Ha sido -y esto en los tiempos que corren ya tiene para mí un valor- una ceremonia enteramente laica. El atrezzo, muy sencillo, el que se aprecia en la imagen: un caballete sosteniendo un retrato suyo, presidiéndolo todo; detrás de unas plantas, un atril, con un micrófono. Más a la derecha, un par de instrumentos musicales, pues uno de ellos se iba a utilizar más tarde. Lo peor de todo, claro, es que el conjunto se completaba con un féretro de madera, que contenía el cuerpo de Llorenç Soler, Lorenzo Soler de los Mártires, como rezaba la pantalla del tanatorio.
La ceremonia se ha iniciado con la intervención de Martí Rom, apesadumbrado por la pérdida de quien consideraba como a un hermano mayor. Ha remarcado en ella, en tono calmado, con pausas, el carácter comprometido de todo su cine, siempre intentando reflejar en él la vida en entornos sociales desfavorecidos o combatidos. No ha podido faltar la mención de esas imágenes documentales suyas que se repiten muy frecuentemente cuando se quiere hablar de la inmigración llegada a Barcelona y sus esfuerzos para lograr trabajo, ingresos y techo: los llegados a la Estación de Francia en “el sevillano” bajando del tren con sus maletas cerradas a base de correas y cuerdas, los colgados a un tranvía alcanzado por la Vía Julia de buena mañana para que les llevase a su puesto de trabajo, la familia numerosa compartiendo cama en su chabola del Somorrostro…
Ha sido el turno, después, de sus nietos, quienes han dado testimonio de un tiempo último junto a su lecho, intentando acompañarle la mayor parte de un tiempo que se le escapaba. Ambos han hablado de un abuelo que les había fomentado sus habilidades creadoras, que les pasaba libros que creía les podrían servir para abrirles los ojos y su mente, que les llevaba al cine o al teatro. Ha estado divertida ella, María, señalando que las salidas conjuntas podían ser para ver tanto una comedia musical… como una obra de Bertold Brecht. Él, Emili, ha tocado un poco “El cóndor pasa” y se ha mostrado satisfecho de la herencia revolucionaria y republicana que les ha trasmitido. Bajo su chaqueta se distinguía una camiseta con el rostro de Federico García Lorca.
Su hija África, viendo el desparpajo de sus hijos, se ha atrevido entonces a salir también hasta ponerse detrás del atril y a explicar que, por ejemplo, su padre era de una madera capaz de llevarla en su Dyane 6 amarillo hasta Austria cuando ella tenía nueve años y, allí, de la mano, entrar a visitar ambos el campo de Mathausen, en la época en que él hizo el pionero -aun no se hablaba de nada de eso- “Sobrevivir en Mathausen”. Tras agradecer, con una sinceridad palpable, la ayuda prestada por médicos, enfermera y trabajadores de cuidados intensivos, en estos últimos tiempos, en los que Llorençs se ha ido apagando, ha leído unos poemas de un libro que le regaló durante su infancia: “Machado para niños”.
Totalmente escorado a su faceta más íntima y familiar, para cerrar a satisfacción por completo el acto a mí sólo me habría faltado por ejemplo que alguien como Vivenç Villatoro, que corría por ahí, hubiera tomado el micro para explicar alguna anécdota que hablase del perfeccionismo que gastaba Llorenç Soler, a pesar de la precariedad que envolvía las producciones de los programas culturales de la televisión inicial, o algo parecido.
Con Anna Turbau, la fotógrafa, que fue su mujer, hablaba poco antes de que es ahora, precisamente, cuando la popularidad de Llorenç Soler ha alcanzado su cénit, y seguro que irá in crescendo. Una lástima que en cambio ésta popularidad brillara por su ausencia previamente, cuando estaba en plena actividad, pero está bien que al menos lo sea a posteriori.
Uno de los medios para ir fomentando ese conocimiento y aprecio es ir viendo su obra, ahora al alcance de todos gracias al proyecto que, fomentado por su hijo Dani, y gracias a la colaboración de la Universidad de Valencia y la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya, tiene reflejo en una web que ya incluye enlaces a bastantes de sus películas y quiere ir a arcándolas todas.
Allí puede verse también este documental, que da buena cuenta, creo, de su figura: