martes, 30 de marzo de 2021

In bloom


No se debe avisar con tan poco tiempo para poder reaccionar, pero vaya. Anoche vi que quedaban dos días para que desapareciera de MUBl “In bloom“ (Nana Ekvtimshvili y Simon Gross, 2013), una película que a mi entender ratifica eso que se dice por ahí del alto nivel general del cine georgiano.
Todo el peso de la película recae en dos chicas adolescentes, cada una de una familia de esas que en las tramas argumentales se llaman desestructuradas, en un sitio como Georgia, aún con problemas de guerra por ciertas zonas.
Pero ese es el fondo de las situaciones de éstas dos chicas con -al menos la más pequeñaja, según confiesa- 14 años. Lo que vemos, ofreciendo aire del que respirar, son las sabias evoluciones de la cámara siguiéndolas por sus casas, colegio, sitios de evasión, dando un retrato vivo, de lo más interesante.
Eso no quiere decir que no se vea cuál es el trasfondo, más allá de la evidencia de una brutal sociedad patriarcal. Ellas y los otros alumnos están en estado de batalla permanente en clase, seguramente reflejo de lo que ha pasado y sigue pasando por todo el país. Todos van a la suya, quizás porque les va la supervivencia en ello. Las peleas en la cola del pan son de antología, y unos militares o paramilitares que con aplomo prosopopeya se las saltan no reciben quejas de nadie de entre una población muy gritona, pero profundamente acobardada. Saben a lo que se arriesgan.
¡Ah! Y hay por el medio una pistola, que tensiona lo suyo.
Sólo quería ver la primera secuencia, a ver qué pinta tenía, pero me quedé clavado ante el monitor hasta el final. Un film sorprendente, para descubrirse el sombrero.


 

lunes, 29 de marzo de 2021

El polvo del tiempo

En Taskent, un día histórico de 1953.

El encuentro clandestino de Spyros y Eleni.

Spyros entra en el mundo de una nueva generación.

Nada termina, todo vuelve aunque esté perdido en “El polvo del tiempo”. Algo así dice el cineasta americano de origen griego (Willem Dafoe) cuando acude a Cinecittà para preparar una de sus películas en el inicio del último largometraje completado en vida (2008) por Theo Angelopoulos.
Para saber de ese polvo del tiempo, las escenas siguientes nos llevan a Taskent, donde acudieron algunos comunistas griegos cuando fracasó en su país la revolución, en uno de los escenarios del film más proclive a ofrecer alguna de las escenas corales típicas del realizador.
Luego es verdad que las escenas saltando del Spyros padre al Spyros hijo, de la Eleni abuela a la Eleni nieta, en uno y otro escenario y momento temporal, se vuelven menos espectaculares y algo confusas. Que se ve a Willem Dafoe entregado y hasta algo pasado de rosca ofreciendo momentos de pasión algo desaforados. Que Bruno Ganz protagoniza alguna que otra acción que sorprende que la ejecute o al menos que no la ejecute hasta en el momento en que lo hace. Pero, al menos para mí, es igual.
Digo que es igual porque, viendo cercana la finalización de las sesiones que durante todo el mes me han ido acercando de nuevo o por primera vez a todos y cada uno de los largometrajes de ficción de Angelopoulos, me empezó a entrar una cierta melancolía.
Surge ese sentimiento tanto al ver a Michel Piccoli y Bruno Ganz (ellos también, como dice uno, “balayés par l’histoire) haciendo un brindis por un siglo XXI que, como sabemos, no podía sino resultarles letal. Pero también por otras causas.
Me conozco y ese sentimiento no es nuevo en mí, pues me ha invadido siempre que he notado que finalizaban las retrospectivas que la Filmoteca ha hecho sobre grandes realizadores y a las que yo he asistido últimamente.
Y es que, como me pasó con Bergman, he ido adquiriendo una cierta familiaridad con las cosas, las manías, los guiños, las reiteraciones de Angelopoulos. Igual que Bergman llamaba Karen a muchos de sus personajes femeninos, encontrando una razón poderosa para ello en que ese era el nombre de su madre, resulta que el padre de Angelopoulos se llamaba Spyros, y eso seguramente aclara el por qué suele otorgar al patriarca del clan ese nombre, algo que, desde luego, te lo hace más próximo.
En este “El polvo del tiempo” vuelve a aparecer el nombre de Spyros, pero también muchas otras cosas que son ya, después de este mes de marzo, casi de la familia. Aparecen y se hacen centrales unos personajes en migración continua, refugiados. Se nombra a unos pilotos que van a arreglar algo y te sonríes al oír que, naturalmente, llevaban, como figurantes similares en sus últimas películas, una capucha amarilla. Spyros va a parar (como el protagonista de “Eleni”) a Astoria - Nueva York. Se ve un cementerio de estatuas de Stalin, como había aparecido en un momento significativo de “La mirada de Ulises” la de Lenin. Salen profusión de vías antiguas. Cruzamos varias fronteras en un penoso viaje (en Berlín, el cineasta pasa junto al cartel de “The long way home”) y alguna con espesa niebla, como las innumerables de films previos. Algún que otro personaje, enfrentado a los que sabe serán sus últimos días, se enfrenta directamente a la muerte. El personaje femenino, como en otras películas del ciclo, se llama Eleni, lo que añade, a su resonancia clásica, la representatividad de toda Grecia, y basta contemplar la última escena, algo esperanzador así se observa bien, para entender eso.
No es en absoluto “El polvo del mundo” -la más internacional de las películas de Angelopoulos, hablada en su mayor parte en un inglés que, al no ser el idioma materno de varios de sus principales personajes, te los aleja automáticamente- una de sus grandes películas, pero, en cualquier caso, por alguna escena aislada, deja entrever que podía seguir haciendo cine y que aún le era posible -¿por qué no?- lograr nuevos aciertos. Ya no podrá ser.


En Taskent un órgano anterior a la revolución se descubre que funciona extraordinariamente, ofreciendo una música angelical.

El reencuentro de tres buenos amigos y algo más.

Irene Jacob, a quien anoche -ya es casualidad- volví a ver en un film de 2019.

 

domingo, 28 de marzo de 2021

Eleni

El cabeza de familia (de nombre Spyros, una vez más) llega con todo el grupo de griegos expulsados de Odessa a una lengua de tierra en donde les detienen. A su lado, su hijo y su hija adoptada, protagonistas máximos de la función.

Momento de presentación, con movimiento de extras, del magno decorado (con aire de pesebre) construido en la lengua de tierra. Algo de esas dimensiones, te dices preocupado, no puede haberse hecho para utilizarlo únicamente en una escena...

Es 1919. Un numeroso grupo de refugiados griegos procedentes de Odessa llegan a una lengua de tierra junto a la desembocadura de un río, donde les dejan establecerse. Los títulos de crédito pasan, junto a la extraordinaria música de Eleni Karaindrou, sobre antiguas fotografías de las gentes y mansiones de esa colectividad de Odessa, un entorno burgués en tiempos de pujanza. Para mi gusto ojalá hubiera acabado ahí “Eleni” (Theo Angelopoulos, 2004; ayer en la Filmoteca).
Digo que ojalá hubiera acabado ahí porque a continuación, figura que pasado el tiempo, aparece una enormidad de decorado, con casas rurales esparcidas por la lengua de tierra y sospechas -con acierto- que para amortizarlo lo harán salir con profusión. Y eso, a mi entender, lastra enormemente la película.
A la que aparecen escenarios naturales la película respira algo, pero al poco rato vuelve a aparecer un segundo decorado, en este caso en un supuesto poblado de auto-construcción adosado a un núcleo, teórico refugio de músicos en espera de trabajo.
Es verdad que aquí cámara también se mueve, que hay hasta un baile de interior al son del “Amapola” y otros intervalos musicales, pero éstos sólo recalcan lo ya dado, sin avanzar en absoluto la trama (que va convirtiéndose en un tremendo dramón), con lo que la impresión de encontrarse ante un film de esos de costosa producción, en el que prima decorado y atrezzo, está servida.
También surgen pinceladas, como pasa en los otros films de Angelopoulos, de los hechos históricos que asaltaron a Grecia en la primera mitad del siglo afectando de lleno a los protagonistas, pero se ven muy atolondrados y no resta nada, en mi opinión, del complejo engranaje que solían tejer en sus films previos.
Como además surgen por aquí y por allá diálogos explicativos totalmente superfluos, te acabas preguntando si no será, realmente, que se nota la ausencia, por vez primera en mucho tiempo, de Tonino Guerra en el guión. Sea esto dicho en conformidad con quien me había prevenido de que habría que diferenciar en la filmografía de Angelopoulos entre los que llevan y los que no a Tonino Guerra en el guión. Parecía que éste le había llevado inicialmente a un cine más intimista, centrado en el individuo y sus cábalas, pero poco a poco dirías que se había logrado (ahí están “La mirada de Ulises” y “La eternidad y un día” para confirmarlo) una perfecta combinación entre eso y el mundo social y político, además de visual, del realizador.


Tenso baile en el barrio de los músicos.

Los amantes de Teruel, desgraciado él, desgraciada ella, desgraciada siempre su unión, ante las vías del tren y el barrio del segundo gran decorado.

 

sábado, 27 de marzo de 2021

Lumière et compagnie

Me dice Pere Alberó: "Esta es la película que debía verse en la pantalla de la Filmoteca de Sarajevo al final de La mirada de Ulises. Y ese mirar a la cámara era el plano/contraplano de los dos Ulises, uno al principio del siglo, el otro al final. Pero en última instancia decidió no mostrar la película y que solo se viera el reflejo en la cara de A." 

Para su participación en “Lumière et compagnie” (1995), el encargo efectuado a muchos cineastas de renombre para festejar el centenario del cine, por el que debían rodar cada uno un minuto utilizando la cámara de los Lumière, Angelopoulos filmó esto, que ayer se pasó para complementar la sesión de su quizás más famoso film.
Es significativo que escogiera como protagonista, precisamente, a Ulises y que éste, siguiendo sus instrucciones previas, se acercase hacia la cámara, emitiendo una mirada interrogante sobre su devenir.
En un minuto, la clave de lo que siempre encontramos en sus películas: retomar el mito, cuestionar el futuro partiendo de la extrañeza del presente.


 

La mirada de Ulises

Ianachia Manakis rueda por fin su esperado navío azul y no resiste la emoción.

El taxista se detiene, por respeto ante la nieve, en su recorrido.

La fiesta de año nuevo, en la casa de la gran familia griega de Constanza.

Pere Alberó asistió, después de mucho tiempo sin verla, a la sesión anterior a la de ayer en la Filmoteca de “La mirada de Ulises” (1995) y, constatando todo lo que llegó a organizar en ella, se confesaba totalmente desbordado.
La emoción que denotaba después de ese pase es claramente entendible a la que se conoce que un tiempo antes del rodaje de la película, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, recogió un par de bártulos, compró un billete de avión a Grecia y, no se sabe muy bien cómo, consiguió ser ayudante de dirección de Angelopoulos en el film, como atestiguan los títulos de crédito finales.
Pero esa sensación de encontrarse ante un gran demiurgo la puede sentir también, sin haber tenido una participación directa en la película, un espectador como éste que da cuenta de la sesión -de casi tres horas- de ayer, a base de una copia de 35 mm machacada por sus muchas proyecciones, un círculo negro en medio de la pantalla que no sé muy bien a qué obedecía y un sonido de fondo bastante molesto emitido continuamente. Pecata minuta: no he visto que nadie abandonara la sala, atrapado por el viaje de ese moderno Ulises, cruzando de lado a lado los Balcanes en épocas bien convulsas.
El personaje mítico o histórico que resuena por el film no es únicamente el de Homero. El cineasta norteamericano de origen griego (Harvey Keitel) va en busca de unas bobinas aún no reveladas de los pioneros cinematográficos de los Balcanes, los hermanos Manaki, y de hecho en ocasiones hasta encarna a uno u otro de ellos.
En su periplo, el cineasta interpretado por H. Keitel atraviesa todas las gélidas fronteras habidas y por haber: Grecia con Albania, Grecia con Bulgaria y ésta con Macedonia, luego Serbia y finalmente Bosnia (entonces éstas tres aún Yugoslavia).
Oímos una narración sobre unos reparadores de la línea eléctrica de la primera de ellas y, gracias a haber visto ya todos los largometrajes anteriores del ciclo, los espectadores le ponemos poner imagen, coloreándolos de amarillo. En los apuntes escritos sobre una película anterior comentaba que una sólida pero medio destrozada por el uso maleta podíamos considerarla como símbolo de todo el cine de Angelopoulos. Rectifico. En ésta y quizás su anterior, tratándose de refugiados albaneses, vemos que la maleta ha quedado sustituida por bolsas de plástico o de cualquier otro material accesible.
En el trayecto el personaje de Keitel va contactando con los responsables de las diferentes Filmotecas de los territorios pisados (uno de ellos se auto-define, los define como “coleccionistas de miradas extraviadas”), hasta que llegamos a Sarajevo. Cuando se inició el rodaje de “La mirada de Ulises” aún era muy reciente el calvario sufrido por los habitantes de la capital bosnia. En la película, el Sarajevo en ruinas no es, desgraciadamente, un decorado, sino que tiene grandes visos de realidad.
Un par de escenas previas para el recuerdo: En la primera, asentándonos en la cabeza el drama de tantos y tantos pueblos europeos que han sufrido una división por origen, asistimos a una reincidente celebración de año nuevo por parte de una gran familia griega de la Constanza rumana, hasta su dilución total.
En la segunda, una barcaza carga aguas arriba del Danubio una enorme estatua de Lenin, en una especie de funeral laico. O no tan laico, porque en la ribera los lugareños se santiguan emocionados a su paso. Aunque quizás no saben que navega hasta Alemania para desembarcar ahí como reclamo turístico.
Pero lo que queda resonando en la retina son, evidentemente, esas ruinas de Sarajevo, herida simbólica de Europa toda. Atrás queda ese sarcástico brindis por las ilusiones perdidas, por un mundo que no ha cambiado, por Murnau, Dreyer, Persona, Welles, Eisenstein... Los habitantes de la Sarajevo sitiada salen de sus escondrijos gracias a la niebla, que deja inoperativos a los francotiradores. Entonces pasean junto al río, escuchan la música de una espontánea orquesta joven de la localidad y ven representar esa tragedia, “Romeo y Julieta”, que les habla directamente de su conflicto.


Remontando el Danubio.


 

viernes, 26 de marzo de 2021

La eternidad y un día

Dando a su otra fachada, la playa.



Un despiste mío a la hora de reservar las entradas de la Filmoteca me hizo regresar ayer a “La eternidad y un día” (1998) antes de a “La mirada de Ulises” (1995), a la que espero volver hoy.
La hermosa y característica música de Eleni Karaindrou te da la bienvenida a la película, así como te despide al final, tras haber impregnado con su aire melancólico varias secuencias.
Vuelve Angelopoulos en la película a los saltos temporales en la acción, si bien no son tan complejos como los suyos iniciales, obedeciendo en general a la visualización más o menos ortodoxa de sueños y recuerdos. Acude en esos saltos el personaje principal, un famoso escritor (Bruno Ganz) que paró de escribir comprando aquí y allá palabras, a su infancia y a los felices y radiantes días con su esposa, cuando ésta acababa de darle una hija, y lo suele hacer en la vieja casa familiar o sus alrededores, en la playa y otros sitios luminosos.
Vuelve también a los refugiados (en este caso niños, objeto de deplorable trata) y a la frontera, a la bahía de Salónica, a los personajes del impermeable amarillo, a Alexandre como nombre del protagonista, a una celebración de boda entre albaneses a la que los asistentes acuden con su silla de mimbre a cuestas. En ésta como en otras escenas, además de una cámara en mucho movimiento se aprecia el uso dado a las grúas para moverla.
Y vuelve a relacionar a un niño con un viejo, éste en su último día, como la vieja y en su día potente casa a punto de derribo.
Por el final, el niño albanés y Alexandre van en un autobús urbano nocturno y parece que estén efectuando el viaje definitivo, el que lleva (antes era en barca) a ese futuro incierto o directamente inexistente que nos espera. Va bajando el resto del pasaje y solo quedan en el interior del autobús, haciendo el viaje, ellos junto a un joven que transporta una bandera roja y se ha quedado -significativamente- dormido, mientras el cobrador únicamente está absorto contando las monedas recaudadas.
Se mire por donde se mire, con sus alegrías y penalidades, yo diría que esta “La eternidad y un día” sigue siendo lo que se llamaba “un peliculón”.




 

jueves, 25 de marzo de 2021

Les claus de la foto fixa. Cinéma espanyol anys 40





Ahora que se tiene que ir cada dos por tres a la Filmoteca del Raval para disfrutar del ciclo Angelopoulos, como es aconsejable ir con asiento reservado, bastará con ir un tiempo antes y así aprovechar el viaje viendo la exposición que se presenta ahí en la actualidad, “Les claus de la foto fixa. Cinéma espanyol anys 40” (hasta el 13 de junio).
A mí me ha sorprendido muy gratamente. Confieso que pensaba encontrarme con unas cuántas fotos rancias de un cine por lo general ya él muy rancio en sí y me he encontrado con una exposición muy clara, a la vez didáctica y atractiva de ver, que hace repensar muchas cosas no solo de los técnicos y artistas que trabajaban en él sino también de alguna pieza en concreto del propio cine del periodo.
Empieza describiendo el trabajo de foto-fija, bastante desconocido, explicando cosas como las posibles diferencias entre su producto y los fotogramas del film o sus secretos compositivos, poniendo ejemplos de aquellos casos en que parte de referencias pictóricas, cosas así.
Pero luego se pasa a una bastante extensa serie de piezas de los grandes del oficio en tiradas nuevas, diáfanas, que hablan de que no siempre se trabajaba en esos negros años con decorados de cartón piedra impresentables y mal iluminados y que que en ocasiones se lograron composiciones de gran mérito.







 

El paso suspendido de la cigüeña

El periodista llega al barrio que constituye una sala de espera eterna para los refugiados.

Muchos más trenes varados que en movimiento.

El noble pero decrépito espacio del hotel en que se aloja el periodista. Aquí con la callada chica albanesa.

De regreso a temas plenamente sociales, el de fondo de “El paso suspendido de la cigüeña” (Theo Angelopoulos, 1991; ayer en su ciclo en la Filmoteca) -las fronteras, los refugiados-, lejos de haberse mejorado desde entonces, está como está hoy en día. Quizás sólo cambie un poco la composición de sus protagonistas, que en la película eran sobre todo, dentro de una mezcla bien diversa, albaneses.
Un periodista va a un punto fronterizo griego -de los de Angelopoulos: con nieve, frío, agua y puestos de vigilancia elevados-. En una ciudad cercana, una “sala de espera” para los que han cruzado la frontera desde la que no pueden ir a ningún otro sitio, cree reconocer a un famoso escritor y político (Marcello Mastroianni) que desapareció misteriosamente tras preguntarse en el cierre de un libro que escribió cómo podríamos dar luz a un nuevo sueño colectivo.
Película con más trenes parados en vías muertas que circulando, sin notas de color salvo el clavel rojo en la mesa de la muchacha albanesa del café (¿a qué pintura hace referencia?) o los impermeables amarillos de los operarios de limpieza y los que luego intentan reponer las comunicaciones, con escasas escenas de esas de choque, resulta posiblemente bastante más sombría que las suyas anteriores. Quizás porque ese sueño colectivo sigue sin ni siquiera vislumbrarse en el horizonte.


Final de una de las escenas corales de la película, esta vez de una inmensa tristeza. Una ceremonia de boda ha tenido lugar con los novios cada uno a una orilla de las gélidas aguas del río que hace de frontera.

Los colgados, con sus impermeables amarillos (aunque en el fotograma reproducido no se aprecie muy bien) intentan reponer el cable de comunicaciones vencido.

 

miércoles, 24 de marzo de 2021

Las zapatillas rojas, los cines de barriada y los programas dobles

 


Pues que hoy, en La Charca Literaria, Eugenio Guardiola, calzado con unas zapatillas de felpa, nos escribe -de forma muy divertida- unos cuantos recuerdos como espectador de cine.



El Dr. Frankenstein

En la versión que se veía antes se precisaba de un cierto esfuerzo para llegar a esta conclusión, porque un tijeretazo te llevaba, mediante una elipsis muy moderna, de el bueno del monstruo mirándose las manos ya vacías de flores a un pueblerino llevando en brazos el cuerpo inane de la niña. Pero en la copia actual, liberada de censura, todo queda más claro. Se ve como llega a esa conclusión, ve a la niña, la toma en sus brazos aunque a ella parece que no le hace mucha gracia y la echa al agua, donde hace glu-glu. Claro que no sé si prefería la elegancia a la que había llevado el corte de censura (parece que de la propia productora).

Me asomé ayer al coloquio on-line que, organizado por la Federació Catalana de Cineclubs, dirigía Mireia Iniesta, que iba de “El Dr. Frankenstein” (James Whale, 1931) y resultó bien instructivo, al margen de, por algunas intervenciones de los convocados, quitando hierro al asunto al apuntar notas de recuerdos como espectadores, muy divertido.
Hizo notar, por ejemplo, la existencia en la película, en paralelo, de dos formas en total oposición de puesta en escena. Por un lado, estarían los planos holandeses aberrantes o bien esos decorados de líneas inclinadas, estilo “El gabinete del Dr. Caligari”, que presidirían, con sus acusados contrastes entre el blanco y negro, las acciones “de terror”, notoriamente el principio (y final) en el cementerio o todas las escenas en el laboratorio de Henry Frankenstein. Por otro, los planos totalmente ortodoxos, habitualmente en toma fija frontal, llenos de estabilidad, de las acciones en la vida “normal”, en la suntuosa mansión familiar, o en la fiesta tradicional en el pueblo.
Curiosamente, la célebre escena del encuentro del monstruo con la niña junto al lago y el agotamiento de las flores (por cierto que por primera vez pude antes verlo sin el corte que le infringieron en todas las copias que circulaban), no entraría dentro de las características descritas como de los “de terror”, apoyando de ese modo la interpretación de que es otra cosa...
Lamentablemente, con esta sesión se acabó el ciclo programado. Habrá que esperar un nuevo ciclo...






 

martes, 23 de marzo de 2021

La muchacha

Separadas por la valla, hija y madre se reencuentran...manteniendo distancias.

Sesión de televisión antes de ir a dormir en la casa del pueblo.

Mubi ha colgado una magnífica copia (deben restaurarlas previamente...) de “La muchacha” (1968), primer largometraje de Márta Mészáros, y es una buena oportunidad para recordar la fuerza que supuso la incorporación de cineastas como ella al nuevo cine de los países del Este y la impresión que causaron cuando llegaron sus películas a los países occidentales.
Superada la molesta impresión que provoca el ver que las innovaciones del nuevo cine húngaro no incluían el sonido directo, con lo que en determinadas secuencias crees estar oyendo los terribles pasos de la TVE, la película se sigue con franco interés.
Una chica educada en una institución para huérfanos se dirige desde Budapest a un pueblo del interior para conocer ahí a su madre biológica, siendo observada atentamente y abordada por todo el paisanaje masculino. El reencuentro con su madre no le satisface lo que pensaba y regresa a la ciudad, a su trabajo en una fábrica textil y a sus recorridos habituales de ocio.
Todo está montado para ver la oposición entre el mundo cerrado, machista, tradicional y represivo del pueblo y el independiente de la muchacha, quien, totalmente liberada, rige por completo sus encuentros sexuales.
Rodada en blanco y negro con unos planos y montaje que dejan respirar a sus personajes, yo diría que “La muchacha” no pudo verse demasiado por aquí, todo lo contrario que su siguiente “Adopción”, que circuló con cierta profusión por circuitos especializados.
Fue el primer largometraje rodado por una mujer en Hungría, y el film muestra sin ambages, orgulloso, la independencia de la protagonista, que es siempre quien lleva la voz cantante en las situaciones, algo que sin duda ayuda a definir su modernidad. Recuerdo que aquí, sin embargo, con motivo de la presentación de “Adopción”, Márta Mészáros era nombrada siempre como “la mujer de Miklós Jancsó”.


Ya de regreso, en un puente con un moscón jovencito.

Un encuentro importante, asumido con total tranquilidad.

En una sala de fiestas, ella sola, su amiga con su pareja.

El conjunto “ye-yé” de una fiesta, muy similar a los de los programas televisivos que tenían que soportarse por aquí en la época.