viernes, 31 de agosto de 2018

Moderato Cantabile

Un grito se oye en la vecina clase de piano. Corresponde a un crimen pasional, que lo variará todo.
Ordenando cosas he dado con unos ficheros que llevaba cuando era joven, repletos con una ficha por cada película que veía. Escribía en ellas su argumento, los nombres de todo el equipo artístico y técnico (todo ese pesado trabajo para intentar atar cabos que el mundo digital hizo innecesario), una nota a base de estrellas y de vez en cuando algún comentario valorativo que, como sólo iba dirigido a mí mismo, era, visto ahora, cómicamente sincero.
Los paseos de Anne con su hijo junto a la Gironda.
He buscado en ellas “Moderato Cantabile” (Peter Brook, 1960), la película que anoche fui a ver a la Filmoteca, y he constatado que la había visto en 1972 y que le había puesto entonces una nota relativamente buena, pero escribiendo sobre ella esta cosa tan inocente, que denota que sabía de la fama de sus autores y no me atrevía a criticarla directamente: “Está bien, incluso muy bien, pero se me hizo algo pesada.” En esto último coincidía con los comentarios del público típico de la Filmoteca (jubilado, algo fanfarrón, que quiere dar a conocer a los conocidos y desconocidos su opinión pontificando), expuestos con resultado unánime en el ascensor.
El núcleo del pueblo, junto a la Gironda y las instalaciones industriales de las que vive todo el pueblo.
Véase que yo me aparto orgullosamente de esa algo despreciativa definición efectuada de público medio de la entidad, porque, contrariamente a lo que decía la ficha, y para confirmar las montañas rusas que son las valoraciones de una película con el tiempo, la película me convenció esta vez desde su principio hasta su final. Es más: de todas esas notorias películas de los años 60 que he visto recientemente, ésta es la que, para sorpresa mía, más me ha convencido.(Para amantes de la pequeña historia local, entre paréntesis, diré que en la ficha luego añadía: “Por otra parte, el Alexis ya no es lo que era antes. Está siempre llenísimo. Habrá que ir por la mañana.”
Una entrada, intrigada, para ahondar en la historia de detrás de ese crimen, en el café.
No distingo demasiado la mano de Peter Brook en ella. Sólo, quizás, la acentuación de la gruesa barrera de clase existente entre Anne (Jeanne Moreau) y el resto del pueblo, dependiente totalmente de un trabajo en la gran fábrica dirigida por su aristocrático, despreciativo y déspota marido. Varios travellings panorámicos también imputables a él recorren la película. Mediante ellos la cámara sigue una barandilla o, las más de las veces, la orilla de la Gironda, por la que pasean una y otra vez los protagonistas, bajo un cielo plomizo y ambiente invernal a los que él ya les va viendo su fin, mientras ella sabe que seguirán eternamente.
Añadir leyenda
Pero a quien sí se detecta y visualiza en seguida es a Marguerite Duras, a la sazón co-autora del guión basado en su propia novela. Ella está ahí en este film a la vez tan literario, en ese ciclo perfecto entre dos gritos, ese corto paréntesis de la vacía vida de dama del provincIano castillo. Cuando la pareja (con Jean-Paul Belmondo) empieza a verse, con riesgo de aparecer en todas las habladurías del pueblo, él le dice a ella una historia inventada, que irá luego matizando, ampliando y reforzando. Ahí la película es ya Duras puro.

jueves, 30 de agosto de 2018

En presencia de un clown

Ingmar Bergman, quien mentía diciendo que no le gustaba salir en sus películas, a la derecha, en el pasillo del frío hospital psiquiátrico.
"Apágate, candela efímera, apágate.
La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre actor
que se pavonea y se agita una hora en escena,
y al que después ya no se le oye. Es una historia 
contada por un idiota, llena de ruido y de furor,
y que no quiere decir nada."

"Se pavonea, se agita" viene a ser el título original de "En presencia de un Clown" (1997), con la que se cerró ayer (bueno: la vuelven a poner mañana viernes) el ciclo Bergman de la Filmoteca, que nos ha alimentado este verano. Y está sacada de ahí, de la quinta escena del "Macbeth" de Shakespeare.
Carl poniéndose en el gramófono una y otra vez ese lied del "Viaje de invierno" de Schubert.
El Clown, el Clown blanco es, queda claro, la muerte, que anda rondando al protagonista, que no es otro que el tío Carl de Ingmar Bergman, el que apagaba un candelabro de cinco velas a base de pedos en "Fanny y Alexander".
Por primera vez quise ir ayer habiendo leído algo de la película. Como acudí a "Imágenes" y no habla de ella (lo escribió antes de esta realización para la televisión), he buscado por casa y he encontrado una magnífica entrevista de Stig Björkman con Bergman para el Cahiers du Cinéma de mayo 1998, poco después de su pase por el Festival de Cannes. En ella explica que "estaba absolutamente persuadido de que iba a morir" y que, por otro lado, tenía la historia de su tío Carl, que recorría Suecia con su novia organizando sesiones de linterna mágica. "Quería desde hace mucho hacer algo con ella. Y entonces esa sensación de la proximidad de la muerte me ha empujado". Y acaba la reflexión: "Más tarde, desgraciadamente, se ha demostrado que mi sensación era correcta. Sólo que no se trataba de mí, sino de mi esposa, Ingrid. Ésta es la historia que hay detrás de 'En presencia del Clown'."
Una conversación muy parecida a la de Selma Lagerlöf en "Creadores de imágenes".

Con esta historia y otras precisas indicaciones sobre la película me he encaminado a la Filmoteca. Quizás sea malo ir tan advertido sobre lo que vas a ver, porque, aunque sea cierto que la idea de la muerte preside todo el film, con ese leit motiv del último lied del "Viaje de invierno" de Schubert sonando constantemente, quieras que no te haces una emocionada idea de cómo se va a desarrollar la cosa y lo que acabas viendo nunca resulta ir por el camino trazado en tu cabeza.
La hora del cine

Así, esa primera parte de la función, con Carl (un Börje Ahlstedt que ciertamente forma parte de la última troupe de actores de Bergman, pero encarnando siempre esos papeles ácidos, nerviosos, que representan una de las facetas más desasosegantes del realizador) sintiéndose identificado con el Schubert agonizante en el frío hospital psiquiátrico, me ha dejado algo insatisfecho. Pero, por suerte, la película tiene dos giros dramáticos y formales totales. En uno pasa a tener su protagonismo el cine, a partir de la base de esa supuesta tournée por el país de los personajes para enseñar ese invento del cine parlante. En otro, con un ambiente de una misma calidez, ese protagonismo pasa, bellísimamente, al teátro. Y, como dice un espectador en la trama, "se ha de decir que el teatro ha quedado mejor que el cine".
Inutilizado el cine por un incendio, los espectadores son compensados con una representación teatral del tema.
En la misma, estupenda, entrevista de que hablaba, Ingmar Bergman explicaba que si a esas alturas se metía en un proyecto de ese tipo, era porque el placer era determinante, "un placer muy ligado a los comediantes". Y seguía: "Tengo ganas de estar con ellos, ganas de ver lo que llegan a hacer con lo que he inventado".
Una espectadora lanza una importante proclama.
A nosotros, sus espectadores, ahora que, tras seguir el ciclo que ha permitido revisar buena parte de sus películas sabíamos reconocer a sus actores, notar la presencia de sus constantes y, con ellas, de sus manías y demonios; que, por ejemplo, nos reíamos cada vez que aparecía, como aquí, ese horroroso elemento de atrezzo consistente en un sol sonriente, o estábamos ya familiarizados con las Karin, los Egerman, Vogler o los Jacobi, con el final del ciclo, y con la muerte de Ingmar Bergman hace ya más de diez años, se nos acabó esa enorme felicidad de ir a ver con emoción lo que llegaba a hacer con cada nuevo film. Una tragedia.
El horroroso sol de atrezzo, que ya hemos detectado en tres o cuatro películas.

lunes, 27 de agosto de 2018

Ombres mestres VIII




Ya sé que es mucha antelación, pero esto del verano, por si no os habéis dado cuenta, está dando signos acelerados de que toca a su fin. Y cuando el verano se acaba, se entra en una vorágine que lo arrasa todo.
Antes de que eso ocurra, me gustaría aprovechar ese momento de cierta tranquilidad que aún queda para recomendar sacar la agenda del último trimestre del año y reservar unas fechas en ella. Se trata de un nuevo ciclo (y van ocho) de “Ombres Mestres”, el seminario que, organizado por el Cineclub Associació d’Enginyers, ilustra ciertos temas a base comentarios a secuencias de grandes películas.
De este octavo ciclo os proponemos una, dos, o las tres de estas sesiones:
- Martes 13 de noviembre 2018: Teulades i altres elevacions
En determinados momentos, elevarse un poco, ver las cosas desde una posición elevada, permite entender todo mejor. Repasaremos secuencias de grandes directores en las que un personaje o la cámara sube a un tejado o colina para ver algo mejor, o simplemente la segunda hace un movimiento de grúa hasta contemplar –de una forma diferente, esclarecedora- lo que rodea a un personaje.


- Martes 20 de noviembre 2018: François Truffaut
Un repaso a las constantes (buscando las más íntimas) del realizador de la Nouvelle Vague a través de sus films.


- Martes 27 de noviembre 2018: Ombres
Sobre el lenguaje de les sombras en el cine.

Todas las sesiones serán de dos horas, empezando puntualmente a las 18h, y tendrán lugar en la sede de los Ingenieros, en Via Laietana, 39. 0803, Barcelona. Se pedirá para asistir a cada una de ellas una aportación de 5 euros, para ver de compensar mínimamente los gastos incurridos.
Para información sobre como inscribirse, utilizar los enlaces de cada una de las sesiones, por favor. (Hay ahí un pequeño error, puesto que pone que es una actividad de la Comisión de Jubilados y Prejubilados, cuando en realidad es del Cineclub Associació d’Enginyers y, por tanto, de la Comisión de Cultura, pero no pasa nada).

domingo, 26 de agosto de 2018

Fanny y Alexander (serie TV)

La criada de la generación justo anterior y el tío de Alexander, un consentido y divertido libertino.

Pertrechado con un botellín de agua, una rebequita por si éramos pocos en la sala y hacía frío, caramelos, barras de regaliz y chicles para no dormirme y alguna provisión adicional clandestina (están vetadas, pero a ver quién aguanta si no) me dirigí ayer a media tarde a la Filmoteca para asistir a la proyección de más de cinco horas de la versión televisiva de “Fanny y Alexander” (Ingmar Bergman, 1983). Iba con la tranquilidad de haber superado muy positivamente la previa prueba similar de “Secretos de un matrimonio”, pero con el agravante de que no estaría en esta ocasión acompañado. Abandonado ahí, pues, a mi ventura.
Por si las cosas pintaban mal me iba diciendo que podría refugiarme en ese serpenteante baile tan animado de toda la familia y servidumbre de la fiesta navideña o, en el peor de los casos, esperar pacientemente a esa epifanía en forma de cena que, según me aseguraron ayer mismo, llegaba por el final, con el colofón del sonido de una caja de música en el que se intuye a Schumann, valiendo por sí sola por todo el metraje.
“Esta Navidad llegará hasta la próxima, pero no es verdad, porque antes está el ayuno, la Cuaresma y la Pascua”. Y otra, y otra vez.
Todo se inicia con el niño Alexander, el alter-ego de Bergman, contemplando su teatrín y haciendo los movimientos que el día anterior en el “Making of” vimos que le sugerían, pero tomados por otra cámara, con otra distancia focal. Estamos en el prólogo y sigue en él todo un condensado, de los mejores, de Bergman. No recuerdo si en la versión para cine es también así, pero yo diría que no y que, en todo caso, en esta versión para televisión resulta con otro tempo, mucho más cautivador. Alexander contempla el exterior de la casa poniendo su mano en el cristal de una ventana como hacía el niño que aparecía al principio de Persona, hay un cierto concierto de tic-tacs de relojes y campanadas de horas mientras recorre, mirando casi como alucinado, ese gran salón de la confortable casa familiar. Con el sonido de las lágrimas de la gran lámpara chocando entre sí, llega a ver en su imaginación cómo se mueven las estatuas, ve también a la muerte con su guadaña,... Y sigue entonces un discurso de claro amor al teatro, con el que, según se dice, se consigue por unos segundos olvidar el áspero mundo exterior.
La ascética estética de la casa del obispo. Queda claro que no coincide con la de Strinberg, con cuyas palabras acaba la sesión.
Hasta ahí perfecto. Pero entonces empezó a pasar lo que me defraudó en la versión cinematográfica. Del primer acto me siguen gustando el baile y esa curiosa comunión entre familia y criadas que se da en la fiesta navideña. También la letra de la canción que cantan repetidamente los que participan en ese baile que recorre, todos engarzados como vagones de un tren, toda la estancia: “Esta Navidad va a durar hasta la próxima, aunque no es verdad, porque antes está el ayuno, la cuaresma y la Pascua”. Pero en general una serie de elementos bastante groseros de la cena y lo que la envuelve -y no me refiero únicamente a la pedorreta del niño y luego del tío- me enturbia bastante su goce. La presencia de una linterna mágica no es suficiente para aportar, en mi opinión, la magia precisa.
Con la muerte del director teatral en el segundo acto he notado que la sesión se elevaba, pero en los siguientes actos he tenido que recordar la necesidad de esperar a esa Epifanía final para no claudicar e irme para casa: si soy sincero, no me interesa demasiado todo ese cuento de ogros infantil, con ese obispo casi encarnación del mal, y me extraña que Bergman, que tantas veces nos hace ver la complejidad del ser humano, pasase en esta película a presentar personajes de una pieza, ya sea el malvado, la inocente, las arpías, todos ellos de un exagerado tremendo.
El ambiente tan de Carl Larsson con el que está hecho el decorado del interior de la casa de verano de la familia.

Un cuadro de Larsson que bien podría figurar como precedente.

Aún le veo a la película, como no, elementos aislados de interés, como esa casa de veraneo que parece diseñada, con su cristalera, como si de un cuadro de Carl Larssen se tratase, o esa extraordinaria escena, tan similar a la de Liv Ullmann en el prólogo y epílogo de “Saraband”, con la abuela de Fanny y Alexander contemplando un montón de fotografías de toda la familia extendidas por la mesa.
Pero en general, si en “Secretos de un matrimonio” la maratón me pareció de lo más productiva y una gran inversión de tiempo que recomendaría a todo el mundo, aquí en absoluto. Para más INRI, en cada final de capítulo, mientras los larguísimos títulos de crédito pasaban, mis vecinos de atrás me desconectaban por completo del eventual clima del film, hablando entre sí del interés de no dé qué cosas del diario “Ara”, de alguien que estaba en Menorca o de que el 80% del presupuesto del Barça se va en los jugadores, lo que parece que es un dato casi apocalíptico.
Queda, eso sí, lo que la función tiene de feliz alegato contra la estúpida rigidez moral y a favor de la calidez, la alegría y la bondad humana. Como dice el personaje del divertido y consentido libertino en la cena final: contra las sombras y los inviernos, a favor de la alegría. Ir contra el mal y fomentar la alegría. Le costó mucho tiempo, pero al final Bergman llegó a verlo claro.
La rebequita sobraba del todo. En la sala hacía muchísimo calor. ¿Por qué será que lo notaba sobre todo en todos esos momentos que he dicho que no me llegaban a interesar?

viernes, 24 de agosto de 2018

Diario de una filmación

Rodaje en el mercado instalado en Upsala.
Siempre había dicho que notaba un cierto parentesco entre “Fanny y Alexander” (Bergman, 1982) y “La noche americana” (Truffaut, 1973). Las dos eran para mí películas notables, pero a las que les veía cierta artificialidad, alguna simplificación de sus tramas y personajes con respecto a las respectivas películas anteriores de sus directores (de las que bebían), limadas sus asperezas para hacerlas llegar más fácilmente al público.
Hoy en la Filmoteca he visto que erraba. Con la que realmente se emparenta “La noche americana” es con el documental proyectado ayer y hoy, “Diario de una filmación”, “Dokument Fanny ocho Alexander” (Ingmar Bergman, 1986), especialmente en toda su primera parte. En ambas el tema es un rodaje y, para acercarlas aún más, Bergman incluye, como Truffaut en la suya, una divertida escena de rodaje que habla de las dificultades para hacer interpretar a un gato díscolo el papel que tiene encomendado.
En un cartel inicial Bergman dice, entre otras cuantas cosas, algo así como que un rodaje comporta un ejercicio de mente y cuerpo que apenas se aprecia. Y a fe mía que ningún espectador saldrá de la experiencia de contemplar este documental sin haber captado este extremo.
En una escena inicial, registrada el día anterior al inicio del rodaje, todo el equipo se reúne distendidamente en un gran salón. Bergman va saltando de uno a otro , saludándolos, y, cuando tiene reunido a un pequeño grupillo de actores, serio y a la vez divertido, les dice que se ha olvidado por completo de todo, pero que está contento, porque así ellos darán a partir de ese momento todo su potencial. Bien. A parte de admirar ese ejercicio de transmisión de responsabilidad que sería automáticamente comprado por un consulting de formación de empresas, no hay quien se crea nada de lo que ha dicho. Es él mismo quien se encarga de dejar claro que toda la película que se está rodando depende absolutamente de su trabajo.
La cuestión tiene más perfiles que los que parecería a simple vista, porque se da la circunstancia de que es el mismo Ingmar Bergman el que firma como director del documental sobre el rodaje. Así, cosas que se verían en un documental realizado por otro de una manera, se deben contemplar en éste forzosamente de otra. Surgen de inmediato varias preguntas al respecto. Una, insidiosa, que surge inicialmente es ésta: ¿Como hace Bergman para dirigir dos películas a la vez? Bien, concedamos que como el documental está montado posteriormente a la película sobre el rodaje de la cual versa, podría pensarse que no tenía en la cabeza el documental mientras rodaba la ficción. Pero lo que también está claro es que él era absolutamente consciente de que “su actuación” estaba siendo filmada, con lo que sigue cabiendo esa maliciosa pregunta: ¿decía lo que decía Bergman para su equipo porque así era el rodaje o lo decía para que así quedara registrado en el documental?
Sentado próximo a lis actores. En esta ocasión junto a su otro yo.
Si esta pregunta puede llegar a ser tildada de malintencionada, sin respaldo lógico, no es así en absoluto cuando lo que se presenta en el documental es un montaje que potencia unas tomas sobre otras. Hay un caso muy sintomático: Más bien por el principio, sorprende ver cómo Bergman recoge una conversación en la que ningunea a Sven Nykvist, el director de fotografía. Éste le hace una sugerencia que él se la pasa absolutamente por el forro, como dejando claro quien es ahí el que lleva el barco. Para tranquilidad de los espectadores, poco después selecciona también otras tomas en las que se le ve a él mirando de una forma muy interesada a la cara y expresión de Nykvist, como interrogándole sobre si da por válida la escena grabada o no, demostración de la confianza absoluta que tiene depositada en él. Por no decir, ya mucho más adelante, el panegírico que le dedica, calificándolo como maestro de la luz, “el mejor del mundo”.
Manteniendo su intensidad, el documental varía radicalmente en el recorrido que va desde su inicio hasta su final. Al principio, siguiendo lo que enseña Bergman, te preguntas cómo siendo tan aburrido un rodaje, es capaz de mostrarlo todo y mantener un espíritu tan divertido. Pero a medida que va pasando el metraje, a lo que debe colaborar también el abandono de exteriores para pasar a interiores, nos va dando idea del dantesco trabajo que es poner en pie una producción de estas proporciones, con esas eternas repeticiones hasta dar con la escena buscada. Ya que estoy hablando de esto, hace gracia descubrir a nuestra amiga Katinga Faragó (y digo amiga porque vino a presentar el ciclo de la Filmoteca) en una escena guardada en el montaje final yo diría que para gastarle una broma, en la que ejerce realmente de lo que se sabe es una productora del film: Es la que protesta de que haya una pausa para la comida y conmina a completar la sesión de rodaje.
En cualquier caso, Bergman quiere dar la impresión, y al menos yo me lo creo, que él está en todo, desde el chal que debe llevar una actriz hasta cuando debe moverse uno u otro actor y la cámara, pasando por hacer que una puerta se abra y cierre correctamente. Escenifica previamente lo que quiere que hagan los actores y luego se coloca durante el rodaje muy próximo a ellos, como para hacerles notar su presencia allí al lado y ofrecerles su soporte. Queda claro lo personal del proyecto que acomete, sobre todo en sus conversaciones y escenas con los niños, él mismo sesenta años antes, como se encarga de decirnos.
Hay una larguísima escena por el final brutal, que acaba de confirmar la dureza del proyecto y el carácter empecinado de Bergman. Se trata del rodaje de una escena de la película con uno de los grandes actores de su troupe, Gunnar Bjornstrand, que él incorporó al equipo de actores a pesar de que, ya al final de su vida, se encontraba seriamente enfermo. Bjornstrand hace el papel de uno de esos lastimosos payasos con los que Bergman ha ido salpicando a lo largo de su carrera sus películas. Pero es que ahí le va a servir, implacable, para hablar de la naturaleza del teatro (o el cine) y de la dureza del final de la vida. El viejo clown, aupado a un potro de madera durísimo, debía interpretar una canción con una ridícula vela encendida en su cabeza y un paraguas rojo. Las repeticiones se suceden, en lo que debió ser al margen de un martirio para el actor, el proceso más duro de todo el rodaje, por encima y todo de los grandes movimientos de masas. La canción que canta no cae en saco roto, acabando diciendo algo así como que “Nuestra obra se ha acabado. Continuaremos deleintándoles...
El penoso rodaje de la escena con el triste clown.
Finalizado el rodaje de “Fanny y Alexander”, que duró una cantidad enorme de días que me resisto a poner aquí, por si he captado mal el dato, Ingmar Bergman anunció que con esa película ya abandonaba el cine para siempre. Visto el esfuerzo sobrehumano que por este documental puede intuirse, se comprenden absolutamente las razones. Aunque también se deduce que esa era al completo su vida.

miércoles, 22 de agosto de 2018

La Notte


No hay que despreciar la oportunidad de ver un Antonioni en agosto, con tan poca oferta atractiva, y por eso mismo he ido hoy a la Filmoteca, donde pasaban “La notte” (1961)
Los títulos de crédito van pasando sobre la visión de una cámara que baja por todo el exterior de un rascacielos de Milán. Eso viene a ser inicialmente la película: un descenso a la ciudad. El matrimonio formado por un escritor que va a presentar su último libro (Mastroiani) y su mujer Lídia (Moreau) van en su coche en medio de los atascos a una clínica para visitar a un amigo que se está muriendo sin remedio. Ella no aguanta la situación y sale a la calle. Él, por su parte, casi se deja ir, por aquello de sentir que está vivo, con la jovencita de la vecina habitación, con sus facultades mentales notoriamente deterioradas.

En el cine moderno, del que Antonioni es sin duda uno de sus creadores, ver a un personaje deambulando sólo con sus pensamientos nos dice mucho más que una escena de diálogos. A eso nos dedicamos a continuación, en una fase de la película que ha sido en esta ocasión la que más me ha interesado, y vivamente. Lídia pasea por el extraradio de la ciudad, se acerca a una casa en ruinas, ve y acaricia a una niña, contempla un reloj parado a lo Bergman, y todo eso mientras primero helicópteros, después cohetes, aviones a reacción y sirenas, agreden con su sonido.

Por su parte, él regresa a su bloque de viviendas, rodeado por otros bloques de viviendas en los que apenas si quedan vecinos (que se descubren aislados y también ociosos), pues la ciudad se está vaciando por las vacaciones.

Es muy difícil el paso de Bergman a Antonioni. Los personajes de Bergman lo dicen, lo explican todo. Los de Antonioni, nada, y tienes que ir atando cabos más por los ambientes que por otra cosa. Quizás sea por ese cambio brusco de tipo de cine. O quizás sea porque el ambiente bochornoso de hoy llegaba hasta a notarse en el interior de la sala, haciendo el juego al ambiente preveraniego, cansino, de la trama. El caso es que a continuación, la escena del cabaret y la que más recordaba, la principal de la fiesta nocturna en casa de un magnate, se me han hecho inacabables. Se oían conversaciones sobre muertos, sobre sonámbulos. De tanto mostrar el vacío de los personajes, la sensación de vacío me ha llegado y la película se me ha hecho entonces soporífera.

Apenas hay por la red imágenes de la primera parte de la película, que es, ya digo, la que esta vez más me ha gustado. Quizás prevalece el gusto estético por los espacios de Antonioni, impresionante sin ninguna duda, y todo son imágenes muy medidas de la fiesta y su finalización, del que cuelgo una.

lunes, 20 de agosto de 2018

Farodokument 1979

Esquilando un cordero.
Las crías de cordero que sus madres iban dejando caer por un campo como si de un excremento se tratase en el “Farodokument” de 1970 se han convertido en el de 1979, que se pasó también ayer en la Filmoteca, en una alegre y saltarina camada de corderos, en una escena que continúa con los planos de terneras también saltando alocadas cuando las liberan del establo y salen por vez primera a disfrutar de los pastos del verano.
Es una de las -muy pequeñas- diferencias entre los dos documentales que hizo Ingmar Bergman sobre la isla en la que tanto rodó y que acabó adoptando para vivir... y morir. La matanza del cerdo, por ejemplo, se hace en éste con la ayuda de fuerza de un tractor.
Explicaciones sobre los antiguos campos de cereal ya no cultivados.
Arranca el documental, con una calidad de imagen muy lejana a la de Sven Nykvist, mostrando la dureza de la vida en la isla mediante un temporal con viento y nieve. Pero, pasado éste, un plano recoge una flor que asoma tímidamente de la espesa capa de nieve formada. Es entonces cuando enlaza con la historia de un solitario que no había escrito en su vida y se sorprendió en una ocasión escribiendo de corrido un poema. Más tarde le veremos, ya poeta oficial de la isla, recitando una poesía de homenaje a un anciano recién fallecido.
Al final del documental Bergman nos dice sus conclusiones sobre los cambios producidos en Faro en estos diez años, pero los espectadores podemos alcanzarlas a los pocos minutos del inicio con las respuestas de los mismos estudiantes que ya entrevistaba en el primer documental. Si bien en aquél todos ellos expresaban su voluntad de irse de la isla, porque ahí no tenían futuro de ningún tipo, en éste los que se quedaron muestran su felicidad por haberlo hecho y los que se fueron su terrible añoranza. Más que una constatación fiel de la realidad, yo diría que ambas impresiones obedecen a los diferentes estados de ánimo del realizador durante el rodaje de ambos documentales. Así, le salió la reivindicación política en el primero, mientras que, aunque me resultara por la repetición algo cansino, quedaron resquicios para la poesía en este segundo. Siempre, eso sí, siendo el carácter etnográfico su principal objetivo.

En esta línea más poética se le escapan dos escenas muy personales, que destacan sobremanera del resto. En una, nos presenta, pasando una a una, las páginas de un antiguo álbum de fotos de unos granjeros, mientras suena una musiquilla, porque el álbum es, en realidad, una cajita de música. En la otra capta la cena de uno de los habitantes y mediante un zoom se aleja por el exterior de su ventana, acentuando así su soledad.
La solidaridad: Todos ayudando para renovar el tejado de una granja al modo tradicional.
Cuando finaliza el documental Bergman nos presenta las conclusiones de que hablaba y, chistoso, nos emplaza para ver qué cambios habrán en 1989, momento en que -dice- volverá a hacer una exploración de éste tipo. “¡Ya veremos si estaremos todos vivos!”, exclama. Como al principio había dicho que la isla tenía 653 habitantes y que 50 años antes eran el doble, he ido a mirar la wiki: ahora son 600. La vida rural se va muriendo poco a poco, pero aún pervive algo. Se supone que la invasión turística a lo Martin Parr que ya constataba se habrá agudizado y uno de los objetivos turísticos será, precisamente, ir a curiosear su casa, lugares de rodaje y, sobre todo, su tumba.
La invasión turística del verano, con imágenes a lo Martin Parr.

domingo, 19 de agosto de 2018

Saraband


Primero quisiera explicar el alegrón que me supuso la primera visión de “Saraband” (2003), por 2004. Hacía tiempo que no sabía nada de Ingmar Bergman y, de repente, en un canal de TV de pago pesco un programa doble increíble, que me lo trae de nuevo, felizmente, a la primera línea del frente cinematográfico. Una de las piezas de ese programa doble fue la película, que acababa de realizar y presentar. Me pareció –y así lo ratifiqué años después, cuando la volví a ver- una extraordinaria culminación, de una perfección sorprendente, tras toda su carrera. Para una revista on-line de un club de cronopios desgraciadamente fallecida ya hace mucho, Literatuya, escribí esto sobre el vivificante reencuentro:

http://www.literatuya.com/informes-literatura/bergman-aun-vive.htm

El viernes pasado, a la salida del primer pase de “Saraband” en la Filmoteca, se formó un pequeño corrillo entre tres personas que me honran –diría- con su amistad. Yo no fui a ese pase, porque había planificado hacerlo en el pase de esta tarde, con lo que no participé en las discusiones sobre el film. El caso es que, según su propia narración de los hechos, empezaron a desmenuzarla y los tres llegaron a la conclusión –pese a que a una de ellas le había gustado muchísimo cuando la vio en su día- de que no llegaba a la media de los films del autor.


A mí me habría gustado mucho estar en esa discusión, para defender la película –aunque no creo que lo precise demasiado- como una de las mejores del director sueco. Por lo menos así sigue en mi estima después de su revisión hoy mismo, seguida en todos sus percances con una intensidad que raramente he mantenido en los últimos años.

Me habría gustado estar ahí, en primer lugar, para remarcar la perfección de la cinta, con esas diez partes siguiendo la estructura de una sarabanda y ese prólogo y epílogo en el que el personaje de Liv Ullmann, rodeado de fotos, las remueve, acota historias de cada una de ellas, y parece conocer todo sobre su pasado y futuro.


Me habría gustado también señalar lo afortunados que habíamos sido de verla teniendo tan reciente la visión de “Secretos de un matrimonio”, y pudiendo así constatar las coherencias e incoherencias entre los personajes de esa historia y los de esta nueva historia, que se quiere continuación de los encuentros y desencuentros sentimentales entre Marianne (Liv Ullmann) y Johann (Erland Josephson). Con el fondo que ofrece el que haya, para todo, pasado mucho, mucho tiempo, lo que hace contemplar las cosas a los personajes de una manera más distanciada, sabiendo que ya nada tiene remedio…

Como otras veces me habría divertido señalando y descubriendo las concomitancias con otras cintas de Bergman que aparecen por el metraje. Nada más llegar Marianne a la cabaña sobre el río perdida en el bosque donde vive retirado Johann, un concierto de “tic-tac” de diferentes relojes se desencadena, llegando a crear un clima fantástico los sones de cucús y cantos de horas. El personaje de Liv Ullmann (que, para mí, está claro que actúa de embajadora en el sitio de los hechos del mismo Ingmar Bergman) nos va confesando sus temores, dirigiéndose a nosotros a través de la cámara. Un sol de cartón de colores chillones que por aquí aparece diría yo que es el que colocó Bergman en el lugar del crimen de “De la vida de las marionetas”, de cuya protagonista tiene unos rasgos muy parecidos la fotografía que surge en muchos momentos de la acción, recordando a Anna, la nuera muerta de Johann. Esa mirada de Marianne hacia al altar de la capilla, con la luz del sol penetrando por la ventana de la capilla hasta su cabeza, nos puede ofrecer lecturas complementarias de “Los comulgantes”. Todos los personajes en algún momento hacen confidencias muy personales, comentan sueños, pensamientos que sólo decimos en circunstancias excepcionales. Como en tantos de sus films, pequeñas contrariedades, tonterías si se quiere (aquí el rechazo a una invitación a una cena) desencadena toda la violencia dialéctica, el odio profundo, que un personaje lleva dentro. Y, como siempre en Bergman, todos los personajes (aquí salvo en el caso del de Liv Ullman: ¡por algo digo que hace de embajadora suya!), por mucho que les veas su lado humanísimo, con el que empatizar claramente, presentan en un momento u otro una faceta satánica.


También, en esa reunión a la que no asistí, me habría gustado señalar lo que considero unos cuantos hallazgos formales que enriquecen mucho la propuesta. Uno es esa huida corriendo por el bosque, calzada con botas de agua y camisón del personaje de Karin, la hija y nieta violoncelista, que te hace sintonizar con muchas imágenes de cuentos de hadas. Otra es la visión de esa preciosa biblioteca de Johann, a medio camino entre el orden que imponen los estantes que forran las paredes por completo y el desorden con el que, dentro de cada uno de ellos, se acumulan los libros. Otra, una visión de figura desde fuera de la casa.

Por último, también me habría gustado señalar el poder emotivo de muchas de sus escenas. A mí confesaré que, entre en otros momentos, una lágrima pugnaba por salirme en la confesión del que puede resultar en algún momento el personaje más reprobable, el padre de Karin (un nombre de los más preciados para Bergman, por cierto), cuando se confiesa un inválido, estar muerto, y que, no pudiéndolo evitar, cuando habla de su mujer –fallecida dos años antes- se pone a llorar.

Por último, en esa misma conversación, les habría ofrecido mi DVD para, dentro de un tiempo, volver a ver con calma, y seguro que con placer, la película.