viernes, 28 de diciembre de 2018

El peral silvestre

En la pasarela.
Suele ocurrir. Hace poco buscaba secuencias de películas que pudieran ilustrar la acción de atalayar. Una vez ya pasada la necesidad, empiezas a ver películas que ofrecen lo que buscabas. Es el caso de El peral silvestre (Nuri Bilge Ceylan, 2018). En ella, Sinán contempla desde una roca las aguas de un estanque, se para al pasar por una pasarela para contemplar el río o sube a una colina para, desde allí, contemplar, insatisfecho con lo que ve y lo que siente, el pueblo de sus padres, al que ha regresado tras efectuar unos exámenes de licenciatura, pendiente de qué va a hacer en su incierto futuro.
La chica de la que estaba secretamente enamorado le llama.
La base argumental de la película recuerda poderosamente a la de la trilogía de Kaplanoglu (Huevo, Leche, Miel), pero aquí es quizás más evidente que a ese vocacional escritor protagonista, Sinan, le duele todo lo que ve. Sin dinero, con un padre maestro que gasta su sueldo y más en apuestas de carreras de caballos, una madre frustrada por ello, una antigua novia infantil que, lúcida como ella sola, viendo todos los caminos bloqueados, opta por una salida aberrante pero de lo más práctica, Sinan no encuentra su escapatoria ni en esa posible dedicación a la escritura, a la que ve todas sus costuras en una conversación con el célebre escritor local que tiene lugar en la librería de la cercana ciudad (¿Esmirna?).
Yendo, campo a través, a la casa de la colina.
Tres horas, pero sin su habitual parsimonia, dedica Ceylan a seguir las caminatas de Sinán por entre paisajes de hermosos colores otoñales (sintiendo también nosotros la agitación de la vegetación ante el soplido del viento); en hacernos verlo intentar dar a conocer su primer libro o bajando por los caminos que llevan desde la casa del campo a medio hacer que quiere sin fortuna poner en solfa su padre hasta el pueblo, discutiendo de teología -lo que viene a ser de comportamientos de vida- con un par de imames: uno de flagrante postura acomodaticia y otro joven que muestra un idealismo y apertura de miras que el primero quiere acallar; haciéndonos ver cómo sus abuelos -él también antiguo imam- intentan refugiarse, apartarse al máximo de esa familia y mundo...
En la ciudad.
Pero es ya con la llegada del invierno -primero en una fugaz visión de su paso por el servicio militar, luego en su nuevo regreso al pueblo- cuando aparecen los planos menos cotidianos, los más oníricos, en secuencias (en las que la cámara se mueve majestuosamente mediante panorámicas y avances por paisajes nevados) emparentadas con sus primeras películas. En una de ellas, impresionante, un perro perdido corre por un descampado hasta lanzarse a un río, apareciendo entonces -o ese efecto da- convertido en la figura de Sinán. Y es en el final que surge de nuevo ese modesto pozo, ofreciendo significados tan profundos como el de ese árbol que da título al film.
Y en la librería de la ciudad.
Cada vez más denostado, es precisamente ahora, en sus últimos films, cuando más aprecio a Nuri Bilge Ceylan, que se me configura como uno de los grandes cineastas actuales que nos van quedando, al que seguir apasionadamente. Es tranquilizante, en este sentido, que nada menos que en una Turquía con la que se ve tan crítico y desesperado, le dejen seguir haciendo películas como ésta.
Sinán, a la izquierda, bajando con el hipócrita imam acomodaticio y el nuevo imam del pueblo vecino.

Un traveling penetrante, ya en la época invernal final.

En el umbral de la casa, Sinán hablando con su padre.



miércoles, 26 de diciembre de 2018

Dawson City. Frozen Time

La inacabable marcha de los 10.000 buscadores de oro dirigiéndose hacia Dawson, tras haber sabido del descubrimiento del metal y lanzándose a cambiar su destino.
Días como el de Navidad te hacen reencontrarte frecuentemente (esas fotografías de gentes que ya no están por aquí, vistas colocadas cuidadosamente sobre un mueble, por ejemplo) con el pasado. Lo extraordinario es que esa sensación rime y se vivifique con la visión, a última hora del día, de una película como “Dawson City. Frozen Time” (Bill Morrison, 2016), que corre ahora por la plataforma Filmin.
Bill Morrison, para quien no sepa de él, es un especial documentalista, especializado en eso que se ha venido en llamar “cine de apropiación”. Todos sus films son montajes que dan nueva vida a olvidadas cintas del pasado, cuidadosamente recuperadas. En este caso, Morrison narra toda una apasionante historia que nos acerca a una efímera ciudad del territorio canadiense del Yukón, famosa por haber protagonizado esa fiebre del oro que hemos visto rememorada en tantas películas.
Prostíbulos, casinos, cines. Morrison escribe una frase: cuando llegaron a Dawson, todos ellos vieron que las tierras con las vetas ya estaban adjudicadas. El oro pasaron a ser ellos mismos.
Aquí la historia viene relatada por Morrison, sin las recreaciones de las ficciones (se trata de un film de dos horas prácticamente mudo) mediante sintéticas frases sobre viejas fotografías y películas, la gran mayoría reportajes del momento, montados en una progresión tan dinámica que te arrastra, mientras una hipnótica música (de Alex Somers) te va envolviendo.
Un descubrimiento muy tardío: metros y metros de películas de nitrato enterrados en terrenos de la antigua ciudad.
Así, vemos la dantesca marcha hacia el remoto Dawson que emprendieron 100.000 buscadores de oro, conocedores del descubrimiento del metal, por una inhóspita ruta atravesando Alaska. Largas hileras en un abrupto paisaje, abriendo un sendero entre la nieve. 70.000 de ellos desistieron, si no murieron, en el intento de llegar a su destino objetivo. Jack London fue uno de los primeros, y por ahí, nos informa también la película, descubriremos cosas como el origen de la fortuna de la familia de Donald Trump, veremos aparecer a apellidos -como el de Guggenheim- que nos resultan muy familiares, etc.
Se inicia el trabajo de recuperación.
Pero “Dawson City. Frozen Time” es también un film sobre el cine. Llegado un momento nos informa de que en ese punto tan aislado tenían noticias del mundo exterior gracias al invento de los Lumière y Edison. Los diferentes, grandiosos cines de la localidad proyectaban noticieros por los que los habitantes estaban informados de las polémicas entre patronos y mineros, de la marcha de la I Guerra Mundial o de conflictos políticos de todo orden. Eso y cintas de ficción que, tras tres años de su estreno, iban a parar al Yukón, como última etapa de su camino de exhibición. Y entonces había que deshacerse del peligro explosivo que su soporte material -el famoso nitrato- representaba...
Imágenes como ésta, en la que vemos a una bailarina, aún con dificultades, resucitar entre la descomposición química de la película. Regresos del día de Navidad.
A veces da la impresión de que Morrison se enamore del misterio y a la vez la luminosidad que irradian las secuencias de películas incorporadas en su documental. Por el final vemos, medio carcomidas por el tiempo, las imágenes de las evoluciones de una bailarina alrededor de un estanque. Es muy hermoso darse cuenta que, de forma fragmentaria, con saltos, en ocasiones con manchas que borran por completo su rostro o su cuerpo, estamos asistiendo a una forma de resurrección de una de las vidas que se daban por totalmente desaparecidas, de ese 80% de la historia del cine mudo que pereció al incendiarse o vete a saber por qué causas.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Atrapados

Viendo en su noveno episodio cómo tiene lugar la escena en la que el protagonista, jefe de la policía de una remota y aislada localidad islandesa, comunica un hecho transcendental a su familia (desde fuera, al otro lado de un cristal, viendo sus predecibles reacciones, pero permaneciendo éstas inaudibles) me he dicho que eso era ya la confirmación de que no me encontraba ante una serie cualquiera.
Hasta entonces, con algún altibajo de atención, había ido siguiendo los ocho episodios previos de “Atrapados” (Baltasar Kormákur, 2015) con la sorprendente constatación de que no era la intriga sobre los truculentos hechos que suceden en ellos lo que me hacía perseverar en su visión, sino ese extraño ambiente de trágica fatalidad, de nostalgia por una pérdida dolorosa, que los envuelve. Y, claro: si eso es así, no es para nada despreciable cómo colabora en ello ese paisaje totalmente blanquecino, la mayor o menor oscuridad que domina casi todos los episodios, esos personajes pisando amplias capas de nieve y asaltados por continuas tormentas o con un cielo plomizo, amenazante, sobre sus cabezas.

lunes, 17 de diciembre de 2018

La mujer de Seisaku

Por ahí se me podría haber redimido la película, cuya línea argumental sí que me convence, en cambio, totalmente.
Me perdí “Red ángel” (1966), que me dejaron muy bien, y ayer, aunque realmente no deseaba ir a ver un cine de un tipo así, tan acentuado, acabé cayendo en la Filmoteca, en la que se anunciaba como “la obra maestra de Masumura”, esto es: “La mujer de Seisaku” (1965). Como ésta se considera su obra maestra, ya puedo tranquilamente ahorrarme las demás, que sé que no están hechas para mí.
El prólogo de la película sí me resultó muy interesante, sobre todo por su empleo del sonido, hasta el punto de decirme, aún reticente, que la cosa podía convencerme. La protagonista aparece sola en una colina desde la que se divisa una zona industrial, mientras por la banda sonora surgen unos ruidos de lo más hirientes. Al poco aparece el viejo que vive con ella y su acoso es acompañado, en este caso, de una música clásica de aire occidental. Hay unas discusiones agrias entre los dos y su final sometimiento a los designios del viejo que la mantiene amancebada pasa a acompañarse con una música que me ha recordado a la de una “Pasión”.
Arranca entonces, tras los títulos de crédito, el núcleo narrativo de la película, que tiene lugar en su pueblo de nacimiento, aunque esa mancha deshonrosa de su vida pasada le acompañará hasta el final.
Mizoguchi (con el que en ocasiones se ha emparentado a Masumura) también presenta en sus películas, y bien que me duele, bastantes grupos de “japoneses nerviosos”, pero me da que, al margen de compensar sus escenas con otras correspondientes a una serenidad y belleza bárbaras, nunca llegan al súmmum de zafiedad y grosería con el que Masumura caracteriza a absolutamente todos los secundarios. Sólo en una escena, en la llegada y recibimiento triunfal al soldado que regresa herido de la guerra (un motivo recurrente, que aparece también, por cierto, en Mizoguchi y algún otro), esa zafiedad global es compensada con creces con la tensa serenidad con la que aparece su mujer ahí, mezclada entre la masa, pues también ha acudido ahí a recibirlo.
Pero ella (a la izquierda), ya desde el principio, debe lidiar con una enorme troupe de gente zafia, que exterioriza su ansiedad sin respiro.
Sin la chispa antisistema del Oshima de los años 60 (con el que se agrupa a Masumura), puesto que aquí sólo aparece una moraleja final en esa línea, para mi gusto, una película como ésta, tan llena de personajes caricaturescos, sólo podría redimirse a base de otro tipo de excesos. Podría ser gracias a acentuar los encuentros pasionales de la pareja de enamorados, que inicialmente parecen dirigirse hacia lo sensorial extremo (“tu torso, tu torso”, le dice ella a su amado, mientras se lo va acariciando lenta y concienzudamente), podría ser a base de sangre a lo bestia (hay una escena que se prestaría mucho a esta línea), pero ese sobreexceso redentor no acaba de estallar, para mi gusto, nunca. Nos quedamos, desgraciadamente, con el otro.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Rif 1921: una historia olvidada



Siguiendo una costumbre habitual, distraigo el sopor inevitable tras la comida del domingo entreviendo algo grabado en la tele últimamente. Pero esta vez ha sido “Rif 1921, una historia olvidada” (Manuel Horrillo, 2008) y el interés de la historia relatada no me ha dejado ni dar una cabezada.
No es que sea una maravilla de realización (con todo lo que suele aportarse autoralmente en estos casos: trabajo gráfico consistente en manchar como de sangre los planos e imágenes históricas enseñados, atisbos de ficción entresacando un par de protagonistas de los de a pie de entre los grandes nombres de los hechos, set con Imanol Arias en plan metacine en los lugares históricos,…), pero tiene el acierto de viajar hacia atrás y hacia delante para dejar entender todo lo que se dilucidaba en la guerra del Rif y echa mano de conocedores de la historia local y global (Bernabé López, Ignacio Ramonet, Mª Rosa de Madariaga,…) que tienen intervenciones de interés, muy reveladoras.
Se me quedó grabado lo que me explicó mi padre sobre el suyo, mi abuelo, de cuando éste era un joven oficial de Intendencia, recién nombrado capitán, en el norte de África. Asimilé que fue, con sus tropas, de los pocos que se salvaron del desastre de Anual, porque, acostumbrados a hacer marchas, resistieron una de tres días y tres noches que otros no aguantaron. Pero hace unos años, con la ayuda de un primo que se dedica últimamente a rastrear huellas familiares por archivos, pude consultar en el Gobierno militar su expediente, que acababa (y eso era quizás lo que más me interesaba) con su condena y expulsión del ejército, acusado en la famosa “Causa General”. Pues bien: algo no cuadraba. El desastre de Anual fue en 1923 y a él le dieron una medalla militar estando en África, sí, pero en 1920, con lo que debió ser otra cosa.
Con enlace o no familiar, qué historia, esa de la guerra del Rif..!

Wanda

El negro ambiente inicial, de la escoria de la mina de carbón, que envuelve a un punto blanco desplazándose: Wanda.
Los actos para celebrar los 30 años de la ACCEC se acabaron ayer en la Filmoteca con la proyección de “Wanda” (Bárbara Loden, 1970). Presentada por Marta Selva como “la manifestación del estado de malestar de una mujer”, vimos una copia restaurada en 2010 de esta película que ha ido posicionándose como una rara avis que hacía un callado diagnóstico de la situación de una mujer desubicada de clase popular -vivía frente a la escoria de una mina de carbón- en esos años.
Wanda se somete inocentemente a su papel de sucesiva pareja, dando pie a un relato valorado como punto de referencia para el cine feminista.
En la deriva de Wanda tras abandonar a su marido e hijos, yendo a caer en la ruta de un tío inestable (oportunidad para recalcarlo con el también inestable movimiento de la cámara) que va entrando en una ola de atracos, se aprecia una aspereza tan grande como el grano de la película subestandard empleado.
El marcado grano de la película, conservado en la reciente restauración de la copia.
En un momento, la protagonista, sin saber a donde ir, se mete en un cine hispano para ver nada menos que a Raphael en “El golfo”. En otro, se mira en un espejo de un lavabo, tan roto como ella misma.

sábado, 15 de diciembre de 2018

30 aniversario de la ACCEC


Se han oído cosas curiosas en la primera mesa redonda de la reunión de hoy de la ACCEC, que celebraba su 30 aniversario.
Esteve Riambau, que fue entre los presentes su presidente más antiguo, ha empezado hablando, como había prometido, de José Luis Guarner, quien fue el primero de todos. En la primera ronda, como los otros dos, ha dado algún dato sobre la historia de la entidad. Estamos hablando, para no caer en el culto a las siglas que tanto dificultan todo, de la hasta hace poco Associació Catalana de Crítics i Escriptors Cinematogràfics, que tras la última asamblea pasó a llamarse “Associació Catalana de la Crítica i l’Escriptura Cinematogràfica”, dentro de este proceso por la igualdad de oportunidades y presencia de la mujer que avanza pasando por encima de posibles incorrecciones gramaticales, porque no es la escritura la que se asocia, sino los que la ejercen, como diría Fernando Puerta, uno de los últimos directores de la ETSEIB, que no consiguió convencer de que no podía ser una Escuela de ingeniería, sino de los que iban a ejercerla en el futuro.
Hecha esa navegación que me puede ocasionar algún que otro mamporro, a lo que iba: Riambau ha explicado que la ACCEC se inauguró en el cine Alexis, tras reuniones en casas particulares y en el Colegio de Periodistas. Que inmediatamente la Asociación entró a formar parte de la Fipresci, abriendo acceso a críticos no catalanes, como Ángel Fernández Santos y Carlos F. Heredero, que fueron al Festival de Cannes bajo su paraguas.
Su objetivo inicial era dignificar la crítica cinematográfica, que en los 60 y 70 vivía una confrontación desigual entre la de los diarios, aún ocupada mayoritariamente por bastantes carcamales franquistas, y la de ciertas publicaciones progresistas.
Carlos Losilla, deudor de sus intereses, ha destacado de su breve presidencia (1999-2002) que se trató de un cierto momento de cambio, hacia nuevos cineastas de su agrado, y de cambio generacional.
José Enrique Monterde ha bajado las perspectivas y objetivos de su larga presidencia poniendo los pies en el suelo: Mantener la supervivencia de la Asociación, no retroceder de lo ya conseguido. Se empezaron también, ha continuado, a organizar talleres de crítica cinematográfica o proyecciones de cine catalán con audiencia internacional en el lapso de tiempo entre los festivales de San Sebastián y Sitges.
Por su parte, la actual presidenta, Marta Armengou, ha comentado que está sorprendida de la mucha gente que solicita ahora entrar en la Asociación, para iniciar a continuación los temas que han centrado el resto de la conversación: Los nuevos medios y canales, con internet a la cabeza, el peligro de la frivolización del lenguaje de los escritores cinematográficos, etc.
Eso de la banalización del discurso cinematográfico lo han señalado todos (y la siguiente mesa redonda lo evidenciaría aún más) como el tema más preocupante. ¿En qué está desembocando todo eso tan nuevo y tan fresco? -se ha preguntado Carlos Losilla-.
He anotado unos cuantos temas adicionales de interés, que paso a apuntar ya esquemáticamente:
- El de esa longitud de los escritos antes limitada a libros, ahora permitida por internet.
- El peligro señalado por Monterde que asoma por blogs y otros medios de internet: un terrible narcisismo, arrastrado en muchas ocasiones a la que ha llamado la “Política del descubrimiento”: Todos quieren descubrir a un nuevo autor.
- La existencia mayoritaria de trabajos en libros no remunerados, pero en los que se ha de caer sí se quieren hacer méritos universitarios. Tras el ejemplo señalado por Monterde, Riambau ha apuntalado la cosa, diciendo que escribir en una revista indexada te puede costar 2000 euros...
- Un Losilla, luego seguido por todos los demás, preocupado por esa tensión entre el pasado y la actualidad, entre las bases del lenguaje del cine y su expresión actual.
- Y Riambau, sabedor de estas cosas por su puesto en la Filmoteca, señalando que todas las nuevas visiones de obras recuperadas recientemente deberían permitir, cosa que no se hace, repensar y reescribir la historia del cine.


 

domingo, 9 de diciembre de 2018

Roma

El panorama, sonidos y olores que emocionan a la protagonista, que pasa a encontrarse con los panoramas, sonidos y olores de su ya lejano pueblo.
Nos hemos dejado arrastrar por la avalancha esa y hemos entrado a formar parte de la gente que ha ido a ver “Roma” (Alfonso Cuarón, 2018), debido a la publicidad “boca/oreja” de “apúrate, que la van a sacar del cine, y se ve mucho mejor en el cine que en la televisión”, que va a ayudar a incrementar la parroquia de una de esas plataformas que se están comiendo el público que quedaba por las salas de cine.
Pero por el momento si hay unas salas de cine que van a limpiar paradójicamente gracias a ella números rojos y que podrán adecentar la foto económica de final de año, éstas son las del Verdi de Barcelona. Ayer tarde -domingo-, cuando he mirado por internet, después de comer, ya tenía casi todas las entradas de su segunda sesión vendidas, y hemos debido acudir entonces a la de noche, que ha tenido finalmente también una buena entrada.
Tras la apertura de cortinas y los pases de filmets publicitarios, finalmente apagaron las luces de la sala, se hizo el silencio y empezó la película. ¿Silencio? ¡No! Un run-run incesante se colaba de fondo de la minimalista primera escena, en primerísimo primer plano, con los títulos de crédito: ¡Eran las uñas de unos cuantos dedos ávidos, correspondientes a espectadores que daban buena cuenta de las palomitas compradas en la entrada! Por suerte, los envases de cartón de las palomitas de maíz que venden no deben ser muy grandes y pronto acabó el ruido, que a lo mejor ni era de las palomitas, porque de tanto en tanto durante la proyección te sorprendías con unos ruidos raros o voces por detrás del cogote y al menos estas últimas correspondían a los diálogos emitidos por personajes del film cuando no aparecen en la pantalla, porque están fuera de campo, lo que podías comprobar gracias al extraño subtitulado que se podía ver en la copia. El Verdi ha hecho reformas y una de las novedades que han traído esas reformas es un nuevo sistema de sonido Dolby... ¿A ver si tendré que acabar dando la razón a quienes defienden el monitor de TV o del ordenador para ver cine, frente a la tan loada socialización que representa el cine en sala?
El patio de la casa familiar, en continua necesidad de lavado por un perro algo incontingente. Terreno limítrofe, a franquear a través de unas rejas, entre el ámbito de la familia de los patronos y el cuartucho vivienda de las criadas. leyenda
Pero hay que decir también algo de la película, porque habrá quien no se contentará únicamente con notas ambientales y periféricas. A ver cómo lo hago: Será por no habernos situado en las primeras filas, desde donde he vuelto a coger costumbre de ver y apreciar entonces mucho más las películas, será por eso de las expectativas desmesuradas que han provocado tantas alabanzas, que dicen que nos encontramos ante la mejor película del siglo, el caso es que, habiéndome gustado este “Roma”, tampoco sería de un ditirámbico subido, como lo ha sido bastante gente con ella.
La película va, en todos los sentidos (incluido el de mi apreciación personal) de menos a más. Empieza como pieza casi intimista, bastante austeramente, para luego ir incrementando la complejidad de sus planos, acogiendo en cuadro cada vez a más personajes, aún guardando el centro de atención en la criada protagonista abriéndose como una onda expansiva a cada vez más relatos.
Para ser sincero, sin que se me ofenda nadie, prefiero a toda la primera hora de película la escena del despertar de la criada en “Umberto D”, rodada mucho antes y con muy inferiores medios. Viene a explicar lo mismo, de una forma que a mí me conmueve bastante más.
¿Que es mejor verla en el cine que en casa? Al margen de que eso suele ser una verdad como un templo con todo tipo de películas, creo que sí, que podría ser que tras esta primera hora de película, vista en casa hubiera perdido interés en ella y quién sabe si hubiera abandonado. Habría sido una lástima, porque después, a partir de entonces, la cosa va adquiriendo complejidad, con escenas llenas de gente, utilizando toda la pantalla panorámica o en diferentes planos superpuestos, y en esos casos, para poderlo apreciar bien todo, cuanto mayor sea la pantalla donde la veamos, pues mucho mejor.
En una primera escena compleja en la que me he fijado, la de la fiesta, he valorado un aspecto de puesta en escena notable. La cámara está puesta a una altura tan baja, me he dicho, porque todo está visto desde el punto de vista de la criada, cuya estatura desde el suelo no supone demasiado. Pero resulta que el plano siguiente (con personajes todos de una misma estatura) está rodada de la misma forma. Vamos: que no se trata de un posicionamiento como lenguaje, sino únicamente estético. Dejemos este tipo de acercamiento, pues.
Sigue a continuación una escena con un fuego, que me ha parecido muy mal filmada y presentada, quizás porque quiere trasmitir, más que la impresión del fuego, una sensación como onírica, y a partir de entonces sí, la cosa me ha ido pareciendo que alcanzaba solidez, aunque ya había transcurrido la mitad de la película...
Los combatekas, observados con admiración por la gente.

Por lo que sigue (y es verdad que no se haría tan notorio si no llegase tras toda esa primera parte) yo me sumaría al carro laudatorio. Me impresiona y llega el plano panorámico en el campo, la criada protagonista sintiéndose como en su pueblo: “Así huele también allí, así son los cerros, así se mueven también los animales”, dice.
Poco después hay, dentro de ese aspecto que destaca todo el mundo de la perfecta ambientación de México por 1970, una escena que sí me ha parecido extraordinaria. Es un larguísimo y complicado traveling siguiendo después del chaparrón a los personajes por las aceras de la ciudad, en plena actividad ésta.
Y va abriéndose más y más en planos cada vez más atiborrados de gente. Situemos ahí el del descampado en el que un Dr. Zobeck casi de TBO, con su ridículo traje de superhéroe, impone unos también ridículos ejercicios a toda una tropa de peligrosos amantes de las artes marciales, los combatekas, como se oye llamarlos. Hasta llegar, en este escalado de la complejidad, a la impresionante escena en la que todo se rompe, con motivo de los disturbios en el Distrito Federal. El aro de la onda expansiva ha llegado a toda la sociedad.
Sigue más el film, ya congraciado con espectadores algo reticentes como yo, que salen mucho más ufanos que como se encontraron por su mitad, y se dirigen a sus casas a anunciar a sus amistades que tienen aún oportunidad de ver en cine, que luego ya nunca más, una película con fotografía en blanco y negro que está muy bien, y que merece la pena verse en una sala con pantalla grande.

Gertrud

Ilusiona ver la sala Chomón de la Filmoteca tan llena para ver “Gertrud” (Carl Th. Dreyer, 1964), por mucho que pueda tratarse, en su mayoría, de gente que ya la haya visto varias veces. Y me dicen que anoche incluso pudo haber un efecto futbolístico disuasorio, y que con “Ordet” la ocupación era superior... El completo silencio durante toda la proyección completaba el efecto.
Confieso haber visto la película no tantas veces como “Ordet”, pero sí bastantes, aunque la mayoría en condiciones no demasiado óptimas, que pasan por la televisión casera. Y aunque en general me ha dejado por las nubes, debo confesar que durante una época mi estima fluctuó, pues en ocasiones la encontraba hasta ridícula, y en otras sublime.
En esta ocasión he querido, sin dejar de seguir al máximo a Gertrud, con la que se busca inevitablemente la identificación, concentrarme un poco en los personajes masculinos. Así, he disfrutado como nunca, incluso hasta la emoción, con ese monólogo en off que refleja los pensamientos del marido abandonado yendo en un coche de caballos, para valorar luego la ironía (es la principal nota de humor, aunque discreta, de la película, junto a la aparición de la madre) de que se dé cuenta de la infidelidad de su mujer justo cuando va a su encuentro a la ópera -y aquí el chiste- “Fidelio”.
Pero está claro que no se va a ir a ver “Gertrud” por su sentido del humor, más bien escaso. El sentimiento que predomina en todo el film es la nostalgia (ese “Lo que se ha perdido es siempre lo que valía” que se oye en su banda sonora) y una tristeza que lo invade todo al ver lo frágil que resulta el amor cuando queda envuelto -y es casi siempre- por posturas egoístas.
Sales del cine, pues, como en una nube, tras esos diálogos y escenarios tan inusuales, valorando de nuevo esos elementos de lenguaje de la película tantas veces mencionados: Esas dos estancias diferenciadas unidas -o separadas- guardando independencia entre sí. Ese espejo rodeado de candelabros que ella enciende y el amado poeta que se lo había regalado, ya vencida la esperanza, apaga. O esa concomitancia entre el cuadro de Munch de la pared y la situación de la pareja del sofá, sentada delante suyo, como dirigiendo el primero los sentimientos de la segunda. (Antes de ver la película podría llegar a pensarse que los dos personajes del cuadro están mirando al mismo sitio, pero después de verla sabemos que cada uno mira hacia su lado, en medio de una absoluta soledad).
A estas alturas yo creo que podemos hablar y valorar cómo leitmotiv, sin fastidiar a nadie, el final del film, con esa lectura por parte de la protagonista de un poema que escribió cuando tenía dieciséis años, que repetía una y otra vez, como estribillo, “¿Soy guapa? No, pero he amado.”
Ayer hablaba de otro cineasta que ha pasado por la Filmoteca y ya se nos ha ido. Lo hizo con una película (“La emperatriz Yang Kwei-fei”) que tiene, en cierto modo, trazos comunes con esta “Gertrud” de Dreyer, quien también nos dice adiós con ella. Tras los ciclos de este segundo semestre dedicados a Bergman, Mizoguchi y Dreyer, será difícil que durante el programa del año que viene de la Filmoteca, aireado esta semana, no nos notemos (al manos creo que a mí me pasará) algo huérfanos.
Farvel, Dreyer.
さようなら, Mizoguchi.
Farväl, Bergman.

sábado, 8 de diciembre de 2018

La emperatriz Yang Kwei-fei

El anciano emperador destronado se dirige a la estatuilla de madera de la emperatriz, rememorando a partir de entonces, en un flash-back, toda su historia con ella.
 Quizás la escena en que se aprecia cómo la que será la emperatriz Yang Kwei-fei pasa a enamorarse del emperador nos puede dar cuenta de la mano y a la vez la sutileza que emplea Kenji Mizoguchi para explicar cinematográficamente las cosas.
Ella es la pequeña de todo un clan que quiere jugar la baza de su parecido con la añorada mujer anterior del emperador para, presentándosela, obtener poder y prebendas. Se siente utilizada por todos ellos, pero se deja llevar, ya resignada a vivir el resto de su vida con el emperador, que ni le va ni le viene. En el momento del buscado encuentro, el emperador, atento a la floración de los almendros del jardín de palacio, ni repara en ella. A continuación él se dirige al jardín y comienza a tocar una pieza musical en honor de su mujer muerta, celebrando esa belleza que presagia la primavera. Entonces vemos que la joven, captando la escena tras una celosía, atraída por la música que interpreta el emperador, se aproxima al jardín. Cambio de plano y la cámara capta ahora frontalmente en el exterior al emperador sacando sonidos de las cuerdas del instrumento, para, a continuación, efectuar una suave panorámica hacia la izquierda hasta encuadrarla a ella, quien, delicadamente, internamente conmovida, baja la cabeza. Fundido y cambio de escena. Suficiente para que los espectadores seamos conscientes de haber presenciado, gracias a ese simple gesto, como ella, que no estaba en absoluto enamorada de él, pase a estarlo. Todo ya ha cambiado.
Prendado de la belleza de los almendros en flor, el emperador interpreta su composición en recuerdo de su fallecida mujer.
El ciclo Mizoguchi de la Filmoteca toca a su fin. Lo hace, fuera de su marco, con “La emperatriz Yang Kwei-fei” (1955), su penúltimo largometraje. Pese a la perfección a que le lleva la madurez de Mizoguchi, hay un aspecto de la película que hasta hoy no me había dejado disfrutarla en su totalidad. Es un film en colores, y no es un dato poco importante, tratándose de una gama y confrontación de ellos muy estudiados. Pero también -y ahí mi pero anterior- es también un film rodado hasta en sus exteriores en estudio, con unos decorados que no rehuyen de parecerlo.
Sigo pensando que con rodaje en escenarios naturales, vista la maestría lograda por Mizoguchi en esas circunstancias en films anteriores, la película sí alcanzaría por completo la perfección, pero también he sabido ver en este pase que quizás esos evidentes decorados, conjuntamente con esos colores, profundizan la buscada sensación de estar asistiendo a la representación de un cuento. Y ese jardín de los almendros en flor no es más, entonces, que la más notoria de sus ilustraciones.
El emperador repara por primera vez en la joven protagonista, que baja pudorosamente su mirada.
El cuento explicado, la historia, mostrado todo en ella a base de elegantes movimientos de cámara, es la del enamoramiento del emperador por una pueblerina porque le trata de tú a tú, y le hace vivir por momentos -como en la secuencia en que lo lleva de incógnito a disfrutar de una fiesta popular- como si fuera uno más de los habitantes, y no el emperador. Pero también es la historia de un emperador cautivo de las rencillas y malas artes de los que le rodean en el gobierno, todos unos arribistas que con su desprecio por la plebe y sus ansias de poder, predisponen a la gente hasta contra él mismo, y son representados en buena parte, como también nos tiene acostumbrados el realizador, por actores que acentúan su costado bufo.
Mezclados de incógnito entre la gente, los emperadores participan en la fiesta popular.
Esa doble historia está explicada mediante un largo flash-back por el anciano emperador ya apartado del poder. Él aparece, tras una majestuosa panorámica que acompaña a unos mensajeros por un largo pasillo de columnas hasta el salón donde se encuentra, de espaldas, contemplando el exterior desde el balcón, sin que su mirada pueda alejarse demasiado, porque un muro cercano le tapa en buena parte la visión. El anciano, envuelto en sus pensamientos, tras oír el mensaje recibido, que supone aún mayor vejación para su persona, se dirige a una estatuilla de madera que representa a la emperatriz Yang Kwei-fei, y pasa a rememorar toda su historia con ella, que acaba con la escena justamente famosa de un ajusticiamiento. Un ajusticiamiento que nos es explicado, con una elegancia inaudita, casi exclusivamente fuera de campo. La cámara baja para ver, a nivel del suelo, como se arrastra una capa por el suelo y luego caen sobre ésta un par de sortijas. Se acabó. Volvemos a la actualidad, al escenario con el anciano hablando a la estatuilla de madera que le ha traído todo eso a la memoria. Sólo un momento basta entonces para que nos demos cuenta de que se nos ha contado una historia de esas de amor más allá de la muerte.
La vuelven a pasar mañana, domingo.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Mia Hansen-Love: Maya y cómo afronta el cine


No sé cómo resultará “Maya”, la última película de Mia Hansen-Love. Sea lo que sea, su forma de hacer y explicarse me sigue gustando. En un “Les Inrockuptibles” del pasado mes de noviembre, Emily Barnett y Jean-Baptiste Morain le hacen una entrevista a ella conjuntamente con otro director de estreno también reciente, Mikhaël Hers. En ella habla del tema de la película -que ha ido a rodar a la India- haciendo hincapié en su postura de mantener la violencia fuera de campo, del duelo como uno de sus temas, de su obsesión por captar lo cotidiano o de su constante huida del maniqueísmo. Traduzco a lo bestia alguna de las cosas que dice:
“La dificultad (de la película) consistía precisamente en incluir en ella a la violencia, no negarla, pero sin tampoco ponerla en valor.”
“Tenia la impresión (al principio de su carrera) de hacer films para llenar vacíos. Para hacer revivir, a través de la ficción, ya sea a gente a la que había amado y que habían desaparecido, ya sea a gente a las que no había conocido. Hay en ellos duelos imaginarios, indirectos y misteriosos. Pero intento hacer de tal manera que todos mis films tiendan también hacia una forma de porvenir, de superación del duelo.”
“Hay en tu cine una poesía de lo cotidiano (le dice a Hers). Pasa por lo real, pero lo sobrepasa. Es lo mismo que busco yo, es un mismo gusto por una representación de lo cotidiano que no puede reducirse al simple naturalismo y que apunta hacia algo invisible, pero que transita por los objetos, la repetición, los hábitos...” Por otra parte: “Uno de los mayores placeres que encuentro al filmar es el que proviene de los momentos en los que se tiene la impresión de estar fundiéndote con la vida, que estás captando la vida de un país, de un lugar y, al unísono, introduciendo la ficción. Lo que me interesa realmente es mezclar la ficción con una mirada “documental”. El objetivo no es restituir lo real por lo real sino, al contrario, captarlo para capturar con ello una forma de poesía que no puede ser transmitida por otros medios que los del cine y la ficción.”
“Casi siempre me enfrento a espectadores que me reprochan que mis personajes no sean lo suficientemente maniqueos, cuando en la vida todo el mundo es bastante ambivalente. (...) Me enfrento a públicos que son cada vez más puritanos (...).”
(La foto de Mia Hansen-Love es de Marie-France L’Ecuyer para Ioncinema)

Praesidenten

Una de las parejas interclasistas que aparecen. Corresponde al primer flash back, el del ancestro del clan. Y sirve uno de los preciosos exteriores de la cinta.
Se hablaba hace un par de días de un interior dreyeriano, con su chimenea y urna, y nada más empezar la película surge uno muy parecido. Esta semana dedicamos una sesión a las sombras en el cine y, tras pedir perdón por la redundancia, entre otras secuencias pasamos la famosa escena de “Gertrud” en la que vemos las sombras de ella desnudándose proyectadas sobre la pared de una habitación adyacente a la principal desde la que miramos. Aprovechamos entonces para remarcar la abundancia de escenarios como ese en los interiores de Dreyer, con esos dos espacios unidos y prolongados. Pues bien: El anciano personaje inicial del film accede desde la sala a la pequeña cámara vecina en la que está su hijo, que responde exactamente a esas características. No sólo eso, en la misma película vemos en dos momentos una utilización de las sombras de lo más interesante. Por una de ellas, reflejándose sus cuerpos en el agua de un riachuelo, podemos apreciar el avance del idilio de la pareja que se halla en un pequeño puente. Por la otra, podemos ligar cabos y ver cómo se libra un personaje, al que vemos llevando una jarra de cerveza en sus manos, del guardián de la ciudad: Simplemente distinguimos sobre la fachada de una casa la sombra de este último bebiéndosela.
Notar las cosas a través de las sombras de los personajes.
Todo eso podría dejar de tener su importancia si la película proyectada ayer en la Filmoteca no fuera nada menos que “Praesidenten” (1919), el primer largometraje dirigido por Dreyer. Ya desde sus principios, pues, dejaba claro el estilo que después le hizo célebre. Es más: habiendo visto sus películas inmediatamente posteriores, daría la impresión de que Dreyer pasó a ocultar ese saber natural que poseía, para acercarse miméticamente a las producciones del momento, para finalmente ir recuperando esas formas que ya denotaba en ésta su primera película.
Como descubrí hace poco por casa unas muy inocentes fichas que elaboraba en la época sobre todas las películas que veía, puedo utilizarlas para constatar que la vi por primera vez en 1977 (en una completa retrospectiva sobre Dreyer de la Filmoteca de la calle Mercaders), para dejar constancia del argumento que le atribuí (“3 generaciones seguidas -flash backs- parecen repetir la misma historia: amor entre el varón de clase alta y chica no del “círculo”. Un presidente del juzgado es el protagonista”) y de lo que, junto a una buena valoración, más destaqué de ella: “Mundo exterior (perfecto) —> Escenas encuentro parejas”.
Con eso dejaba claro que, más allá de la perfección formal de sus interiores, me dejaba llevar por el encanto de sus escenas de exteriores, que más tarde alcanzaron su perfección en películas como “Dies irae” o bien “Ordet”.
Un plano de la película y el famoso cuadro de Whistler, confrontados.
En “El presidente” te topas de repente con disposiciones del plano inspiradas en cuadros de su gusto (como el notorio caso de uno de Whistler recogido en ese juego de dos fotos que cuelgo), con imágenes religiosas (otra foto, con la hija prisionera, con una capa blanca que la convierte en una inocente virgen o con esos hallazgos en la utilización de recursos como los de las sombras. Es un melodramón desatado, que mezcla conceptos como el del honor, la fidelidad a la palabra dada, la amistad, y así de una forma que al menos hoy puede parecer ridícula. Pero que merece mucho la pena verse por todo lo anteriormente señalado. Hacen otro pase el viernes por la noche: yo no me lo perdería.
El carcelero con su prisionera.
(He virado al blanco y negro varias de las imágenes que cuelgo, porque no me gustaba el efecto de su color original, algo así como burdeos, que tenía la copia restaurada -según un letrero- siguiendo las instrucciones dejadas escritas por el propio Dreyer. Un color sepia/burdeos que luego permite apreciar un efecto impresionante en una escena en la que figura el pueblo en procesión nocturna llevando unas antorchas)
Esta casi onírica escena en las ruinas del castillo culmina el film.