sábado, 30 de marzo de 2019

Caudillo


Recuerdo que a principios del los 70 (debería ser 1973 o 1974) Paco Betriu nos presentó a José Luis García Sánchez. Persona -como Betriu- con una conversación riquísima, estuvimos en el Navarra del Paseo de Gracia hablando de todo. Le pedimos información sobre los cineastas valiosos a los que, viviendo y trabajando en Madrid, no teníamos acceso fácil. Por supuesto el nombre de Basilio Martin Patino apareció en seguida. Garcia Sánchez, de hecho, llevaba un tiempo trabajando para él. “Patino está haciendo una película de la que no se puede ni hablar, porque si se enteran no sé qué pasaría”, explicó.
Esa película era “Caudillo”, que se pasó ayer en La 2 de RTVE y he vuelto a ver esta tarde. Nada más comenzar, divierte reconocer, entre las voces en off de la película (con un sonido, por cierto, muy deficiente, supongo que debido a las malas condiciones de producción), la de Antonio Gamero. Luego, en los escuetos títulos de crédito, quedaron reflejados, además de José Luis García Sánchez, nombres como los de Bernardo Fernández, configurando así toda una troupe de amigos, con afinidades políticas, que se dedicaron al cine, colaborando siempre entre ellos.

Patino y sus ayudantes recogieron y trajeron desde archivos extranjeros y de todos lados fotografías, pero sobre todo reportajes de la época que en el momento en que se permitió el estreno de la película (1977) apenas se habían visto. Seleccionaron las tomas que les interesaron y las montaron acompañadas de músicas populares del momento. “Canciones para después de una guerra”, aunque prohibida, ya se había hecho, por lo que Patino ya estaba ducho en la materia.

La película se anuncia centrada en Franco, pero la verdad es que, junto a la biografía de éste, explora en realidad la guerra civil y sus antecedentes. Es un montaje con una estructura rara, porque de hecho lo que explica no sigue estrictamente un orden cronológico, habiendo acontecimientos por los que se pasa hasta tres veces. Pero Franco, en su ascenso meteórico en la carrera militar, señalando la casualidad de la muerte accidental de sus máximos rivales en la dirección del Glorioso Follón, está siempre por ahí atrás.

Viéndola ahora te dices que tampoco es una película tan radical. Va dando la palabra a unos y otros. A “nacionales” y a “rojos”. Cada uno explica los hechos a su aire. Con un aire marcial, subiéndose por las nubes en un lenguaje florido difícilmente soportable por lo asfixiante, los primeros. Con arengas que intentan insuflar un optimismo que cuesta creer, los segundos. Sólo de vez en cuando, como es el caso del escrito desengañado final de Unamuno, existen acusaciones directas que no suenan a proclamas. Pero radical o no en sus planteamientos, en esos años la guerra civil y no digamos la figura de Franco era aún inviolable, con lo que la película ya se hizo sin esperanza de que pudiera verse... inmediatamente.

Ahora, cuando ya los documentos que aporta los conocemos por haberlos visto con frecuencia, al margen de la emoción de alguna imagen, de la rabia incitada por algún discurso, te vence, o al menos a mí me ha pasado, una enorme pesadumbre. Es difícil no pensar que ciertas cosas parecen reproducirse hoy en día, y te angustias pensando que, más allá de los heroísmos o lo que fuera que te podían haber arrebatado en su día, lo que prevalece es ese montón de muertos, de heridos, de sangre, de destrucción.

viernes, 29 de marzo de 2019

La calle de la vergüenza

La panorámica de la gran ciudad durante los títulos de crédito.
Hoy he aprovechado la posibilidad que ofrecía el Zumzeig de recuperar “La calle de la vergüenza” (Kenji Mizoguchi, 1958).
Sorprende la música, discontinua, totalmente disonante, que suena durante la panorámica que recorre la gran ciudad durante los títulos de crédito. Acabados éstos, hay un corte y pasamos a unos planos de una calle de Yoshiwara, el distrito rojo, y más concretamente de una casa de la calle, donde tendrá lugar casi toda la trama y de la que apenas saldremos.
Corte a la calle de la vergüenza.
Nos vamos a centrar, pues, en el tema predilecto de Mizoguchi, puesto que rara es la película suya en la que no tenga intervención el mundo de las geishas, de la prostitución. Pero ésta es la película que cerró su filmografía, y algo ha evolucionado. Como se oye decir en la pantalla, las pupilas ya no aprenden a preparar el té ni estudian poesía y los rumores sobre una posible prohibición de la prostitución están más que presentes.
Las chicas del burdel.
Vamos siguiendo las historias de los diversos personajes del burdel: La desgraciada mujer que trabaja allí para sostener económicamente a su marido tuberculoso y a su bebé; la otra, ya madura, que con lo que gana ha podido pagar a sus suegros, una vez muerto su marido, el mantenimiento y educación de su hijo; la chica sin escrúpulos que se aprovecha económicamente de sus clientes gracias a su juventud y belleza; la recién llegada, Mickey, totalmente americanizada, descreída, que da la impresión de estar sólo pendiente de obsequiarse a sí misma con vestidos, complementos... y comida.
Una despedida de una de ellas, fuera del burdel.
Todo son historias razonablemente previsibles, en las que el melodrama popular parece ser el rey, como señala, en una frase que pronuncia una de las chicas y que he querido entender como auto irónica: “¡Qué asco! Esto parece un serial de la tele”. Pero el tramo final del film ofrece un par de cosas que, para mi gusto, lo elevan notoriamente y te hacen recordar su visión con gran satisfacción.
Una es una escena, para variar rodada en exteriores, que pasamos en un “Ombres Mestres” a iniciativa de Pau. Presenta ésta la cita en un ambiente hostil, en el exterior de una fábrica del extraradio, de la prostituta con su hijo, mudado a la gran ciudad para trabajar ahí, lejos de la vergüenza de un pueblo en el que todos saben a qué se dedica su madre. Vuelve a sonar la música del principio (que también ha sonado, por cierto, en una escena en la casa de la desgraciada pareja con bebé) junto a ruidos industriales, y todo lo que abarca el encuadre se puebla de vallas, enrejados, postes eléctricos y de otro tipo, que actúan para los sentidos como barreras insuperables o puyas clavadas dolorosamente.
El final de la cita entre madre e hijo.
La otra es, desde luego, ese sentimiento expresado en los planos finales de que no hay nada que hacer, de que nos encontramos en el reino de la fatalidad, condenados a repetir continuamente la misma historia. Sobrecoge pensar que concluyen con ellos, precisamente recalcando esa idea, los miles y miles de metros de las más de cien películas rodadas por Kenji Mizoguchi.
Y todo vuelve a rodar igual en la calle de la vergüenza.

El eclipse

En una de las escenas iniciales de “El eclipse” (Michelangelo Antonioni, 1962), que pasaron ayer en la Filmoteca, Mónica Vitti sale de su casa y su imagen se recorta sobre la de una torre de aguas con pinta de un hongo nuclear, como el formado por la explosión de una bomba atómica. Acabando la película, en un bar un personaje abre y lee un periódico. Unos grandes titulares hablan de la carrera atómica.
Una noche, el personaje de Mónica Vitti está en el piso de una vecina, nacida en Kenia, que tiene toda la casa decorada con imágenes y objetos africanos. Una de las imágenes muestra un grupo de leones descansando en medio de la sabana. Poco después, y de hecho en varias escenas, asistimos al desarrollo de una atropellada sesión en la bolsa. Los corredores de bolsa dan la impresión de ser una serie de animales salvajes luchando entre sí por su alimento.

Son sólo un par de asociaciones internas a que puede arrastrarte la contemplación de esta película, que ha entrado en todas las historias del cine como muestra de la eclosión de la modernidad en el lenguaje del cine.
Me he ido asombrando de la utilización, en toda la película, de los sonidos, como elementos que remarcan de forma muy potente las sensaciones que vierten las escenas. Eso ya es así en la primera, justo tras los títulos de crédito. Lo que captamos nada más surgir es el ruido de un ventilador. Con su funcionamiento agita las telas que visten a una pareja que, en esa sala de una hostilidad subrayada por el estrépito del ventilador, vemos que han pasado en vela la noche del loro: la de su separación definitiva.

En una primera sesión de bolsa que presenciamos, alguien se acerca a un micrófono, anuncia el fallecimiento de un empleado y pide un minuto de silencio, que se produce... con sonidos lejanos de timbres de teléfonos que van sonando sin que nadie los descuelgue.

En su perpetuo deambular, desconcertada por su situación anímica, por ese extraño barrio medio vacío, con varios edificios en construcción, y un montón de “no lugares”, Mónica Vitti se para junto a los mástiles de unas instalaciones deportivas, preparados para izar en ellos banderas. Mira hacia arriba, viendo el choque de las cuerdas con el metal, que provoca ese ruido que se da también en los mástiles de embarcaciones deportivas amarrados en puerto un día de viento.

Puedo pensar en algún “autor cinematográfico” jugando a Antonioni y paseando a su actriz -pongamos, por poner, a Marisa Paredes-, vestida de rojo, por un paisaje desolado. Pero lo impresionante es que Antonioni no imitaba, ni homenajeaba a nadie. Era él, siempre en un punto de vanguardia del lenguaje, lanzándose hacia adelante, hacia terreno desconocido, en medio de la desconsideración de muchos, pero seguido por unos cuantos incondicionales, que veían en él lo último, el camino nuevo.

martes, 26 de marzo de 2019

Barcelona al cinema. On és l'ànima del porc després de la matança

El año pasado di una de las conferencias del curso de la Societat Catalana de Geografia en el IEC. Fue “Algunes visions de la ciutat al cinema”. Y alguna de esas visiones de que hablaba el título debió caer bien, porque me encargaron preparar para este curso una nueva conferencia, como la anterior con fotografías y la proyección de alguna escena, en esta ocasión sobre Barcelona y el cine. Aquí se sigue, como puede verse, la tónica marcada por las grandes productoras hollywoodienses: como no fue del todo mal, me encargaron una especie de secuela. A ver, porque aunque no lo parezca, la cosa es en realidad bastante diferente. Yo me consuelo y me animo pensando que todo el mundo dice que la mejor de la saga de “El padrino” es la segunda.
Hoy ya he recibido la convocatoria con toda la información de la conferencia, que será el próximo jueves 11 de abril. La cuelgo aquí. Como es de entrada libre (hasta completar el aforo  ), se admiten y agradecen curiosos, a ver qué resulta.

Final portrait

Ha habido presentaciones de “Per amor a l’art”, el ciclo que la Filmoteca organiza desde hace años con el MNAC, en las que te desesperas. El presentador cree encontrarse ante una clase de teoría del cine o algo así, destripa la película hasta su final y se eterniza en su discurso, no teniendo en cuenta que quizás la gente haya ido simplemente a ver la película posterior, que puede ser ya de por sí larga.
No ha sido así hoy, por suerte, en la presentación de “Final portrait. El arte de la amistad” (Stanley Tucci, 2017). Lamento no recordar el nombre del miembro del staff de la Fundació Miró, porque la ha bordado. En media hora muy bien aprovechada, proyectando imágenes, ha ido definiendo las características de la obra de Alberto Giacometti, comparándola con la de Joan Miró, mostrando unas correspondencias que no sólo no huían de materia, sino que ayudaban mucho a la comprensión de la obra del artista, enmarcándola en las corrientes artísticas de su época.

Para redondear la tarde y pese a que creía que iba a salir echando pestes de la visión de la película, ésta me ha parecido una aproximación a Giacometti de lo más interesante. Sólo sabía que era una ficción, pero no un típico “biopic”, que le dicen ahora, y eso me aterraba, porque yo hubiera preferido mil veces un buen documental.
Jugando con el parecido de un actor, muy metido en su papel, como Geoffrey Rush, la película no sé si será fiel a la verdad del personaje -que creo que sí-, pero explica un montón de cosas sobre su carácter que, cuando menos, resultan muy verisímiles, y casan bastante con las informaciones que sobre él y su entorno me habían llegado.

Lo consigue centrándose en el retrato que, nos explica Jim, un escritor americano, le pidió un día Alberto Giacometti hacer sobre él como modelo. “Serán un par de horas, máximo una tarde”, le dice. Y luego la cosa se alargó... Sesiones haciendo de modelo le permiten a Jim y a nosotros como espectadores ver el mítico estudio y vivienda parisinos de los dos hermanos Giacometti, sus diferencias de carácter, las manías de él, siempre con una eterna colilla en la comisura de los labios, su manejo con el dinero, sus relaciones con su mujer, Anette y con una amiga prostituía que entre otras cosas le hace de modelo...
Esa determinación en únicamente seguir sin desfallecimiento esas sesiones y todo lo que las rodean es una apuesta que puede hacer para ciertos espectadores pesada la película, pero, sí se admite esa premisa, se recogen de ella una serie de frutos, y no es el menor dejar sentado el esbozo del carácter del pintor y escultor, así como sus métodos de trabajo. No es poca cosecha, para una película que, además, puede pasar por agradable.

El punto de vista (aquí el de Jim, el escritor americano, con el que nos identificamos como espectadores) es básico y me ha parecido que en los -escasos- momentos en que se perdía ese punto de vista, la película naufragaba.
Hay una segunda oportunidad para asistir a la sesión, o al menos al pase de la película, el próximo domingo, 31 de marzo.

sábado, 23 de marzo de 2019

Kubrick en casa

El formato es algo cicatero, porque una hora no da para mucho, pero, además de que luego le han añadido diez minutos, se ha de admitir que finalmente ha ofrecido buena parte de lo que podía dar de sí. Ha sido la conversación entre Jordi Costa, comisario de la exposición que sobre Kubrick hay ahora en el CCCB, y Vicente Molina Moix, el escritor, aquí presente como autor de un librito de los nuevos Cuadernos Anagrama que lleva por título “Kubrick en casa”. Todo ello, en el marco de una de las actividades del Kosmópolis del CCCB.
La primera pregunta que Jordi Costa le ha hecho a Mr. Molina -como le llamaba Kubrick- ha supuesto una respuesta que se ha extendido media hora, pero que ha explicado ya lo principal. Iba sobre cómo llegó a hacer el libro que ahora se presenta, aunque antes ha situado también en Barcelona buena parte de su también reciente novela “El joven sin alma. Novela romántica” (Anagrama), en la que unos jovencísimos “novísimos”, como él, traban conocimiento a través de su amor por el cine. Por eso un título finalmente desechado para la misma fue “Cinefilia”.

El librito sobre Kubrick lleva en su título eso de “en casa” porque intenta un retrato personal del director, al que conoció precisamente en su casa, en donde estuvo unos ocho días -“Take your time, Mr. Molina”- para los primeros trabajos de la traducción de “El resplandor”. Ya es bien sabido que Kubrick, “puntilloso de la perfección”, según Molina Foix, logró de la Warner que le permitieran organizar y supervisar a él mismo el doblaje de sus películas. Para dirigir los doblajes españoles escogió a directores como Carlos Saura, no acabó de conseguirlo de Víctor Érice, Mario Camus,... Y Carlos Saura, concretamente, fue el que presentó a Molina Foix como traductor.
Para asentar la fama de Kubrick como perfeccionista hasta la exasperación, ha recordado que para un único plano, sin diálogos, en el que Tom Cruise sólo debía cerrar una puerta, llegó a hacer la friolera de 123 tomas...

En la conversación ha explicado cosas curiosas sobre la personalidad y manías de Kubrick. Ha señalado que la familia obtuvo el correspondiente permiso para que fuera enterrado junto a su casa. Parece coherente con una persona de la que se sabe que intentaba no viajar nunca, razón por la cual se llegó a construir en el vecindario el decorado para representar una población de Viet-Nam. El mismo Vicente Molina Foix, además de ver la tumba de Kubrick en su segunda visita a la casa, tuvo la oportunidad de encontrarse aún con el laberinto de invierno, ya algo desmochado, de “El resplandor”.

Dobles vidas

Sí Mía Hansen-Løve, en su “Maya”, pese al constante tránsito para aquí y para allá de sus personajes, busca más bien la serenidad, su antigua pareja, Olivier Assayas, en su “Dobles vidas”, pre-estreno anoche en el Kosmópolis del CCCB, busca constantemente el dinamismo.
Hay en el film unas cuantas conversaciones de grupos, todos reunidos y concentrados en los butacones o sofás de una casa o incluso comiendo informalmente, no sentados en una mesa, sino siempre con el plato sobre las rodillas o a cuestas, en las que se oyen, soltadas por uno u otro, todas las posturas, los estereotipos, sobre el mundo de la edición (el libro frente al e-book, básicamente), pero también sobre otros temas de la actualidad “cultural”, como las mismas series televisivas. Assayas siempre ha estado interesado, según propia confesión, en no perder el contacto con la modernidad, en tener un pie en todo lo que se suscita en el mundo actual, y eso se ve en la atención a las polémicas suscitadas con esos temas, que te llegan a hacer pensar en un film “de mensaje”.

También ese supuesto “dinamismo” que quiere imprimir a esas escenas en las que se dice tanta cosa debe obedecer a esa querencia suya, pero la verdad es que, por ejemplo, ese rapidísimo cambio de plano de la frase de uno a la frase contraria de otro personaje, sin apenas dar tiempo de leer los correspondientes subtítulos, me da la impresión de que hace todo de una falsedad enorme. Al margen de que no suele darse una conversación con tanta densidad de frases definitorias, pues parece que todos hablen con frases de periódico, aportando todas las posturas, es bastante risible pensar como realista ese respeto de cada uno esperando que acabe su frase el que habla previamente para atropelladamente dar su opinión mediante otra frase lapidaria, pero siendo a su vez respetado su turno por los demás reunidos.
Es curioso, ahora que recuerdo, que las conversaciones esas sobre las disyuntivas en el mundo actual de la edición me han parecido que repetían todo lo oído previamente, en un coloquio que nos han endosado antes de dar paso a la película.

Los amantes cruzados, las dobles vidas del título, los equívocos que provocan las falsas identidades de la novela de “auto-ficción”, claramente esos abrazos del oso que recibe en la cama el personaje de Juliette Binoche,... Todo apunta a que nos encontramos, en realidad, ante una comedia. O, mejor, incluyendo todas esas disquisiciones sobre el presente y futuro del mundo de la edición, ante una farsa. Farsa que, pese a ello, a la que baja al campo de las relaciones personales, de los sentimientos o de la sinceridad sobre ellos, deja un cierto poso de tristeza.
Al final me ha parecido que, sin abandonar las situaciones de comedia, una localización idílica te llevaba a un final como el de “Las horas del verano” (2008). Parece bajar el tono directamente al de los sentimientos, ya un poco gastados, de los personajes y he visto, por un momento, la película que iba a ver.
En cualquier caso, qué placer acudir a la llamada de una película de Oliver Assayas, que sigue intentando un retrato de un mundo que, aunque se ve sofisticado y caricaturesco, entiendes tan cercano a tus intereses.

martes, 19 de marzo de 2019

Ondes de choc: Prénom Mathieu

“Prénom: Mathieu” (Lionel Baier, 2018) es el segundo episodio de “Ondes de choc”, la mini-serie suiza visible en Filmin, que va configurándose como altamente inquietante.
En ella juegan un papel importante las ropas, coches y demás elementos de ambientación. Se rememoran unos hechos acaecidos en el cantón de Vaud, en una zona que -se dice en la película- en 1995 quedaría cruzada por la autopista Lausana-Berna. En la primera escena sabemos que el adolescente protagonista, Mathieu, ha escapado por poco del destino de otros adolescentes como él. Ha salvado la vida, pero ha sido violado por su secuestrador.
Todo el metraje de la cinta, aunque presente las figuras típicas del policía y su ayudante en sus pesquisas, se centra en realidad en mostrar las repercusiones psicológicas de su agresión en él y su entorno. Pero, a la vez, viéndola, uno se pregunta si no será, a su vez, un análisis psicológico de un país y un tiempo.

lunes, 18 de marzo de 2019

Ondes de choc: Diario de mi mente

Me dijeron de su existencia en Filmin ayer por la mañana y por la noche ya vi el primero de sus cuatro episodios, que confirmó que estamos ante algo realmente especial. Se trata de la serie “Shock waves”, “Ondes de choc” en francés, su idioma original. Cuatro películas independientes, realizados por muy buenos realizadores suizos, como Úrsula Meier o Lionel Baier, todos con, como núcleo, según parece, un hecho violento, con lo que recuerdan, en cierto modo, unas cuantas series de TVE que, realizadas por también buenos directores en ese caso españoles, se emitieron hace unas cuantas décadas.
“Diario de mi mente” (2018), el primer episodio, dirigido por Úrsula Meier (la realizadora de “Sister” / “L’enfant d’en haut” -2012-), mantiene una fuerte tensión durante todo su metraje. Está protagonizado por Fanny Ardant, que hace de una veterana profesora de lengua francesa en una comunidad suiza romanda que ve tambalearse todas sus convicciones. Va manteniendo durante un buen rato unas acciones acrónicas y paralelas hasta coger un hilo síncrono único. Habla de la literatura, de los diarios personales y de los laberintos mentales en los que pueden encontrarse estas pasiones, porque pone en cuestión, de manera contundente, la relación entre la literatura y la vida. Me ha parecido de gran interés, dejándome claro que aún existe buen cine europeo, a seguir.

sábado, 16 de marzo de 2019

Master class de Andrés Duque

En la imagen, la familia protagonista de su último film, que ha ido a rodar nada menos que en Karelia, la región fronteriza con Finlandia.
No conocía “Date cuenta”, y sin embargo parece que la así llamada escuela auto-gestionada de cine lleva ya ocho años y programa cosas del interés de la de hoy, eso que llaman una “máster class” del cineasta Andrés Duque.
Ha sido en una sala muy grande del Pati Llimona, que ha ido llenándose poco a poco, es verdad que con el atractivo de ser de entrada libre. Él ha empezado empeñado en definir una tendencia dentro del cine documental, el “cine-ensayo”, para inscribir luego las cosas que hace bajo ese paraguas.
Para la definición de marras ha partido de una frase (“La ley más profunda del ensayo es la herejía”, Adorno, 1958. Eso le ha permitido definir al arte que le interesa como el reino de la desobediencia, en el que no se debe copiar si no es para tergiversar) y de nombrar la figura de un cierto padre de la corriente, Chris Marker, del que ha pasado alguna escena de su “Sans Soleil” (1983), precisamente aquellas en que hace una mención del “Vértigo” de Hitchcock, para extraer de ahí una de las bases de su cine.
Un momento de “Sans Soleil” en el que Marker habla de esa vertiginosa espiral del tiempo, visualizada en ese moño de Madeleine, que parece enlazarla con su antepasada Carlota Valdés.
Tras esta larga introducción se ha puesto a recorrer su filmografía, comentando alguna secuencia de cada uno de sus films, pero en sentido contrario, empezando pues por su “Carelia” (2019), que se ve se estrenará a finales de abril, pasando por la magnífica “Oleg y las raras artes” (2016) o “Color perro que huye” (2010) y acabando con “Ivan Z” (2004).
El cromo con la “Región inexplorada” que fascinaba tanto al Wilmore de “Arrebato” como a Iván Zulueta y Andrés Duque. De nuevo, el espiral del moño de Madeleine produciendo un vértigo incesante.
Me ha gustado cuando me he dado cuenta que absolutamente todas sus películas tienen un punto central de relación entre sí, que me había pasado desapercibido, y que pasa por un mundo mágico, bastante inesperado.
Dice ceder la visión de todas sus películas en la web Andresduque.com , aunque he entrado y parece que debes agenciarte antes una contraseña...

viernes, 15 de marzo de 2019

Maya

Hacía mucho tiempo que habíamos dejado la costumbre de ir al cine el día de estreno de determinadas películas. La experiencia nos ha resultado muy positiva y nos hemos dicho que, por mínimamente favorable que se ponga la cartelera, reincidiremos.
El ensayo ha sido con “Maya” (2018), de Mia Hansen-Løve. He acudido a verla sin haber leído nada sobre ella, y me he puesto a ver qué del film me lo acercaba a su realizadora. Al principio sólo era una cosa circunstancial: la chica que hace de antigua novia del protagonista me la ha recordado físicamente. Pero en seguida he empezado a ver cómo de llena de trayectos está la película y rápidamente he visto por ahí su mano.
Sus personajes están continuamente en tránsito, como para dar con un asiento que les cuesta encontrar. Eso es así muy lógicamente para Gabriel, al que acompañamos al otro lado del mundo, a la India, donde va para ver si expulsa de sí el trauma que acaba de sufrir. Pero también lo es con otros personajes del film (Maya, la madre,...), en continuo vagar a pie, en moto, coche o bicicleta. Por haber, hay hasta un viaje en tren con los mapas de las zonas de la India que se recorren sobreimpresionados.
Hay en la película música diegética (la canción a capela de la antigua novia), música diegética que se transforma en no diegética y luego ya, decididamente, música de ambiente, con una serenata de Schubert que se convierte en una especie de leitmotiv.
Y luego está Maya, claro. Que no se llama así por casualidad. Pero hay más: Está en un momento descansando con Gabriel en un pequeño montículo y le dice unas cosas -ahora no recuerdo cuáles- que me han transplantado a los razonamientos de esas tres amigas de “The river” (Jean Renoir, 1951) dejando atrás la adolescencia.
Tiene algo, no lo negaré, y eso sería negativo, de película típica “de viaje”, con apariciones, sospechosa e inverosímilmente casi sin gente, de unos cuantos y preciosos sitios turísticos del sur de la India, que influyen algo tópicamente, desde luego, en el estado de ánimo de los personajes. Pero no me ha parecido excesivo: hay un plano en el que vemos que la pareja se dispone a contemplar una puesta de sol igual que otros cuantos turistas, en un sitio que debe ser de esos que aparecen en las guías por este motivo. Pero el plano apenas si dura dos o tres segundos, sin refocilarse como sería de rigor. Mia Hansen-Løve nos ofrece sólo una discreta mirada impresionista.

1000 lunas

“1000 lunas” (Llorenç Soler, 2018) es otro documental sobre las fosas del franquismo. Tras centrar un poco el tema, se centra, de una forma sencilla pero muy eficaz, aprovechando Soler que vive buena parte del año en Calatañazor, en seguir todo el proceso de localización, excavación y exhumación de los restos de Abundio González, sacado con un subterfugio de su casa en El Burgo de Osma y fusilado por unos falangistas en una cuneta de la cuesta del Temeroso.

Tiene las características de muchos de sus documentales de última hornada. Hecho con cuatro cuartos, de forma directa, mezcla las acciones de la exhumación con las declaraciones de una nieta, vecinos o el antropólogo forense que recorre España siguiendo estos actos, quien nos da, indignado, unas pocas cifras de lo que ya ha presenciado: 500 fosas, 8000 esqueletos.

Es la propia voz en off de Llorenç Soler la que explica mínimamente, junto a algún rótulo, lo que no dicen ya las imágenes o los entrevistados, pero, sobre todo, quién recita, a veces en su coche, unos versos de José Ángel Valente.

Pasen y vean, para luego rememorar, las barbaridades que llegan a hacer, cuando van mal dadas, los humanos del vecindario. Parece que Abundio Andaluz no murió en el fusilamiento. Malherido, se dejó caer junto a los cadáveres de sus dos compañeros de infortunio. A estos dos los encontraron en una fosa comunal del pequeño cementerio de Calatañazor, pero a Abundio lo tuvieron que ir a buscar un kilómetro más allá del punto de fusilamiento, a donde llegó arrastrándose y donde finalmente murió tres días después. Todo el pueblo, cuenta el joven alcalde de Calatañazor, sabía dónde estaba enterrado. Un pastor lo debió encontrar y, apiadado de él, enterró su cuerpo, cubriendo el lugar colocando encima unas piedras en forma de cruz que señalaron el sitio durante 81 años, 1000 lunas.
Enlace al documental:

jueves, 14 de marzo de 2019

Noticia de Llorenç Soler


La Filmoteca había programado una sesión de homenaje a Llorenç Soler el pasado 21 de febrero, pero se coló por el medio la “huelga de país” y la sesión se aplazó hasta el próximo 4 de abril, día en el que me será imposible asistir. Quería una copia de una película suya para un asunto que tengo entre manos y lo he ido a ver.

Ha sido una conversación de lo más agradable. Tiene algún que otro problema de movilidad, pero sigue bien activo. Me ha pasado sus dos últimas películas que, siguiendo su costumbre, siguen dos líneas bien diferentes. Una de ellas se llama “1000 lunas”, haciendo referencia al tiempo que ha tardado su familia en dar, por fin, con los huesos de un fusilado, junto a otros, en un pueblo de Soria. Veré la película y la explicaré por aquí. Me ha explicado detalles escalofriantes ligados con el tema. La otra, “Memento”, sigue una línea muy diferente, también muy personal, confrontando imágenes y sonidos.

Cuando me iba, me ha dado un ejemplar de este libro, “De barro y oro” (Huerga y Fierro, 2017), que ha escrito centrado en su contacto con el mundo del toreo. Lo he ojeado y aparecen alguno de los maletillas que fueron protagonistas de sus “52 domingos” y “Cada tarde a las cinco”. Como le he dicho que se lo dejaría a un amigo al que le gusta todo esto de los toros, me ha pasado otro ejemplar para que se lo diera. El dibujo de la portada es del mismo Llorenç Soler.