Josep Torrell, conocedor a fondo del cinema soviético, definió muy bien “Pirosmani” (Georgi Shenguelaia, 1969), la película georgiana que pasó anoche la Filmoteca: “Es un film naif sobre un pintor naif”.
Empieza con una escena –quizás su único “tour de force” cinematográfico- en la que la cámara sigue una planta hacia el techo, la luz y, a continuación, la mirada de una niña postrada en la cama en la misma dirección, como significación –la cosa queda, en su contexto, enigmática- de su muerte. Pero luego es simplemente el seguimiento sereno de la vida de Nikolai Pirosmani, un georgiano de la época zarista que, después de intentar sin suerte ganarse la vida con una lechería (la imagen de la tienda en una casa aislada, con su puerta flanqueada por dos cuadros de vacas, mientras por ella entra el cocinero de palacio es la que he buscado sin éxito), malvive decorando, a base de pinturas al óleo, las paredes de todos los bares y cafés de Tbilisi.
El film está lleno de estampas animadas: una boda, diversos trabajos, los instrumentos de campo en sus labores. Y trufada de increíbles interiores reproduciendo las tiendas y bares de la capital de Georgia. Una ciudad que algún plano exterior indicaba que en la época del rodaje de la película conservaba aún rincones que no debían diferir demasiado.
No debió agradar mucho a las autoridades soviéticas esta melancólica exaltación al artista individual, siguiendo su camino, ajeno a los cambios exteriores.