jueves, 30 de noviembre de 2023

Las cuatro hermanas. El arca de Noé


¿Alguien conoce a fondo el pensamiento de Maimónides? Porque al llegar a casa tras ver anoche en la Filmoteca “Las cuatro hermanas. El arca de Noé” (Claude Lanzmann, 2018), estuve mirando a ver qué podría ser un comportamiento maimónido, que parece señalar Lanzmann fue seguido en el caso que expone y, como no sea algo relativo a la constitución de una minoría selecta, la verdad es que no sé de qué puede tratarse.
Si con Paula Biren, la tercera “hermana”, Lanzmann ya tanteaba un poco este tema, con el caso de esta cuarta “hermana”, Hanna Marton, cuarta superviviente del holocausto a la que entrevista, la cuestión se erige en impertinente dilema, pero central:
-¿Qué es mejor, salvar a unos cuantos elegidos y que fallezcan todos los demás o que fallezcan todos, para no entrar en discernir quién se salva y quién no?
Hanna Marton, la entrevistada en esta ocasión, fue una privilegiada que formó parte del llamado “tren de Kastner”, siendo Rudolf Kastner un judío líder de la Vaada de Budapest, que negoció con Adolf Eischman (el funcionario nazi en el que se fijó Hanna Arent para hablar de la banalidad del mal) la salvación de un grupo escogido de judíos que no tendrían el trágico final del resto, en Auschwitz.
Como en la entrevista con Paula Biren, Lanzmann va preguntando previamente cuál era la situación de los judíos en la ciudad natal de Hanna Marton, la rumana Cluj/Kolozsvár, y aporta también alguna fotografía del momento (1985) que enseña lo que ella va describiendo. También aquí, tras su deportación a Hungría, la situación se va deteriorando, llegando todos los judíos, como dice ella, a formar parte de una categoría inferior a la humana.
Pero el punto clave sobre el que pilota toda la película es el de la formación de ese “Arca de Noé” salvadora de los seleccionados judíos… a costa de la condena irremisible del resto.
No sé cómo Hanna Marton, que se confiesa atormentada desde entonces por ese privilegio que la hizo superviviente, una de esos 1.865 que se salvaron de entre más de 400.000 que fueron deportados para su exterminación en Auschlitz en sólo dos o tres meses de 1944, consintió a ser filmada respondiendo las preguntas de Lanzmann. Él insiste en saber el tipo de selección efectuado por los propios líderes judíos, pero ya sabe la respuesta: grupos sionistas de diferentes zonas, artistas, escritores, gente notoria, miembros de batallones de trabajo que habían sobrevivido en el frente ruso, algunos ultra ortodoxos… Y mucho dinero para convencer a los alemanes.
Me sabe mal que Lanzmann haya decidido este orden a su película final, “Las cuatro hermanas”, formada por las cuatro que hemos tenido ocasión de ver estos últimos tres días. Yo creo que habría sido más justo y adecuado haber acabado con la ahora primera, “El juramento de Hipócrates”, en la que se ve el demencial proceso hasta la más terrible y aborrecible de las malignidades llevada a cabo por los nazis alemanes, en campos de exterminio como el de Auschlitz. Ahora, acabando con las dos que acaba, se cae en el peligro de no captar de dónde viene fundamentalmente toda la ruina moral y atrocidades que se desencadenaron en la guerra, y hacer llegar a pensar a algún espectador que “no hi ha un pam de net” (que todo resulta sucio), repartiendo, aunque sólo sea mínimamente, la culpa.
En cualquier caso, como en otras ocasiones tras una retrospectiva de estas excepcionales características, sale uno de la sala de la Filmoteca un poco huérfano: no veremos ya más películas de Claude Lanzmann, quien, por otra parte, murió el mismo año de la entrega y estreno de ésta. Y pasará tiempo hasta que vuelva a haber un ciclo que me despierte el interés que me ha despertado éste.


 

Las cuatro hermanas. Baluty



Al empezar “Las cuatro hermanas. Baluty” (Claude Lanzmann, 2023, ayer en la Filmoteca), Paula Biren, la tercera “hermana” de la serie de cuatro entrevistadas por Lanzmann, está sentada frente al mar, donde recibe inicialmente las bromas del director, y, poco después, pasea con él, mientras conversan, por una playa.
Humano que es uno, se autoengaña entonces, pensando que, siendo al aire libre, la transmisión de la experiencia de Paula Biren se le hará más llevadera emocionalmente que las tan terribles previas de Ruth Elias y Ada Litchman.
Poco después se acaba el aire libre, volviendo a estar la entrevistada en una habitación, de donde no sale ya la cámara, pero es verdad que el relato es algo diferente aquí que en las dos otras películas. No se conoce a través suyo el funcionamiento interno de un campo de exterminio, sino que se sigue la rápida evolución que sufrió el ghetto de Lodz, desde su formación, durante toda la guerra. Un caso especial, como señala Claude Lanzmann, porque los judíos eran del orden de un tercio de la población de la ciudad, unos 200.000, y tras cuatro años de penalidades se dio el caso inaudito de sobrevivir una cifra relativamente elevada de ellos. Por otra parte, durante la explicación, como para hacer evidente que se está ante un caso algo diferente, en dos o tres ocasiones, Lanzmann, que no lo suele hacer nunca, inserta unas fotografías de época, que pueden ayudar al espectador a hacerse una idea de cómo eran los elementos del ghetto que ella describe.
Pero la intención al escoger a Paula Biren para ser entrevistada se encuentra, posiblemente, en otra pregunta que siempre ha interesado a Lanzmann: ¿dónde poner la línea de separación entre un colaboracionismo excesivo y otro inevitable si se quería preservar la propia vida?
Viendo la película llegamos a la conclusión de que en el primer grupo estaría Chaim Rumkowski, el presidente del Consejo Judío del ghetto de Lodz, que llegó a actuar, ridículamente, según Paula Biren, como si de un presidente de Estado se tratase.
Pero la misma Paula Biren confiesa que hasta pocos años antes de la entrevista habría permanecido muda, por el gran sentimiento de culpabilidad que la embargaba: había sido, durante una corta temporada, policía judía del ghetto. Tardó bastante tiempo en captar que otros, los que pudiendo -y por ahí estarían los propios europeos- no habían hecho nada, siendo los verdaderos responsables de lo que le pasó a ella, que tuvo el temible dilema de optar por la obediencia… o por la muerte.
Ejemplo de debilidad humana, al acabar la proyección cuatro temblorosos espectadores nos reconocimos y pusimos a hablar atropelladamente, con la emoción aún presente en nuestros rostros, intentando compensar entre todos esa frialdad caída a plomo sobre todos nosotros, en el pasillo central de la Sala Chomón. Películas absolutamente necesarias, no son éstas de esas que se pueden ver sin dejar huella.
Esta noche, la última “hermana”, el último capítulo de la serie y lo último que ofreció al cine Claude Lanzmann en vida.


 

miércoles, 29 de noviembre de 2023

Las cuatro hermanas.La pulga alegre


Soy ya mayor y, tras ver una película durante hora y media, ya no aguanto más, y necesito salir a tomar aire, a que respire esa maltrecha neurona que parece sobrevive como puede por ahí arriba.
Por eso, dosificándome, no tenía planificado ver ayer por la noche el segundo capítulo de “Las cuatro hermanas” (Claude Lanzmann, 2018), “La pulga alegre”, tras ver a media tarde el impresionante primer episodio, la primera entrevista, “El juramento de Hipócrates”, del que hablé esta mañana. Pero, una vez visto ¿cómo podía perderme más películas únicas, difíciles de ver, como esa?
Si Ruth Elias, la primera “hermana” (en la desdicha) daba la impresión de haber superado las atroces circunstancias que se cruzaron por su vida, Ada Litchman dirías que ha quedado estancada en el rosario de desgracias que tuvo que vivir. Arreglando sin parar las muñecas que Lanzmann ha colocado en el set, va contando muertes de forma monocorde, como si se tratasen de acontecimientos normales. Superó el límite asumible y ya toda aberración le resulta cotidiana, inevitable.
Hay un momento que parece que va a variar en su derrotista relato. La oyes decir que “los polacos cristianos nos aportaron mucha ayuda” y crees que, emocionada, va a lanzar una expresión de sentido agradecimiento, pero le oyes terminar la frase, en el mismo tono, con algo así como “…para acabar de hundirnos”.
Y es que pocos ánimos pueden quedar tras haber presenciado escenas como la que relata de un baile en el vagón de transporte animal que utilizaban para las deportaciones, con soldados de las SS obligando a las jóvenes deportadas, evocando algún episodio del “Saló” de Pasolini.
De vez en cuando, alguna cifra estremecedora: de las setecientas mujeres del tren en el que la llevaron a Sobibor, sólo sobrevivieron tres.
Con cierta frecuencia, la cámara se fija en el hombre que comparte el sofá con Ada. Tiene la mirada como perdida, se mantiene inexpresivo y callado y, cuando Lanzmann le pregunta alguna cosa sobre su experiencia, tiene enormes dificultades para que le responda con algo más que una palabra. También estuvo en Sobibor.


 

martes, 28 de noviembre de 2023

Las cuatro hermanas. 1.- El juramento de Hipócrates

Ruth Elias da pruebas de dominar a la perfección el sentido de la narración. Sabedora del dramatismo insuperable de los hechos que va relatando, los va dosificando. Lanzmann, en cuanto aparece en su relato por vez primera el nombre de Mengele, la interrumpe para preguntarle cómo era. Ella le mira y le dice que espere, que ya lo hará más tarde. Efectivamente, ocasión tendrá para explicarlo cuando los hechos narrados hagan ver al espectador lo notable de su calaña.

No veo forma de efectuar un comentario sobre “Las cuatro hermanas. 1.- El juramento de Hipócrates” (Claude Lanzmann, 2018), que pasó ayer por la Filmoteca: cualquiera que se haga será inevitablemente reductor. Conviene ver la larga e impresionante entrevista (90 minutos) que le hizo Lanzmann a Ruth Elias, milagrosa superviviente de Terezin y de Auschwitz, cuando andaba recogiendo material para su monumental “Shoah” (1985).
Rodada en una única localización, en la casa de la entrevistada en Israel, la cámara está quieta o se va aproximando en sucesivas tomas al rostro de Ruth Elias, quien, con un aplomo increíble, va relatando las dramáticas peripecias que tuvo que vivir desde que tenía, antes de la invasión de Checoslovaquia por los nazis, una vida previa totalmente desahogada.
Quien pueda conseguir y ver esta joya, última película elaborada por Lanzmann, coincidirá conmigo en que hay momentos de esa larga -pero pausada- narración difícilmente soportables, pero también enriquecedores humanamente.
Uno sería aquel en que Ruth relata su voluntaria separación de su familia a mitad de ese terrible recorrido forzado hacia destino desconocido: en sus ojos y gestos apreciamos que habla de un pensamiento que le ha atormentado todo el resto de su vida.
Otro: la lectura (de memoria) de la escueta, devastadora última carta que su padre pudo hacerle llegar.
Un último, que tampoco explicaré aquí, es un auténtico episodio de terror, que vuelve absolutamente ridículas todas esas imaginativas tonterías que pasan por un festival como el de Sitges. Basta decir que conoció a Mengele, y tuvo ocasión de departir con él varias veces, sufriendo sus decisiones.
Cuando ya se está en el climax de lo irrespirable, hay en la película un extraño corte, quedándonos por saber cómo pudo finalmente llegar a podernos contar lo que nos está contando. Es, supongo, para darnos un soplo (en realidad dos, diferentes) de esperanza final.
Hay entonces canciones y música interpretadas por ella misma.

La cámara está siempre enfocando a Ruth. Pero en escasos momentos, El montaje ofrece planos como éste, de un Lanzmann que teóricamente la está escuchando. Se nota que no son de ese mismo momento de tensión en el relato en el que están insertados (seguramente todo se rodó con una única cámara y obedecen a tomas de recurso posterior). Él aparece con una mirada fija, pero inexpresiva o, como en este caso, fumando, en plan guaperas, con un color oscuro de su piel que dirías ha estado esquiando o en una playa recientemente. Un tío curioso, este Lanzmann, realizador al que nadie le puede negar haber hecho los documentales más profundos sobre el holocausto, que hacen resultar efectistas casi todas las otras películas que sacan el tema
 

sábado, 25 de noviembre de 2023

En cuerpo y alma




De vez en cuando, aún hoy, vemos un cuento que, gracias a sus aspectos realistas, nos tragamos de principio a fin con satisfacción. Ese ha sido para mí el caso de “En cuerpo y alma” (Ildikó Enyedi, 2017; en Mubi, Filmin y Prime video). Dos outsiders: él por tener un brazo inutilizado, ella por autista total. Ambos trabajan en el staff de un matadero. Al margen de sus miradas mutuas de interés, algo bien especial los une.
En 2017, todo un jurado internacional, el del Festival de Berlín, le concedió el oso de oro. No debieron ponerse de acuerdo en dárselo a una u otra más arriesgada de las que se presentaron y llegaron a ésta películita amable, de buen ver, como solución de compromiso.


 

viernes, 24 de noviembre de 2023

Sobibor 14 de octubre 1943 16h

El Memorial del Holocausto hecho en Minsk, en lo que fuera el ghetto.

Chelm, uno de los lugares de donde huyó Lerner.

La llegada -està sabida definitiva- a Sobibor.

Las ocas. Su estruendo, provocado por los nazis, ocultaba los gritos de los primer llegados y así no asustaban a los que iban detrás.

Una serie de pequeñas adversidades han hecho que, en contra de lo que tenia previsto, hasta ayer, segunda sesión de “Sobibor, 14 de octubre 1943, 16h” (2001), no pudiera asistir a ninguna sesión del extraordinario ciclo que la Filmoteca ha programado sobre Claude Lanzmann.
Pieza desgajada de la inmensa “Shoah” (1985), “Sobibor,…” se inicia con un largo texto en el que Lanzmann justifica la necesidad de la película para, entre otras cosas, contradecir esa extendida aserción de que los judíos se dejaron masacrar dócilmente, sin ofrecer resistencia alguna: la película viste la entrevista que le hizo a Yehuda Lerner, uno de los supervivientes del campo de exterminio de Sobibor (en la actual Polonia), que participó en
la revuelta que permitió a él y a otros muchos prisioneros escapar de ahí.
El mismo Lanzmann, enseñando sitios de memoria como el construido en Minsk, dice que, de alguna forma, pueden contentar, dejar tranquilo, hacer olvidar. Que lo mejor para mantener la memoria viva es oír las palabras de gente como Lerner, y nos invita a escucharla.
Pero para oír, y poder escuchar con provecho, hace falta una buena puesta en escena: en eso es maestro Claude Lanzmann.
El film es la entrevista. Lanzmann muestra todo el trayecto de Lerner desde Minsk, pasando por un ramillete de campos por Bielorrusia de los que logró fugarse, mientras oímos sus declaraciones, pero Lerner habla en yidis. En la película vamos viendo mientras lo oímos hablar en ese idioma hasta que hace una pausa, momento que aprovecha una colaboradora del cineasta para traducirle lo oído al francés. Es decir: tenemos tiempo más que suficiente para ver, oír… y pensar sobre lo oído.
Vamos en tren y nos bajamos en los mismos lugares que dice Lerner estuvo, pero filmados en la actualidad. Es invierno y una pesada bruma del pasado parece desprenderse, imborrable, de ellos.
La película cambia poco después de llegar a la estación, hoy muy destartalada, de Sobibor. Allí vemos -y oímos- a una enorme bandada de ocas: Lerner cuenta que los guardianes del campo les provocaban su graznido para ocultar los gritos de las víctimas y así no alertar a los que iban llegando. A continuación, ya todo lo que sigue será en un interior, con la cámara acercándose paulatinamente a Lerner hasta encuadrarlo en primerísimo plano, sólo su cara, en los momentos en que relata con detalle lo que pasó allí el 14 de octubre de 1943 a las 16h.
Al final de la película vemos varias pantallas en negro con la relación de convoyes ferroviarios que se ha podido saber llevaron a judíos a campos de exterminio y el número de personas contabilizado en cada uno de ellos. La lista, muy larga, la va leyendo en off el propio Claude Lanzmann, que acaba dando una cifra total de bastante más de 200.000 personas.
No había demasiada gente en la sala Chomón, pero todos hemos salido en silencio, como si se hubiera caído encima nuestro una pesada losa.
Imprescindible.

Yehuda Lerner, en la entrevista. Aún no ha llegado a explicar lo que sucedió a las 16 horas de ese día. La cámara aún le encuadra parte de su torso.
 

martes, 21 de noviembre de 2023

Un’agenzia matrimoniale


Pues “L’amore in città” (1953) será un film de episodios, pero comprende episodios magníficos, que se ven aún hoy con admiración.
Fellini se encarga de uno de sus episodios mediante un cuento, “Un’agenzia matrimoniale”), que viste como su relato del caso que creó y se encontró como periodista, cuando le encargaron investigar sobre las agencias matrimoniales.
Recorremos con él (travellings por sus pasillos) un viejo palazzo de la vieja Roma, donde habitan un montón de variopintas, siempre muy humildes, familias.
Entra luego en fase de cuento casi fantástico, digno de su imaginación… para acabar cayendo en la clara visión de por donde se mueve la dura realidad.
Eran éstos unos cortometrajes que cubrían, en su época de presentación, varios objetivos: facilitaban una tarde de cine nada despreciable, con la sensación de tiempo aprovechado que ofrece el buen cine, permitían a la gente recorrer otras realidades y, por último, daban más de una información sobre dónde asentaban sus vidas los espectadores.
Tengo alguna confusión. Habla el DVD del primer número de “Lo spettatore”. ¿Es ésta la revista cinematográfica en cuya concepción -dicen todas las crónicas- empezó la relación de Marco Ferreri con el cine?


 

lunes, 20 de noviembre de 2023

Kennedy et moi


Iba a colgar esta entrada en Le Milieu (Club espagnol d’amics du polar), porque realmente unas cuantas de las escenas de “Kennedy et moi” (Sam Karmann, 1999, pasándose en TV5 Monde) están montadas y contienen dosis de tensión propias de un buen polar.
Un escritor (Jean-Pierre Bacri) estará, según explica a su mujer (una ya madura pero imponente Nicole Garcia) su editor y ligón amigo (Patrick Chesnais) en la crisis de la media edad, pero lo cierto es que pasa sus días en plan contemplativo, sin ganas de hacer nada, mirando pero sin ver a unos hijos ya adultos a los que detesta, con una depresión de caballo.
Es entonces cuando su enigmático psiquiatra le explica una fascinante historia, ligada a John F. Kennedy, y un nuevo interés (por algo muy determinado) se despierta en él.
Veo ahora que éste es el primer largometraje de los tres que ha realizado hasta el momento un actor (aquí como amante de la mujer) y director, del que creo haber visto -sin gustarme- un cortometraje previo.
La película deja atrás su aire de polar para, tras pasar por unos momentos de extrañeza bien curiosa, alcanzar un cierto tono de comedia, siempre sin dejar el básico de constatación sobre la absurdidad de la vida (todo lo que comenta ese apático protagonista, en sus diálogos o en voz en off íntima tiene el efecto de dardos muy bien lanzados, que impactan en zonas vulnerables del espectador), que debe estar ya en el libro de Jean Paul Dubois en que se basa.



 

Zinzindurrunkarratz

 




Oskar Alegria sigue cartografiando su territorio. Ayer se pasó “Zinzindurrunkarratz” (2023) en el MACBA, dentro del festival L’Alternativa, y uno de sus planos repite un encuadre con un puente que ya aparece en su anterior largometraje, “Zumiriki” (2019).
Pero para constituir esa cartografía no se contenta con echar unas cuantas medidas y luego representarlas en un mapa. Le añade profundidad con observaciones de entomólogo (la cámara se acerca a registrar más de una vez a moscas o escarabajos en sus movimientos), de etnólogo y hasta de etimólogo (las palabras, como demuestra de nuevo con el título del film, enamoran al director).
Dos comentarios introductorios que da en la película (como todos no con la típica voz de narrador, sino mediante unos rótulos que van pasando por la parte inferior de la pantalla, como si de subtítulos se tratase) explican todo su planteamiento:
1/ Recupera Oskar Alegria la cámara de S8 que utilizaba su padre (vemos alguna de sus filmaciones, de hace más de cincuenta años), pero el sonido síncróno que él hacía servir ya no funciona. Alegria rodará para este film, pues, en películas S8, pero sin sonido, y eso es lo que vemos.
2/Recuerda también Óskar Alegria la existencia de la técnica artesanal japonesa del kitsugi, mediante la que cubren las grietas que se han producido en las piezas de cerámica con oro. Esa grieta que es la ausencia de sonido en la película, la cubre en más de cincuenta ocasiones por la inclusión de una pequeña, muy corta cuña sonora. Es decir: en más del 90% del tiempo la película pasa sin sonido alguno, pero en ocasiones puntuales oímos el resultado de grabaciones de sonido para documentar las cosas más variopintas, como el rebuzno de alarma de un borrico o la caída de una piedra por un pozo.
Al de Apuleyo, al del Balthazar de Bresson y al Eo de Skolimovski habrá que sumar ahora el bueno de Paolo, el borrico que Alegria utiliza para viajar con él para visitar al último pastor de la zona, siguiendo el recorrido que su padre hacía para llevar el companaje a los pastores de su época.
Auténtico cine dentro del cine (ese narrador cuyos pensamientos vamos leyendo se plantea varias veces, por ejemplo, la economía de planos necesaria dado el precio del celuloide de 8 mm), la película muestra también repetidamente el sentido del humor del director.
Un director que, llevando a su criatura (su película, no a Paolo) por todos los festivales del mundo, ha alcanzado ya un grado de conocimiento de la misma que le permite, como quien no quiere la cosa, hacer ver a incautos espectadores como un servidor todo lo que se proponga, como esa rima que emparenta la película rodada por su padre con la propia, que acaba con un extraordinario e inesperado regalo sonoro al pastor visitado: ¡la grabación perdida de una nana que le cantó su madre! ¿Cabe emoción mayor?

No es Sancho. Es Oskar Alegria yendo por el camino con Paolo, todo grabado con la cámara de Súper 8 sin sonido.

Paolo revolcándose por el polvo. Creo que a continuación la película incluye uno de los archivos del registro sonoro efectuado, pues es una actuación habitual entre los borricos, y la documentó también sonoramente.


jueves, 16 de noviembre de 2023

Sur l’Adamant





Tras la clase, el ejercicio práctico, todo ello con Nicolas Philibert y en L’Alternativa. Ayer se pasaba en la Filmoteca “Sur l’Adamant” (2023, León de oro en Berlín, como dijo Esteve Riambau, cosa extrañísima para un documental) y al final del coloquio nos enteramos que era el primer film de una trilogía que prepara sobre el mundo de la psiquiatría. Si éste está centrado en un Centro de Día muy especial, el segundo, ya terminado, está rodado en un hospital, estructurado a base de “muy bellas conversaciones entre pacientes y psiquiatras”, y el tercero -en fase de montaje- seguirá a cuidadores que acuden a las casas de sus pacientes.
En la presentación, Philibert estableció la relación de este documental, veinticinco años después, con “La moindre des choses”, en el que por primera vez, también -como en éste- animado por los propios pacientes, se enfrentó al miedo a instrumentalizar a los pacientes de un centro psiquiátrico.
Acabó su presentación -luego concedió también un coloquio- diciendo que lo que se ve en estas películas le afecta mucho personalmente. Que los pacientes psiquiátricos suelen ser gente hipersensible, a menudo muy lúcida, que reciben la violencia ambiental sin defensa alguna.
Los protagonistas de la sesión fueron esos pacientes, que desarrollan dotes artísticas notables y todo tipo de actividades, pero también el Adamant, una barcaza de obra, creada específicamente en 2010 para su cometido de centro de día psiquiátrico, situada en el Sena, a poca distancia de la Gare de Lyon de Paris.
Allí acogieron a Philibert y su equipo durante siete meses, y él pudo trabajar, según confesó, de forma muy serena. Se enfrentó a su proyecto tal como indicó el día antes en la sesión que comenté: sin nada preconcebido, dejándose llevar por lo que fue viendo, decidido a aprender, a hacer cine para aprender.
La película empieza, ya en un Adamant que los espectadores aún no conocemos, mostrando a un paciente desdentado que canta la canción “La voix humaine” (Telephone) poniendo todo en el asador, con todo sentimiento. Luego, pantalla en negro, el título y una cámara muy atenta observa el inicio de semana en el Centro. Allí, con sólo espaciados cortos planos del discurrir de algún pato por el Sena o del viento moviendo las hojas de los plátanos del muelle, vamos a estar durante todo el metraje atentos, a veces de forma grupal, pero casi siempre de forma individualizada, a cada uno de los pacientes, que vamos conociendo y puede decirse que admirando.
La verdad es que, emocionados por la humanidad de todos ellos y sorprendidos por sus capacidades artísticas, los espectadores casi podrían llegar a envidiar a los que allí aparecen, queriendo formar parte de una comunidad artística tan potente. Quizás por eso, para que no nos quedemos con una visión tan idílica y no veamos ese Centro como un sitio sin conflicto, Philibert introduce -ya es casi por el final- una secuencia en la que una antigua bailarina interrumpe una reunión colectiva y protesta amargamente diciendo que no se hace caso de su altruista ofrecimiento a dar clases de danza.
Un letrero final elogia la valentía y el esfuerzo continuado del Adamant en un panorama que no está, en realidad, en absoluto dispuesto a hacer fácil su camino.
En el coloquio, frente a la indicación de Nicolas Philibert de haber querido hacer su película sin seguir hilo conductor alguno (cosa que sí pasaba en “La moindre des choses”), Esteve Riambau le destacó dos que había visto: uno la música, y otro el propio cine, mucho más presente en las conversaciones de lo que parecería ser normal. Yo añadiría ahora, aunque está claro que es una decisión de montaje, el paso del tiempo, pautado por esos alerones de la singular barcaza que se cierran al final del día y se vuelven a abrir en espera de uno nuevo.
Nicolas Philibert se despidió con una información (la película se estrenará entre nosotros el 26 de enero) y un ruego: si nos ha gustado, puesto que, pese a todas las apariencias se trata de un film extremadamente frágil (idéntico a lo que dice un paciente en el documental sobre ellos mismos: “no somos terroristas, sino muy frágiles”), que lo apoyemos y lo digamos a nuestros amigos. Como es el caso, así lo hago.




 

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Nicolas Philibert en L`Alternativa

Entrando en la Sala Raval del CCCB, justo debajo del teatro del centro. Luego casi se llenó.

La pantalla de la sesión.

Tess Renaudo presentando la sesión sin apenas robarle tiempo a Nicolas Philibert.



Ayer, entrando en la sala del CCCB donde iba a tener lugar el encuentro con Nicolas Philibert programado por L’Alternativa, vi la pantalla que lo anunciaba y comenté que lo único que no me gustaba era ese nombre que adjudican a este tipo de sesiones: Masterclass. Que me parecía de un pedante subido y daba un aire de lección magistral a una cosa que muchas veces se aleja enormemente de su esencia.
Cuando Nicolas Philibert se puso hablar, tras excusarse por su poca altura, que iba a impedir que los sentados en las últimas filas pudieran verlo, sus primeras palabras fueron, precisamente, para denigrar ese nombre dado a la sesión…
Empezó presentándose a la audiencia, temeroso de que nadie hubiera visto sus películas ni supiese de él. Explicó que nació en Grenoble, hijo de un padre profesor de filosofía y una madre responsable de atender a los visitantes extranjeros. Gente amante de la literatura, el teatro y el cine, hasta el punto que su padre se puso a organizar por su cuenta cursos sobre cine, cuando no existía por ahí nada similar. Pasaba películas escogidas en un anfiteatro de la ciudad al que acudían numerosos vagabundos, porque ahí se estaba calentito, y luego procedía a analizarla. Sin televisión en casa, fue de esta forma como él entró en contacto, cuando tenía doce años, con Bergman, Rossellini, con unas películas difíciles, pero que suponían su única ocasión para “viajar”.
Siguió con su relato: las dos escuelas de cine que había entonces en París pedían a sus alumnos amplía destreza en matemáticas, física (por la óptica de la cámara) y química (por el soporte químico, el celuloide, que constituía la película), y él en esas materias no daba pie con bola. La única opción que le quedaba era lanzarse por su cuenta con una cámara o hacer de stagier, que fue lo que hizo, para pasar luego a trabajar de asistente de dirección durante tres años, hasta que decidió hacer un film con un amigo.
Este film, que no creo haber visto, fue “La voz de su amo” (1978), un largometraje documental, que afrontó sin haber conocido hasta aquel entonces nada sobre documentales. Era esa película una mirada sobre el poder, centrado éste en los hombres de empresa.
La película apenas se vio, pero obtuvo un contrato de la Antena 2 francesa para hacer de ella un nuevo tratamiento de tres horas. Eso parecía darle a entender que su carrera iba a despegar, pero el patrón de L’Oréal vio lo filmado, lo que vio le indignó y llamó de forma inmediata al presidente francés, éste al director de la cadena de televisión y, a ocho días de su pase, la película cayó de la programación. Todos le animaron diciendo que con la llegada de los socialistas al poder la decisión iba a revertirse, pero resultó que Mitterrand era compañero de colegio del patrón de L’Oréal, y la película no se llegó a ver nunca.
Explicó de una forma que todo el auditorio entendió como evidente el estado depresivo al que le condujo todo ese proceso, que aún se ahondó más cuando se embarcó en un proyecto de ficción sobre un niño sordo, que un gran productor le prometió producirle… siempre que cambiase esto y aquello. Él fue aceptando hacer los cambios que le dictaba y acabó perdiendo tontamente el alma vendiéndose a ese productor que, finalmente, nunca se embarcó en la película.
Un silencio grande, viendo el pozo en que se vio sumido entonces y su reflejo aún ahora en su rostro al relatarlo, recorrió la sala. Hasta que él mismo, después de recordar los sinsabores que reciben los que quieren dedicarse a esto, también señaló que de esos dramas pudo sacar una serie de enseñanzas, que siempre se aprende de todo. Y, efectivamente, así debió ser, porque diez años después él realizó un documental extraordinario, “El país de los sordos” (1992) en el que habló, ya como documental, precisamente del tema de la sordera, pero siguiendo totalmente su criterio.
Pasó una secuencia de “El país de los sordos” para recalcar lo cinematográfico que puede llegar a ser el lenguaje de los signos, un lenguaje totalmente visual, que tiene también planos largos, medios y primeros planos.
Respondiendo a alguna que otra pregunta, dejó caer varias afirmaciones que dejan ver cómo afronta sus films. Fui apuntando las que me resultaron de más interés, aunque seguro que me dejo unas cuantas:
-Intenta no prepararlos demasiado, para evitar lo excesivamente programado, previsto.
-Hace cine a partir de su ignorancia, de su curiosidad, para aprender directamente, sin intermediarios.
-Empezó efectuando el montaje de sus films con otros montadores, pero a partir de un momento, edita sus películas él sólo.
-Cada película puede necesitar un montaje diferente. En su hasta ahora más famoso film, y el que le dio a conocer por aquí, “Ser y tener” (2002), por ejemplo, montó todo en el sentido inverso a la película, pues lo único que tenía claro (“hay cineastas -señaló- que dicen tener todo claro desde el principio. Yo no”) era la escena con la que quería acabar la película: los niños saliendo de la escuela al final del curso, para irse de vacaciones.
-En “Nénette” (2010), la película sobre una veterana y popular orangutana del Jardín des Plantes parisino que ya estaba más allá del bien y del mal, montó primero el sonido que la imagen, ambos trabajados por separado.
-Filmar es capturar, encerrar al otro en una imagen y un tiempo. Toda una responsabilidad. Y, para demostrarlo, recordó el caso de la institutriz de “Él país de los sordos”, que diez años después le confesó que se vio muy dura en la película.
-¿Dónde situar el límite de entre lo que uno no debe filmar nunca (por ejemplo: un interno de un establecimiento psiquiátrico delirando totalmente) y lo que puede pasar? La linea es tan difícil de determinar…
-Siempre se habla, me preguntan, por el tema de un film, cosa a la que nunca sé qué contestar. “Nénette” habla de nosotros, los films de psiquiatría hablan también de nosotros: El tema del film es en realidad siempre el film mismo, el encuentro que contiene.
-Quizás, por mi carácter, no me atreva directamente, y utilice entonces la cámara como objeto que me ayuda a acercarme a los demás.
-En el fondo, el cine viene a ser eso: proponer probar algo a los espectadores, atendiendo a una alteridad, a un otro singular.
Ahora que lo pienso, con su sinceridad y su humildad, quizás sí que lo de Philibert de ayer fuera, realmente, una clase magistral.

Creía que no llegaba a hacerle la foto. Reaccioné tarde, pero alcancé a captar la imitación que hizo de los gestos para imitar ir en bicicleta, en plano medio.

Al final de la sesión, cola de asistentes -posibles nuevas documentalistas- para decirle algo y solicitarle una foto de recuerdo.