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jueves, 16 de febrero de 2023

Le cinéma de papá

Claude Langmann y otro amigo del colegio

En “À nos amours” (1983), Maurice Pialat se rodaba a sí mismo en el papel de un peletero, que tenía su taller en el mismo piso que su casa, siguiendo el guión de su primera esposa, Arlette Langmann.
En “Le cinéma de papá” (1971; grabado en TV5Monde hace mucho), Claude Berri se rodaba a sí mismo probando varios oficios hasta dar con el de actor y viviendo con sus padres, propietarios de un taller de peletería en la misma planta.
El secreto de la coincidencia está en que Claude Berri hacía, con aires de comedia, un film autobiográfico, protagonizado por él mismo e Yves Robert en el papel de su padre, y Arlette Langmann era su hermana.
Los films de Claude Berri tenían un tono naturalista que nunca me acabaron de convencer y ponían nervioso a su cuñado Pialat, quien sacaba, partiendo de lo mismo, resultados bien diferentes, pero este “Le cinéma de papa”, con sus divertidas historias infantiles, su retahíla de nombres conocidos del cine haciendo un mínimo papelín y con la presencia de los incombustibles Attal y Zardi, tan admirados y empleados por Chabrol (¡cómo me gustaría tener un libro con imágenes comentadas de todas sus intervenciones en el cine!) da de sobras para una agradable primera sesión doméstica.

H. Langmann, padre de Claude, lee las críticas de la primera obra producida por su hijo al resto de su familia y al obrero de su taller de peletería.

Suzanne (Sandrine Bonnaire) en “À nos amours”. Discute en el comedor de su casa, mientras que en segundo plano se ve a su hermano trabajando en el taller de peletería.

Claude Langmann (Claude Berri) sentado en una escalera junto a Attal y Zardi.
 

jueves, 27 de agosto de 2015

À nos amours


Anteayer hablé del magnífico cofre de “A nous amours” (Maurice Pialat, 1984), con esa extraordinaria y conmovedora entrevista a su joven actriz, Sandrine Bonnaire, efectuada por Serge Toubiana veinte años después, y que merece ser vista repetidamente para, al tiempo que emocionarse, captar el juego que establecía el cineasta para hacer sus películas, mezclando lo escrito con lo vivido.

Pero no está de más hablar otra vez, aunque sea poco, de la película, que seguía y perfeccionaba el estilo “lagunar” que Pialat ya mostró en “L’enfance nue”. Cada una de las escenas que van apareciendo deben corresponder a lo que se decía eran “escenas privilegiadas”, pero uno saca la impresión de que las numerosas elipsis deben contener otras tanto o más importantes, que el espectador ha de montar en su cabeza.

Sorpresas inesperadas por parte de los actores preparadas astutamente por Pialat para obtener, más allá de lo ensayado, esa chispa en ellos, esos momentos de realidad que caracteriza a sus películas. La implicación del propio realizador en la ficción haciendo precisamente de la figura clave del padre de la protagonista. Una de esas comidas suyas tan reveladoras. Ese juego fantástico con el espacio de, en este caso, la vivienda-sastrería. La contagiosa sonrisa y alegría de Suzanne, que parece irse apagando a lo largo del metraje a medida que emprende la carrera sin límite de sus amoríos. Todo ello configura una película de las más hermosas, perspicaz a la vez que íntima, de este realizador tan especial, a considerar siempre como una figura esencial para el cine del final del s. XX. ¿Algún director de cine actual podría representar hoy, para nuestro disfrute, todo ese complejo papel?