida con bruscos movimientos, pero que dejaban ver el variado paisaje que pescaba desde el coche en el que iba con unos amigos recorriendo, creo, la costa croata. Viendo los nombres de la lista de títulos que componían el programa, no tenía grandes esperanzas, hasta que di con el de “Villa Dionisia” (2003) y la explicación que sobre él daba en el programa (retrato de unos lugares que para mí significaban la idea de infancia y veraneo en un lugar de montaña -Puigcerdà-; filmando la infancia de mis hijos,...) y me puse a afrontar con mayor serenidad de ánimo la sesión.
Luego vi que hasta en el “Villa Dionisia” lo que predominan eran las búsquedas visuales rastreando los elementos del tejado de la casa, las sombras del jardín o los reflejos del lago, pero debo decir que he encontrado en cada una de las piezas mostradas (es verdad además que de duración muy comedida, pues están en general sobre los cinco minutos cada una) cosas de interés, no haciéndoseme pesadas y, por momentos, hasta todo lo contrario.
Empezó Bufill, en su presentación inicial, diciendo que prefería no decir gran cosa de las películas, y que se reservaría para comentarlas después de su proyección, y menos mal, porque si llega a querer decir más estamos aún sin verlas. Explicó con detalle qué era lo que había querido hacer y el análisis sobre qué le había salido en cada una de ellas. Pongo yo ahora aquí solo algunas palabras sobre cada una de las pasadas además de “Villa Dionisia”:
La primera (en la proyección y en su realización, porque se respetó el orden cronológico) fue “Colorespacio”, la más sencilla y rudimentaria de todas. Se trata simplemente de una cámara que se fija sobre objetivos monocromos (dominando un cielo que vira del azul radiante inicial hasta un tono bastante apagado). Ya nos había avisado que ni ésta ni ninguna otra tenía banda sonora, pero al ser la primera nos hemos enfrentado durante su pase a ese poco habitual (teórico) silencio provocado. En algún momento el chirrido periódico del muelle de algún asiento nos hizo pensar si había alguna asistente que quería boicotearle la sesión, pero finalmente se pudo deducir que no era así.
El concierto de ruidos ambientales fue, sin embargo, una vez ya aislado el ruido de ese muelle inmisericorde, bastante rico. Por la pantalla se constataba la presencia de agua y quizás eso despertó la simpatía de muchos cuerpos de visitantes que recordaron estar constituidos principalmente por agua: empezaron a sonar por aquí y por ahí bastantes tripas, reflejando una notoria actividad gástrica, mientras que se distinguían igualmente tránsitos de fluidos y toses por bastantes gargantas.
“Ver piedras/Signos de sol” (1988) se inicia con la visión de formas de rocas que parecen volcánicas, para luego ser recogidas con la cámara otras mucho más redondeadas, que reproducen las formas de aves y otros animales. Entre tanta roca, por mucha forma animal que se distinga, a mí personalmente me gustó captar la presencia de unas piernas o de algún fugaz cuerpo humano, lo que puede llegar a pensarse que es producto de un despiste del realizador, pero yo creo que no es así, que él es bien consciente y lo deja ahí para dar un hálito humano a la cosa. Después empezó el concierto de juegos lumínicos con los reflejos de luz solar en el agua del mar, que se repitieron también en buena parte de los films posteriores. En algún momento esos agitados reflejos de luz trazan unas caligrafías como las de Michaux. En otros momentos son las propias rocas (alguna muy parecida a ciertas esculturas de Henry Moore) las que ofrecen una consistencia muy similar a la del cuerpo humano, llegando al paroxismo cuando unas alambradas oxidadas se clavan en ellas como la mano esculpida por Bernini en el muslo de aquella estatua de la galería Borghese.
En “Invisible visible (la luz animal)” (2004) se vuelven a ver reflejos en el agua que al ser filmados resulta que recogen cantidad de información, que sólo se visualiza mediante la ralentización o la parada de la imagen, dejando de hacer circular los fotogramas. Se pueden apreciar entonces letras, números, calaveras, y toda una variada fauna.


Empieza el concierto de reflejos en el agua, ofreciendo símbolos, grafías, de todo.
La “Pirámide” (2002) del siguiente título proyectado está rodada en Guiza (Egipto). Juan Bufill la hace danzar de lo lindo.
De “Museo (Guggenheim Bilbao)” (2003), Bufill mismo ha dado la clave en la presentación al explicar que Gerhy lo vio y pensó en su entorno, rodeado de agua. Las torcidas paredes chapeadas del edificio, troceadas por la cámara de Bufill en barridos constantes, parecen ser si no el oleaje de un mar embravecido como mínimo unas grandes velas marinas. Como acabo de ver y seleccionar la secuencia, me he acordado de “Nosferatu” en el que el barco en el que llega el cuerpo del vampiro, ya vacío, con toda la tripulación muerta, se acerca a tierra con las velas extendidas y las olas se convierten en las ondulaciones de las cortinas al viento de la casa donde Ellen presiente esa llegada.
Con”Signaturas (síntesis)” (2006) y “Sunny Swing” (2010) le da otra vuelta de tuerca al tema de los reflejos solares en el agua del mar. En el coloquio Bufill ha explicado que para hacer este tipo de películas se mete en el agua del mar o de un río de los Pirineos hasta casi la cintura y se pone a filmar. Que ha llegado a pensar que ha tenido la suerte de vivir en el Mediterraneo y, como otros realizadores experimentales como Stan Brackage vivían en aguas predominantemente heladas, le dejaron a él un campo casi inexplorado. No es del todo cierto, porque eso de ese tipo de reflejos, es verdad que bastante más relamidos, era casi una constante ya en los años 50 y 60, llenando los concursos de cine amateur, pero es verdad que éstos buscaban -y acompañaban con música al-hoc, un ballet estético de imágenes, mientras que Juan Bufill parece descubrir y da a descubrir una y otra vez formas y entes misteriosos que están ahí, pero que normalmente no se descubren.
Genial la anécdota que explicó, a este respecto, en el coloquio (que fue, en buena medida, largo monólogo: se le veía muy contento de poder volver a enseñar su obra y explicarla a la gente allí reunida y se explayó de lo lindo). En la playa de San Salvador coincidió con unos que se colocaron con un ácido y empezaron a alucinar de las formas que adoptaban los reflejos del sol en el mar. Un poco -recalcó- como los alucines con absenta que conseguían los impresionistas y les permitía pintar sus cuadros. “¡Yo veo eso siempre, sin necesidad de colocarme!”, les aseguró.
Tanto habló que me parece que el vigilante jurado del CCCB excedió su límite horario para el cierre de puertas. Pero salieron en su discurso cosas de buen interés, calificando su cine como de abstracción lírica, explicando que hace el montaje con la cámara, ya en el momento, con el ritmo y alternancia del rodaje, o que no pone música en sus películas porque eso mataría el ritmo de sus imágenes.
Creo que es la falta de perfección formal de sus películas (espero que ni él ni nadie de su entorno se tomen a mal esta expresión que intento sea únicamente descriptiva de una textura, de un tipo de movimiento de cámara, de cierta brusquedad de montaje) la que les da vida y hacen que la experiencia de la visión de todas ellas las haga simpáticas y se convierta en satisfactoria hasta para mentes obturadas para este percal como las mías.
Y llegado a este punto al que ya nadie llegará, me doy cuenta de la bárbara longitud de estas notas. Sin duda ha influido el que un par de personas me hubieran amenazado ayer con leer esta mañana lo que escribiera y eso me ha envalentonado y dado alas para soltar todo este rollo. Ellas y el cine experimental me perdonen.

Buscando a ver si por internet encontraba el cartel del antiguo “Hotel del lago” e el de Villa Dionisia, que aparecen en algún primer plano de la película de ese nombre, he dado con esta postal de la casa, que en el film nunca se ve en un plano general como éste.

lunes, 10 de febrero de 2020

Amarcord

La aparición del mítico Rex.
Está muy bien ese inicio con los milanos volando por toda la ciudad, anunciando la llegada de la Primavera...
El árbol (había puesto la encina, pero me temo que es otro tipo de árbol, del que no conozco su nombre) del Voglio una dona!
“Amarcord” (Federico Fellini, 1973) forma parte de ese pequeñísimo grupo de películas de las que te acuerdas de casi todas sus escenas, por tiempo que haya pasado desde la última visión. Ha entrado a formar parte del conocimiento personal y colectivo, hasta bien dentro. El jocoso recuerdo de cada uno de los profesores escolares, el pobre loco que se sube a un árbol ygrita angustiosamente “Voglio una dona!”, el misterio de un día de espesa niebla, la salida en barcas para divisar el paso del Rex, el día de la fuerte nevada que hace salir a la gente para ver caer los copos hasta de la sesión del cine Fulgor,...
La comida familiar.
Queda entonces redescubrir pequeños detalles olvidados sorprendentemente, porque se descubren muy buenos: ese barbero contando a sus parroquianos que fue el hijo número 14, por lo que su padre, desesperado, le puso por nombre Definitivo. Ese presumido empresario de cine, que disfruta orgulloso siendo llamado Ronald Colman. El mandatario fascista obligado a decir frases definitivas, soltando eso de “Juventud granítica” para valorar públicamente a los chicos que le dedican un ejercicio. Esa prueba definitiva (ahora todo me aparece como definitivo...) de amor que el ridículo tío fascista dice que le ha dado una porque le ha ofrecido su “intimidad posterior”.
La Gradisca yendo de paseo con sus amigas.
Muy bien. Un auténtico placer, pues. Si no fuera porque ayer domingo hasta se agotaron las entradas y la sala Chomón de la Filmoteca estaba abarrotada, con lo que el calor animal, acompañado de la potente exhalación de alguna próxima digestión difícil, se hacía insoportable. Eso y que mi vecino de butaca (y yo sin escapatoria posible), reía y gesticulaba ante todas las gracias y, sobre todo, iba canturreando por lo bajinis íntegramente la brillante música de Nino Rota, dando un auténtico concierto de rumor de fondo. Un placer, digo, que se me convirtió por momentos en tortura.