jueves, 22 de agosto de 2019

La huella del crimen: El Járabo



Eso de la edad comporta que te interesen las visiones de ciertas cosas que maldita la gracia que te hacían en su día. Por ejemplo, esos SEAT 1500 alargados de los que disponían unos cuantos los grises, la policía armada. Se ven en el inicio del primer capítulo de la serie de Pedro Costa Muste, “La huella del crimen”, que parece se vuelve a pasar por la segunda cadena de televisión.

Después de comer, para hacer la digestión, me he visto ese primer capítulo, “El Jarabo” (1985), que realizó Juan Antonio Bardem y que me ha sorprendido positivamente con cómo efectúa el enlace con su primer flashback. Luego los siguientes ya son más anodinos, pero vaya.

Me ha resultado, sobre todo, bien ambientados esos años 50 en los que figura suceder los hechos narrados, como siempre relato de un truculento y sonado crimen. José Sancho interpreta al protagonista, siempre de una (engorrosa) enorme vitalidad ocasionada por su consumo de drogas. En sus andanzas se mete en un cine en el que Bardem coloca un NO-DO muy bien escogido (con Don Claudio y señora saludando en la Granja al cuerpo diplomático, seguido de unos bailes folclóricos), pero también en Chicote, en un cortijo con bailaoras de los alrededores de Madrid, cercano a la base de Torrejón, o incluso por unas calles y tiendas de la ciudad que cuando se rodó la serie no habían variado de aspecto casi nada respecto a las de finales de los 50.

Bardem introduce a un impagable compañero suyo del PC -Antonio Gamero- en un pequeño papel como taxista, de la misma forma que en la comisaría hace aparecer a un comisario ajeno a la Brigada de Investigación Criminal, alguien más cercano a sus conocimientos (un animal de la Brigada Político y Social). Incluso se permite hacer una broma que igual no es broma y es totalmente cierto, señalándose como compañero de clase en el Colegio del Pilar (donde creo recordar que sí hizo su bachillerato) del propio Jarabo y de Martínez Bordiu, el yernísimo
Para culminar el majo ambiente de una época no dejándote entrar en nostalgias idiotas, por el final aparece también un sórdido garrote vil, funcionando.

lunes, 19 de agosto de 2019

Péril en la demeure

El matrimonio examina al posible profesor de guitarra de su atractiva hija.
Siento una cierta debilidad por los films de un realizador denostado por los de los Cahiers du Cinéma, Michel Deville, y “Péril en la demeure” (1985), que pasó anoche por TV5Monde, recuerdo que fue uno de los que alimentaron esa debilidad.
Las razones (de lo mío, quizás también de lo de los Cahiers) pueden encontrarse fácilmente en el dinámico inicio de la película. En pocos minutos ya tenemos el primer encuentro entre la pareja adúltera (Richard Bohringer y Nicole Garcia), bajo los acordes en el tocadiscos del loft de una música de piano, ante la aparente pasividad del marido de ella (Michel Piccoli), o la sorprendente conversación sobre el color del vello púbico con la misteriosa vecina coja.
Si me atraen las películas de Deville es en razón combinada -y ésta puede servir de ejemplo- tanto de sus tramas argumentales como por por su tipo de realización y montaje, siempre en busca de vivacidad.
Sus tramas suelen contener historias románticas bañadas de suspense o situaciones típicas del género policiaco. Con diálogos y escenas que casi pueden resultar paródicas.
En cuanto al aspecto visual de las películas, lo que para mí más destaca son sus movimientos de cámara y cambios de plano rápidos, servidos por un montaje que busca sorprender y acelerar. Los films de Deville, y todo el principio de éste puede demostrarlo, rebosan de transiciones inesperadas, apuntes finales de secuencia sorprendentes, como aquí todas esas miradas a una figura que está allá lejos, detrás de una ventana, también observando.
Por otra parte, en “Péril en la demeure”, el que el protagonista sea un músico permite acercarnos con naturalidad (aquí casi siempre de una forma diegética) hacia un tipo de música clásica vivaz, casi juguetona (aquí Brahms, Granados y Schubert), siempre muy utilizada por Deville.
No sé. Quizás llegue a cansar que en ella todo sea artificio, que todo se vea colocado en su sitio para lograr esos efectos de los que hablo, y que quitado eso deje sin fondo alguno a personajes e historia. A ver si la veo de nuevo hoy para sacar una idea clara, porque anoche, pasada la ilusión de sus juegos eróticos y de acabado iniciales, entré en un cierto sopor que no sé si fue producido porque la película ya no sabía cómo desarrollar lo planteado o por haberla visto en una hora ya demasiado tardía, con el cansancio de todo el día encima.
Y la madre de la futura alumna acude acto seguido al loft del futuro profesor. Bueno: ésta de la imagen es la segunda visita, tras una inicial ya prometedora.

domingo, 18 de agosto de 2019

Le quatrième mur


De la otra exposición del Caixaforum basada en obras de la colección de La Caixa ("Una certa foscor"), que tiene piezas de Brossa, Perejaume y otra gente, me gustaría destacar "Le quatrième mur" de Pol González Novell.

Se trata de un pequeño film (proyectado en gran pantalla) que habla de un film que quisiera hacer y no ha hecho. Puede que haya bastante de realidad en lo que se oye en esa voz en off, y que parta de las ayudas a la producción que se dan en un festival de ese singular hotel de Cerbere que aparece en el film, como esa pintura semiborrada de un bar -Le Rayon Verte- de la localidad, y una pintura en una de sus paredes, "El rapto de Europa", de Serov.

Todo de una sugerencia la mar de hipnótica.

sábado, 17 de agosto de 2019

Tirez sur le pianiste


Siempre está bien volver a ver, aprovechando por ejemplo que la pasaban en la Filmoteca, “Tirez sur le pianiste” (François Truffaut, 1960). Como largometraje inmediatamente posterior a “Les 400 coups” (1959), quedó muy lejos de las expectativas de un público que había acudido a ver en masa esta última y permaneció luego siempre bastante apartada, en un callejón secundario. Y, sin embargo...
Sin embargo “Tirez sur le pianiste” contiene, en mi opinión, unas cuantas de las escenas más bellas de toda la filmografía de Truffaut, junto a algún tour de force de puesta en escena, y todo ello al lado de chistes visuales (¡que se muera mi madre si..!), un final a lo cine negro americano, acciones bufas de unos gangsters de pacotilla y sabrosas canciones de taberna (ese magnífico “Framboise” que canta Boby Lapointe).
Vamos a mojarnos. Como escenas bellas donde las haya, que además entroncan con características básicas del cine de Truffaut, yo señalaría esas finales en que vemos a Marie Dubois corriendo, a través de las ramas de los árboles y deslizándose por la nieve de esa colina con paisaje invernal. Pero aún más esa otra que siempre rememoro: Edouard Saroyan (Charles Aznavour) ha recibido una confesión de su mujer Thérèse (Nicole Berger). Se dice que debe reaccionar de una determinada manera, pero lo hace de una absolutamente contraria. Cuando se da cuenta que ha cometido un terrible error corre a subsanarlo, pero ya es demasiado tarde.
Los tours de force de puesta en escena yo los situaría, sobre todo, en esa escena de la prueba de piano en off de Edouard Saroyan, tras cruzarse con una chica que ha hecho lo mismo con su piano, enlazando en un vertiginoso racord con su éxito como pianista y su cambio de vida consecuente, así como en ese par de largos travellings en los que la cámara sigue en su paseo nocturno a la pareja formada por Lena (Marie Dubois) y Charlie (Charles Aznavour), él escuchando a su voz interior, pero sin acabar de dar rienda suelta a sus intenciones. En el primero de ellos nos podemos fijar en esa clarísima sombra de la cámara que ha rodado la escena. Y podemos empezar a elucubrar y discutir si, aunque quizás surgiera de un error inicial, Truffaut la dejó ahí en un insospechado avance de varias décadas a ese metacine producto de un director que quiere dejar constancia de su presencia como hacedor de la ficción.
Siempre, suelo decir, sacas algo nuevo de una visión de una película que creías tener muy presente. En esta ocasión ha sido ver cómo el personaje de Aznavour, triste de por sí, se encuentra en su vida con una mujer que tiene dentro de sí aún más tristeza y que dice cosas como que “cuando empieza una noche, ya no puede pararse”.
Una última observación: “Tirez sur le pianiste” confirma ese hecho tan presente en las películas de Truffaut: lo cerca que tiene la felicidad la desgracia más profunda.

jueves, 15 de agosto de 2019

Érase una vez en Hollywood


La intención era ir a media tarde al Phenomena. Aunque no había querido enterarme previamente de nada de la película me llegó que era un homenaje al Hollywood de su mejor época (aunque luego resulte que no sea eso) y pensaba que podíamos emular en esa sala una sesión de esas de verano con película de moda en cine moderno años 70 como, por ejemplo, el Iluro de Mataró.
No encontraba el horario de esa sesión, apareciendo sólo la de sobremesa y la nocturna, hasta que por fin descubrimos que era porque, como en los mejores tiempos el día de estreno, estaban agotadas todas las localidades. Así las cosas, decidimos ir, con mucha antelación, al Boliche, que no es ni mucho menos lo mismo, por mucho que conserve en la puerta de acceso los bolos que hacían de reclamo de la original bolera, pero nada más. Nada de nada de eso ni de la pista de Scalextric que le sucedió en el tiempo.
Yo iba a ver, realmente, toda una película como esos magníficos títulos de crédito iniciales, tras la entrevista televisiva en blanco y negro, con su Jumbo de la Pan Am con ese piso superior que tanto entusiasma a Alejandro Sales, con sus dinámicas músicas y sus maletas de colores. Y no es que después no haya escenas de esas, como la de la foto que cuelgo, pero están muy aisladas, dentro de otra cosa.
¿Y qué es esa otra cosa? Pues la fábula del cowboy ya roto, que eso no está mal de ser visto una y otra vez, pero también todo eso que hace de Tarantino un descerebrado seguidor del cine más infecto y un realizador que despierta pasiones cuando se adentra casi en el gore, manipula a consciencia o hace ver que la línea entre la genialidad y la demencia está en ocasiones bastante difusa.

lunes, 12 de agosto de 2019

Rojo


Ayer ya pasó la segunda sesión de “Rojo” (1994), en una sala Chomón de la Filmoteca a rebosar, y con ella se despidió el ciclo Kieslowski, que ha ido manteniéndose todo este verano. Como ya se había ido adquiriendo una cierta familiaridad con sus tramas, personajes y preocupaciones, sabe mal despedirse, en pleno agosto falto de propuestas, de ese lugar donde asirse.
Quizás haya sido la pieza de la trilogía “Tres colores” que más me ha satisfecho ahora, cuando en su día me hizo arrugar la nariz por el asomo del exceso en ella. Es curioso que no fuera entonces en el seguimiento de la partitura mientras suena en “Azul” la “Canción para la Unificación de Europa” a todo volumen, sino en esa tontería de infografia de antes de los títulos de crédito, con la que la cámara hace como si siguiera de forma veloz una llamada telefónica por el cable -incluido cable submarino- por el que circula. La escena me sigue pareciendo horrible, pero habremos de convenir en que, al margen de esto, la película no tiene otras salidas de tono.
Hay ocasión en ella para saludar y esbozar una sonrisa cuando aparecen viejos conocidos, con los guiños de la vieja que no alcanza a depositar la botella de vidrio en el contenedor, la cita a Van den Budermayer en la tienda de discos o no digamos esos cameos finales de los actores -y personajes- de los dos capítulos anteriores de la trilogía. Pero si algo va circulando y convenciendo, seguramente sea toda esa coreografía de historias entrecruzándose alrededor de ese magnífico Jean-Louis Trintignant, que parece, entre demiurgo y adivino, organizar unas vidas a las que también tiene acceso, con su inocencia, ese otro centro del film, Irene Jacob.
Es pensando en eso cuando caes en la cuenta de que los demiurgos son Kieslowski y Piesiewicz, los auténticos fabuladores que han ido creando todo ese mundo que ha desfilado ante los ojos y las mentes de unos espectadores ya no acostumbrados a ser abordados de esa manera.
En su día, en un tiempo mucho más proclive, aunque cueste apreciarlo, a la pulsión política, las películas de Kieslowski y Piesiewicz cautivaron al público de cine de autor, pese a las múltiples advertencias críticas (que ahora la verdad es que encuentro desatinadas, posiblemente cegadas por tratarse de polacos católicos) de estar ante propuestas reaccionarias. Ahora, tras ver precisamente “Rojo”, que se puede leer como cierre de algo para pasar a otra cosa, a mi me queda la duda de hacia donde nos habrían llevado el cineasta y su amigo guionista. La muerte del realizador tras haber finalizado la trilogía nos deja sin resolver la incógnita.

domingo, 11 de agosto de 2019

Jordá en Materiales por derribo

La portada del número 2 de la revista.
Se me había pasado por alto la aparición de esta revista de cine con forma de libro, “Materiales por derribo”. Ésta es el número 2, de abril 2019, y el primer número lleva por fecha diciembre 2018. Son textos que suelen tratar de temas alejados de la rabiosa actualidad cinematográfica, si es que eso sigue existiendo.
He pescado este número en el vestíbulo de los cines Méliès, y me lo he llevado para casa. El primer artículo que he leído, de un sopetón, es el que Javier Maqua dedica a Joaquín Jordá, que está muy bien y además aporta alguna información que me ha parecido muy interesante. Me da la impresión que puede tratarse de algo escrito por Maqua con motivo de la muerte de Jordá, con alguna anotación más reciente, que figura entre paréntesis.
“Númax presenta”: Joaquín Jordá recogiendo las respuestas a su “¿y ahora qué? que ha lanzado a los trabajadores de la fábrica durante la fiesta despedida de la experiencia autogestionaria.
Me gusta especialmente cómo ha visto el final (y toda ella) de una película como “Numax, presenta”, en el que Joaquim Jordá bailaba con los trabajadores que habían llevado la ocupación y autogestión de una fábrica durante dos años cuando sus patronos la iban a dejar morir: “Un réquiem, celebración de un final, de la muerte de un sueño, quizás de una época, la de la Transición. Un documento emocionante y reflexivo, el único que conozco, de las luchas obreras de aquellos tiempos”. O me gusta como habla de “El encargo del cazador”: “En cierta manera, el certificado de defunción de la Escuela de Barcelona y la ‘gauche divine’. Otro réquiem.” O la mirada con la que recorre la vida y las películas de Jordá.
Jordá no haciendo ascos a un canutillo que le pasa en la fiesta una trabajadora.
En cuanto a informaciones de primera mano, una anécdota muy curiosa, que no conocía: “Ideó un seudónimo, Lord Douglas, que usamos a dos manos, para escribir crónicas deportivas en el efímero diario Liberación, donde su antiguo compañero de la EOC, Manolo Revuelta, se las veía y deseaba para defenderlas ante los encargados de esas páginas”. O lo que explica de que prepararon en quince días (Maqua la parte científica y Jordá el resto) una primera versión del guión de “Monos como Becky”, del que después Pérez Giner hizo abjurar a Maqua.
En la jarana final.

Echa muy buena pinta esta revista, que parece editada por David Pérez Merinero. A ver los otros artículos. En cualquier caso, ahora que ya no se hacen cosas de éstas, casi seguro que volveré para buscar y poder leer también el número previo. Espero que no llegue tarde y la revista tenga continuidad.
El bailoteo. Jordá es el de camisa azul que evoluciona por el final.

sábado, 10 de agosto de 2019

Terrícoles


Grabo por norma todos los “Terricoles” de Betevé. Una rareza dentro de la televisión actual. Durante casi media hora un periodista entrevista, sin cortes, sin público, sin más música que la tonadilla que avisa estamos en el último minuto del programa y que hay que ir acabando.
Este verano, a falta de otro material, estoy haciendo un buen vaciado de las entrevistas grabadas y acumuladas. De la mayoría, confieso, veo unos pocos minutos para eliminarlas a continuación, pasando a otra, porque no me interesa el personaje entrevistado o el tema del que se habla. Con el tiempo ya has escogido a tus entrevistadores preferidos, que consideras fiables, y vas viendo que son sus entrevistas las que más posibilidades tienen de ser oídas hasta el final.
Ahora he descubierto una nueva entrevistadora, muy seria, que leo -¡sonaba extraño en una periodista tal grado de conocimientos!- es profesora de la UB. Se trata de Begoña Román, y le he oído ya toda una baratería de entrevistas sobre variados temas filosóficos. Soy un completo lego en la cuestión, con lo que entiendo de la misa la mitad, pero me quedo satisfactoriamente embobado, con la boca abierta, intentando seguir ese apasionante partido de tenis en el que ella solo deja verse muy de tanto en tanto mostrando un camino al invitado, al que deja expresarse en plenitud.
Los programas suelen poderse ver un tiempo en la web de la emisora. Ahora, por ejemplo, está visible éste en el que entrevista a un matemático, Joost Joosten, que da clases de Lógica en la Facultad de Filosofía, y que acabo de revisar ahora. Si alguien quiere entrar a verlo y oírlo, este es su enlace:


 

viernes, 9 de agosto de 2019

Menina



Empieza en una fiesta de la familia y vecinos portugueses celebrando el 25 de abril que deja conocer a los personajes, y sobre todo a ese padre desmedido (al que no te acabas nunca de creer, con ese afán de dibujar en él a todo un personaje) y cuando acaba, dramáticamente, unos meses después, la protagonista -la niña Luisa Palmeira-ve que en el cielo estallan en mil pedazos los cohetes del los fuegos artificiales de otra celebración, la del 14 de julio.

Así, “Menina” (Cristina Pinheiro, 2017, vista en TV5Monde), recorre también de su principio a su fin uno de esos vaivenes continuos entre el Portugal que quiere mítico la realizadora (hija de inmigrantes portugueses a Francia) y la Francia de su adopción. Entre el portugués que sale irreprimible de labios de sus padres y el francés que, con poema de Blaise Cerdrans recitado incluido, domina la niña, ya integrada en la sociedad de acogida. El de la película portuguesa que no es y la real película francesa con, como tema exótico buscado lo portugués, que es.
Con la desembocadura del Ródano como escenario, siempre viéndose todo bajo el punto de visto de la niña protagonista, quizás se note demasiado, para mi gusto, esa acentuación de la diferenciación del mundo inmigrante portugués -esas pintorescas viviendas con mucho de provisionales-, del mundo poético de la infancia -he pescado hasta algún contraluz que se quiere hermoso y me resulta de lo más forzado-, de la nostalgia del Portugal perdido, que impone ávida a sus personajes su realizadora, ávida de sacar adelante un tema que pueda asociar con sus orígenes.
Durante su visión iba pensando cómo habría hecho la película un realizador portugués de la nueva hornada, no forzado por él mismo, como Cristina Pinheiro, a encontrar un tema “personal”. Yo diría que “lo portugués” habría estado mucho menos en primer plano, resultando entonces mucho más auténtico.

martes, 6 de agosto de 2019

Radiator


El piso de mis padres sería, para los standards de hoy en día, grande, pero entonces, pese a que tenía comedor, sala de estar, dormitorios aproximados para todos, entrada, cocina, despensa, cuarto de baño y aseo, altillos y hasta una considerable terraza, nos resultaba pequeño.
Detrás del sofá en L de la sala de estar, bajo la estantería de la biblioteca, mi madre tenía guardado todo un archivo de las cosas más variopintas en unas enormes y viejas latas de galletas británicas, señaladas con unas etiquetas numeradas que casaban con el índice situado en la carpeta del cajón del secreter. Hasta ahí bien. De hecho, el cajón del secreter donde se encontraba la carpeta con el índice me parece que entraba bajo la jurisdicción de mi padre y lo regía un cierto orden. El de mi madre era otro cajón, el más amplio, y mejor no ver el galimatías de hojas, sobres, libretas, etc, todos escritos y llenos de sus notas manuscritas, que reinaba en él. Era también la responsable del armario de las herramientas y recambios, que acumulaban piezas para cubrir cualquier percance, aunque a efectos prácticos nunca solucionaban la papeleta.
Por su parte, mi padre era más ordenado, pero su costumbre de guardarlo todo (el llevaba la gestión contable y financiera, digamos) llenaba un considerable espacio, ocupando además armarios enteros con su colección de sellos, al tiempo que detalles como esas piedras que recogía porque le gustaban y guardaba en la bandeja de su gabán de noche me dejan claro que tampoco era persona de casa con apariencia de vacía.
Con todo esto no quiero comparar el piso de mis padres con la casa del Lake District saturada de objetos y pasto de los ratones de los protagonistas de “Radiator” (Tom Browne, 2014), que grabé en Sundance Channel y he visto esta tarde. Ni mucho menos comparar a mis padres con esa pareja anciana de la película. Simplemente dejar constancia de que siempre hay elementos de identificación, aunque sea en pequeños detalles.
En la película, Daniel deja su trabajo de pedagogo y se dispone a echar una mano a su madre en el cuidado de su padre, que ya no se vale por sí mismo. Pronto ve que allí los dos se han dejado ir sin actualizarse con los tiempos y que él ha instaurado una dictadura de difícil conversión, como difícil es lograr el cambio de costumbres de la pareja, que precisan no mover un ápice ninguna pieza de ese enjambre.
En una escena en que Daniel, desmoralizado con el poco éxito de su empresa, enfadado además por otros motivos con sus padres, regresa a su ciudad, tenemos oportunidad de ver su apartamento y, de esa forma, apreciar que mucho de lo de sus padres que quisiera, mostrándose incapaz, corregir, se le ha pegado a él mismo. Porque, por si alguien no había aún reparado en ello, los hijos reproducimos, queramos o no, un montón de cosas de los padres.

lunes, 5 de agosto de 2019

14 - Fabian road


Sesión de tarde. Empiezo a ver, con desconfianza, “14, Fabian road” (2008). Tejida de tal forma que deja ver enseguida que es obra de un guionista. Es la última película de Jaime de Armiñán, quien, pasados once años, se hace difícil pensar que saque ahora ya una nueva.
Cifras: la pasaron anoche en la 2 y, después de eso, esta sobremesa, tras verla, he constatado que en Filmaffinity tiene una nota de un 5,5, promedio de 86 votos. Para tener una idea comparativa, “Dolor y gloria”, el último Almodóvar, tiene en esa web una nota de un 7,2, promedio de 11.438 votos.
Más cifras interesantes. Con tan pocos votos, podría pensarse que no se estrenó (aunque, de hecho, parece que en 2008 se pasó en el Festival de Málaga, enorme contenedor del cine español, donde obtuvo un premio...al mejor guión). Pues bien, hago inquisiciones en la web del Ministerio y sí consta como estrenada (aunque quizás sólo a los efectos de recibir alguna subvención): el 7 de noviembre del 2008. Ahora el pase televisivo (si no formaba parte de la producción: no me he fijado) le ha debido suponer unos buenos ingresos, porque lo que son los resultados de taquilla desde entonces son de los que causan impresión:
-Recaudación: 173 euros
-Espectadores: 37

Pero ¿es tan mala “14, Fabian road”? A mi no me lo parece. Yo diría que debería tener un honroso sitio entre ese tipo de cine que se hacía por aquí en los años 90, como el de Mario Camús, gente así. A mi personalmente me gusta más que otras películas posteriores al “Mi querida señorita” que he visto de Armiñán y -ahora diré una blasfemia- su visión completa hasta me ha resultado más satisfactoria que la de la tan elogiada “Dolor y gloria”.

¿Por qué? Porque aún siendo lo que considero una película de guionista, no cae en la blandura de otras películas de Armiñán y, filmada más que correctamente, va dando unos tumbos a base de revelaciones argumentales que la alejan de la gran cruz de muchas películas, que te las conoces de principio a fin antes de verlas.
Aparece Ángela Molina en ese papel suyo de haber vivido otras vidas (que nosotros llegamos a intuir viéndola en tantas películas por las que arrastraba su cuerpo y su voz rota). Aparece Ana Torrent, que parece regresada de esos cursos norteamericanos por los que anduvo cuando decidió seguir carrera como actriz. Y aparece Omero Antonutti, aquí un personaje secundario, hijo de una niña de Rusia, que fue locutor de Radio España Independiente en Bucarest y ahora emite desde el hotel refugio escenario del film unos programas que son continuos homenajes a los héroes soviéticos, a la Internacional y a Prokofiev, que suenan con prodigalidad. Me da que Jaime de Armiñán se acercó con interés al personaje, identificándose con su deseo de convertirse en luz de estrellas.

sábado, 3 de agosto de 2019

El hombre lobo


“El hombre lobo” (George Waggner, 1941) es de esas películas que se inician con la buena costumbre, casi olvidada, de presentar imágenes de los actores -con sus nombres- en sus papeles. También de esas otras que empiezan abriendo las páginas de un libro para leer en él (antes las cosas se aprendían de los libros) algún tema. Aquí se trata de la licantropía.
Ya en harina, vemos a Lon Chaney Jr., un tanto fondón para su papel, recién llegado después de una larga ausencia al castillo familiar, donde se encuentra con su padre (que dirías que casi podría ser por edad un amigo suyo). Pero la ligereza y la gracia del film está en cómo prueba un nuevo y potente telescópico, no apuntando a las estrellas, sino hacia el pueblo vecino y es así como ve a una chica, en una ventana, que le deja impresionado y sale a conocerla.
Por lo demás salen gitanos -y gitanas- de carromato y mucho rato un bosque por donde evoluciona el hombre lobo de noche, entre unos cuantos árboles de decorado y mucha niebla por el suelo para infundir misterio.
En estas películas con una bestia y una bella suele ser esta relación la que enternece y te hace recordar el film. La bestia suele hacer, por amor, un sacrificio enorme, que te emociona como espectador, porque ves lo humano que reside en el cuerpo del monstruo. En ésta no sé si era que Lon Chaney Jr. no tenía la flexibilidad de su padre, pero el caso es que cuando era lobo, era un animal muy animal, sin pizca de sentimientos amorosos o de otro tipo.
La grabé de TCM hace un tiempo, pero qué casualidad que veo que la vuelven a hacer esta noche, ya madrugada de mañana.

La doble vida de Veronica


Voy siempre al cine con una libretita en el bolsillo delantero de la camisa y un Pilot con el que escribir en ella. Cuando hay algo en la película que me sorprende o me llama la atención, cojo la libretita, abro el capuchón del Pilot (momento en que, como sobre todo al cerrarlo, es irremediable haga un pequeño ruido que siempre tengo miedo moleste a mis compañeros de butaca) y anoto algo, a oscuras. Luego veo que lo anotado se ha convertido en extraños y ondulantes gusanos negros sobre fondo blanco, formados por palabras o frases cortas con las letras comiéndose unas a otras. Algo de muy difícil comprensión, vaya.
Ayer, tras la visión en la Filmoteca de “La doble vida de Verónica” (Krzysztof Kieślowski, 1991), que supuso la transición del realizador de Varsovia a Paris -de la misma forma que hay en la película una transición entre las Verónicas de esas dos ciudades-, tuve bastante suerte, porque ahora he llegado a entender todo lo que anoté. Aclaro: entiendo las frases o palabras que escribí, no del todo por qué lo hice, pese a lo claro que lo tenía en ese momento. En vez de hablar de la película, de la que quizás no sabría decir poco más que propugna la existencia de relaciones espirituales entre las personas más allá de las que ofrecen los sentidos inmediatos, hoy únicamente transcribiré lo escrito (sólo en algún caso añadiré entre paréntesis alguna aclaración posterior). Eso ofrecerá, creo, una nota impresionista sobre el film. Quizás lo que, más que otra cosa, requiera:
-Se queda sola cantando (bajo la lluvia)
-Cámara carrera (ella detrás de una valla vegetal: los travellings de Kieslowski)
-Viaje tren bola cristal (y en ella un paisaje invertido: foto). Futuro. Un aviso moría.
-Crisálida (a la que le salen las alas y da pie a la mariposa)
-Compositor holandés clase (me juego algo que se trata de Van der Budermayer: en una próxima visión del film debería fijarme si ese nombre está escrito en la pizarra. Antes, por el pasillo hacia la clase, otro travelling Kieslowsky).
-Iluminación.
-Recibir correo (y la emoción correspondiente).
-Saber todo de ti. (Propósito confesado y en el film cumplido)
-Colores cálidos.
(Como es una película de sensaciones por encima de otra cosa, como digo, no está mal dejar anotadas solo alguna de las claves de esas sensaciones)

viernes, 2 de agosto de 2019

I Vitelloni


Pues al final resultará más que fundamentada la fama de niño terrible de la crítica que adquirió rápidamente François Truffaut. Véase, para probarlo, lo que escribió sobre la para mí muy apreciable "I vitelloni" (1953), según he leído en el libro recopilación de las críticas que hizo para la revista "Arts":
"La película, rodada por el célebre guionista de 'Il miracolo' (episodio de 'L'amore'), Federico Fellini, habría podido ser escrita y realizada por los vitelloni, dado el grado de desidia y blandura en la concepción de su guión y de su puesta en escena.
A pesar de todo, 'I viteloni' es un film agradable, porque en Italia los actores son lo bastante espontáneos como para salir victoriosos de una dirección de actores inexistente, los paisajes lo bastante puros como para ser fotogénicos a pesar de un director de fotografía apresurado, el buen humor lo suficientemente comunicativo como para traspasar por si mismo la pantalla e instalarse, como si estuviera en casa, en la descansada mente de los espectadores más exigentes".

jueves, 1 de agosto de 2019

Aurora Gasull al CCCB


Itziar González y Aurora Gasull en la presentación de la “Pantalla Interior” del CCCB dedicada durante todo el mes de agosto a ésta última. Detrás se aprecia evolucionando a “un senyor de Cardedeu” de Dani Ensesa en su “Divertiment” (2009), con música de Djiango Reinhardt.
Viendo sus piezas me preguntaba ¿cómo debe hacerlo? Me la imaginaba delante de su ordenador, ensayando algo, luego haciendo una pequeña variación en función del resultado, más tarde otra prueba, y así no una o dos sino cientos, para cada elemento de cada una de ellas.
No es que el enorme hall del CCCB sea el lugar idóneo para verlas. Las piezas de aurora Gasull piden a gritos un local íntimo -aunque puede ser grande si la pantalla lo acompaña-, insonorizado, forrado de una espesa moqueta negra. Un sitio donde entrar y disponerse a ver y a oír, aquí fundidas estas funciones en un único sentido, sin que nada del exterior, ni luz ni ruido, si no son nuestros mismos sentimientos apelados desde la pantalla, nos perturbe.
“Sonades a la calor del foc” (2010), sobre música de Mestres Quadreny.
Ídem

El hall, feo, destartalado, lleno de ruidos de la gente que va hacia el mostrador y de ahí a las exposiciones del Centro, es todo lo contrario y, aún así, recomiendo vivamente que durante este mes de agosto que hoy se inicia se acuda al CCCB, se entre en el patio, se deje para después la observación de todos esos críos ensayando movimientos de baile ante su reflejo sobre el cuarto muro (el de cristal) del mismo, se baje hacia el subterráneo (han habido siempre “caves” no emparentadas con el infierno, como las jazzísticas del Paris de los existencialistas) y, llegando abajo, se gire hacia la izquierda, se avance entre sillas colocadas para la ocasión hasta lo más cerca posible de la pantalla, para envolverse con su contenido, y se observen las siete piezas. Se les “preste atención”, como dice Itziar González en el programa que hace Aurora Gasull, pues nos está prestando a nosotros la atención que ha puesto ella en la música que sigue e ilumina con sus geometrías. Y hay que aprovecharlo.
También dice otra cosa, bueno, bastantes más, en su escrito Itziar González. Cosas como, haciendo gala de su afición a jugar y sacar interpretaciones muy pertinentes y poéticas de las palabras, lo revelador del nombre de la artista, Aurora. O como el paralelismo que traza entre sus trabajos y sus acciones como la violoncelista que dice su biografía fue.
De “A smile” (2016), sobre música de Messiaen.
Eso me hace ver que he indicado mal el circuito hasta la pantalla. Recomiendo antes de girar a la izquierda hacerse con un programa de mano que hoy estaba puesto a la entrada, a la derecha. El programa servirá luego para llevarlo a casa y leer atentamente el texto introductorio del que hablo y -si no se hace durante el segundo o tercer pase de la aproximadamente media hora de función- los que la misma Aurora Gasull ha escrito para explicar cada una de sus piezas. Pero antes, sugiero que se utilice, de poder ser, para entrar en contacto de verdad por el orden en que están colocadas las diferentes composiciones del programa, que es su orden cronológico de creación, desde el 2003 hasta 2018.
No estoy diciendo que vaya a mejor y que, por lo tanto, las primeras piezas sean prescindibles, porque hay entre ellas unas magníficas, que yo seleccionaría entre las mejores. Pero está interesante ver ese proceso que me ha parecido distinguir hacia, por un lado, la abstracción, por otro, la -dificilísima- simplificación, hasta llegar finalmente a la absoluta perfección que son, para mi gusto, estos 2 minutos 54 segundos de su “Estudi Cromàtic”, que ha elaborado a partir del Preludio I (BWV 846) de J. S. Bach. Un estudio cromático que vemos que se inicia con un punto blanco que crece a línea blanca sobre negro, para vibrar en múltiples sinusoidales blancas y acaba, después de todo el abanico de colores, también en otras blancas, para apagarse mediante justo el proceso inverso.
¿Cómo debe hacerlo Aurora Gasull? A Itziar González, según ha explicado, le sobrevino esa misma curiosidad y, siendo vecinas, acudió a ver cómo iba moldeando una pieza. En el texto explica lo que, groseramente, explico ahora aquí. Parte de un estado de quietud, de una posición, y del siguiente. Y entonces determina cómo será el movimiento entre ambos. Parece fácil, ¿eh? Pues anda, a probarlo. Y suerte...
Y del “Estudi cromàtic” (2018) sobre un preludio de Bach. Pero mejor acudir al enlace que he incluido en el texto, para poder apreciar en su totalidad esta maravilla.


Rimbaud: le roman de Harar

Son fotografías viejas, deterioradas. Muy lejos queda, doblemente, la mucho más definida, que es la que más nos ha llegado y la que, precisamente le definía como poeta (tercera imagen). Pero esa etapa acabó cuando tenía 19 años.

A los 27 años Arthur Rimbaud desembarca junto a sacerdotes, diplomáticos y exploradores en Adén (cuarta imagen) A lo lejos, distingue las montañas de Abisinia. Llegado a Harar (quinta imagen), dos nuevas etapas. Una primera de geógrafo (escribe un informe para la Sociedad Geográfica: primera imagen), pero acaba siendo traficante de armas (segunda imagen).

TV5Monde pasó “Rimbaud: le roman de Harar” (Jean-Michel Djian, 2015), que se vale de mucho interesante documento y de las declaraciones de Edgar Morin, Philippe Sollers y otros expertos para explicar su etapa africana. La he encontrado en este enlace, pero lamentablemente sin subtítulos: