domingo, 30 de abril de 2017

Le val d'enfer


Sabe mal constatarlo, pero en pleno período de un festival con las más atractivas propuestas de los cineastas que aportarán el más interesante cine del futuro, resulta ser al acudir a la Filmoteca cuando tu selección tiene más posibilidades de éxito.
En esta ocasión la apuesta era, no obstante, más que arriesgada. Una película de Maurice Tourneur, pero no de sus seguros años 30, o su época muda, sino de 1943. Y no una de esas de la Continental que defiende Tavernier señalando que, además de bien hechas, eran sorprendentes por las ideas que lograron colarles. Todo lo contrario: Es este “Le val d’enfer” un canto a los valores tradicionales del orden establecido: la familia, el trabajo,... Todo lo que no podía sino satisfacer bajo los opresivos aires de la ocupación alemana de Francia. Pero, aún dejando claro eso, tiene tanto de forma general como por determiandas escenas, me parece a mí, un gran interés.

El Valle del infierno del título es, en realidad, una enorme cantera, en la que a base de explosivos y duro trabajo de picapedrero a mortales 40ºC en verano, se va logrando sobrevivir con una existencia modesta, pero segura. A eso ayuda la camaradería entre “los españoles”, un grupo de mineros siempre con la sonrisa en la boca y alguna que otra guitarra o canción, y un patrón que está en todo: atendiendo al parto de la mujer de un obrero, siguiendo las últimas voluntades de un amigo,…

Este rudo pero bondadoso patrón, ya de una cierta edad, con un hijo que le ha salido rana, venido al mundo además ocasionando la muerte de su mujer, centra la atención de la película. Vive en casa con sus ancianos padres, que contribuyen a dar la nota divertida pero emotiva de la película, y pasa a proteger a una mujer descarriada, por la que empieza a mostrar unos grandes sentimientos pese a doblarle la edad…
Por pequeños detalles (ese cuchillo que utiliza despreocupadamente como mondadientes ya al siguiente día de su boda) vamos asumiendo que el matrimonio, que provoca repercusiones por todos lados, no será modélico…

Una escena, entre otras, para el recuerdo: Sus padres se retiran voluntariamente a un asilo, una casa de beneficiencia. Facilitan la operación a su hijo, quien ha ido con su carro para acompañarlos hasta ahí. Todo se desarrolla a la perfección, pero cuando los deja para irse de nuevo a su casa, se cruza con todos los que van a ser compañeros de sus padres. Se da cuenta de lo que es eso…

sábado, 29 de abril de 2017

Készakàllú


No iba a escribir nada sobre mi aperitivo en el D’A Film Festival, “Készakàllú” (Gastón Solnicki, Argentina, 2016). No iba –pensé- a dar más pienso, añadir leña al fuego de un realizador que, yo diría que más bien pedantemente, ha esparcido por ahí una serie de naderías que han sido recogidas en todos los escritos que se pueden pescar por la red. De hecho, fui el que, llegado el minuto 70, y ya temiéndomelo, solté la carcajada ante la palabra FIN iluminando la pantalla negra, tras un momento que hace pensar, con verdadera intriga, hacia dónde se dirigirá la trama.

Pero esta mañana, dándole vueltas, he intentado dar forma a la cosa. Primero me he preocupado en hacerme recordar de qué iba el cuento de Barba Azul, pues Solnicki dice (y es una de las cosas que se repiten hasta la saciedad) que el film está basado en una ópera de Bartock a su vez surgida del cuento. Y he llegado a la conclusión de que quizás las piezas (no todas, pero sí las más significativas) casan si llegamos a la conclusión de que Barba Azul puede representar, en este caso, algo así como la banalidad de una sociedad acomodada, y que se ve cómo un personaje escapa de ella.

La película se inicia muy bien, con unos planos fijos que van sucediéndose en los que destaca lo calculados de sus encuadres, muy resultones estética y quizás funcionalmente. Dos o tres planos seguidos puede llegarse a la conclusión de que corresponden en general a la misma secuenca –por cuanto aparecen los mismos personajes, en un similar momento- mientras que, en ocasiones, la escena cambia por completo. Pero siempre esa perfección estética, con el club, la piscina y lo que lo entorna, como microcosmos. En ella, miedos, miradas, atracciones, tiempo que se deja pasar. Tras un plano en el que se ve a una serie de niñas en un espacio muy amplio pendientes de su móvil, aparece el título del film y luego otra escena que te confirma estar ante una obra de extraña perfección de la que tienes ya captada su idea. Vemos a una chica observando una enorme colección de escarabajos, exhibida en una gran sala. Crees entonces, pues, que has dado con la clave: Vamos a observar, a analizar, con la precisión de un entomólogo, todo ese microcosmos.

Pero las cosas cambian. Se acaba el verano, la curiosidad de la película –hasta entonces muy variada- parece entonces concentrarse más en un personaje femenino, de los más –con perdón- desfavorecidos visualmente, después de tanta perfección entre la que escoger. En uno de los escasos diálogos a esta chica se le dice que deberá ponerse a trabajar y ganar el dinero que necesita para vivir sola, y entonces emprendemos un viraje pronunciado. Por áreas de estudios por las que no parece que vaya a fructificar, por diferentes pequeñas fábricas. En este viraje, el sentido estético de los planos se ha ido perdiendo, y en algunos te llegas a preguntar si se ha buscado algo de fealdad imprecisa o si, simplemente, se ha perdido el pulso y la constancia, el trabajo, para dar con el encuadre preciso y resultón. Ella, aunque lo único que denote es insatisfacción, parece decidida –quizás yendo hacia el error- en seguir un camino, mientras en determinados momentos, la música de Bartock ofrece intensidad a un conjunto que, de otra manera, no la tendría.


viernes, 28 de abril de 2017

Neruda


- Yo quiero saber si cuando venga el comunismo todos vamos a ser como él o como yo -dice en una fiesta del partido, entonces clandestino, una mujer que ha bebido más de la cuenta y que dice haber limpiado mierda desde que tenía trece años.
- Como yo -contesta Neruda, tras un momento de desconcierto, dándose cuenta de la embarazosa situación y de la discriminación- Todos vamos a comer en la cama y fornicar en la cocina -añade-.
Es uno de los brillantes momentos de la descreída "Neruda" (Pablo Larraín, 2016), que felizmente por fin he visto, casi al límite del periodo gratuito de dos meses de Movistar +, concedido por un fortuito cambio de contrato de teléfono y demás.

miércoles, 26 de abril de 2017

Voyage à travers le cinéma français

He hecho unas cuantas fotos de Tavernier con Riambau, ante el cartel de la sesión, en la sala de la Filmoteca, pero no sé que pasa que no me funciona su transmisión al ordenador, con lo que me tengo que limitar a este cartel y unas cuantas fotos de la red.
Si alguien tan apasionado por el jazz o el cine te invita a ver sus explicaciones sobre uno u otro, debes correr a aceptar su invitación. Éste ha sido el caso hoy de Bertrand Tavernier, que presentaba en la Filmoteca su “Voyage à travers le cinéma français” (2016).
Como le ha comentado a Esteve Riambau en su presentación de la sesión, tras hacer mención de lo contento que estaba de volver a la ciudad del “Homenaje a Cataluña” de Orwell y de Manuel Vazquez Montalbán (de quien intentó sin éxito -ha revelado- emular una receta), su película no es una historia del cine francés, sino un relato en forma de film de ficción sobre films franceses de SU historia del cine, e incluso muchas de sus más admiradas películas (de Max Ophuls, de Pagnol,…), que no cabían en ese relato, se han quedado fuera. Para hablar de las que no han entrado en estas tres horas y cuarto de metraje es para lo que ha preparado 8 episodios de 55 minutos, que también serán incompletos, porque por problemas presupuestarios se han quedado en la cuneta otros dos previstos y ya preparados.

En la presentación ha dejado caer unas cuantas cosas interesantes, valorando la figura de Jean Gabin, que huyó a Estados Unidos para no colaborar con la ocupación (esto y un canto a la resistencia me ha parecido que podría haber surgido para achacar las críticas que ha recibido recientemente por dedicar tantos esfuerzos a valorar el cine de la ocupación), deshaciendo equívocos sobre la Política de los Autores, o en esa interesante caracterización del músico de una película como el primer crítico suyo, pues es quien primero puede darse cuenta de si el montaje que le presentan para musicar no funciona.
Luego la proyección. Tres horas y cuarto es, quizás, una duración escesiva para una sola sesión, sobre todo si la sala Chomón en la que se proyectaba –la grande- estaba repleta, y el ambiente que se respiraba era muy caluroso. Y, sobre todo, si uno no venía preparado para ello. Pero ha arrancado de una forma magnífica, en el jardín de su casa familiar en Lyon, dando el tono personal que abarca todos sus mejores momentos. Viene a ser el de Tavernier un relato de su encuentro paulatino con el cine francés, y por eso las secuencias que van apareciendo no contienen ninguna película de la época muda, siendo en su mayoría del periódo que va desde la postguerra hasta los años 60, con sólo unas pocas derivaciones posteriores.

Ha lanzado entonces, de sopetón, una puya tremenda contra Jean Renoir, que me ha sorprendido. No contra su cine, según él “por el que se le perdona todo”, sino sobre su persona, y más concretamente sobre su intención colaboracionista con el régimen de Petain. Según él, el que fuera cineasta de la Unión Popular fue en 1940 a los Estados Unidos para convencer a los americanos de las bondades del régiimen de Petain… No lo sabía, y me parece que prefería seguir en la ignorancia al respecto.
Una cierta fatiga en la butaca tras la media hora dedicada a Jean Gabin me la he sacado de encima atendiendo a unos cuantos músicos de los films franceses. Emoción a raudales con el Maurice Jaubert de “L’Atalante”, “14 juillet” (A Paris, dans chaque faubourg…) u otras películas. También valorando el predominio de un instrumento musical concreto en películas como “Juegos prohibidos” (la guitarra de Yepes), “Touchez pas au Grisby” o “Ascenseur pour l’échafaud” (la trompeta de Miles Davis). O la utilización de la música clásica por parte de Bresson (“Un condamné a mort s’est échappé”). Para acabar –ya fuera toda pesadumbre anterior- con Joseph Kosma y sus canciones con Prévert de letrista. El colofón a esta magnífica sección de recuerdo de músicas del cine francés ha sido oír a Antoine Duhamel hablar regocijado de la buenísima utilización de marchas militares para películas antimilitares, como “La gran ilusión”.

A todas éstas ya debíamos estar por la mitad del metraje, que ha dedicado sus siguientes momentos a los films con Eddie Constantine (alguno de ellos muy influido por los espacios de Orson Welles) y a un cineasta que desconozco por completo, y que es posiblemente el gran descubrimiento de la cinta: Edmond T. Gréville. Habrá que buscar, desde luego, sus películas. Más adelante el protagonista ha sido Jean-Pierre Melville, con el que trabajó Tavernier un tiempo y que aparece ofreciendo su especificidad en el ambiente francés, en ocasiones resultando algo fantasma.

Claude Sautet será el que lleve a la película a su fin, pero antes ésta emprende un recorrido por las producidas por la sociedad Rome-París Film, de Georges de Beauregard. Eso permite, dada la vivacidad de esas películas con la frescura del “Adieu Philipine” de Rozier a la cabeza, o un bellísimo texto de Louis Aragon, emocionado por la visión de “Pierrot le Fou”, llegar relativamente sano a la hora de cierre de la sesión, prácticamente la medianoche.

viernes, 21 de abril de 2017

L'amour fou

Los ensayos, filmados para un supuesto documental por André Labarthe.
Había que ir hoy con un espíritu especial a la Filmoteca a ver “L’amour fou” (Jacques Rivette, 1969), sobre todo pensando que se iba a asistir a más de cuatro horas de proyección y sin una mísera pausa no ya para tomar un bocado que hiciera las veces de cena, sino como mínimo para una más que necesaria descarga fisiológica.
El apartamento, chic, pero desordenado.
Los títulos de crédito iniciales vienen acompañados en su banda sonora por unos diríase que rezos esotéricos, como de secta. Pero no, en esta ocasión la película de Rivette no va sobre nada de eso de conspiraciones, o grupos extraños, a no ser que el grupo extraño sea uno de teatro, en sus apretados ensayos durante tres semanas para poner en escena una versión de la “Andrómaca” de Racine.
Espejos en varias escenas, hasta uno final, de tesis.
Está filmada en blanco y negro, con un notorio aire underground, y rodando los repetidos ensayos aparece André Labarthe, sus teóricos resultados de la ficción (unos planos más cortos de los actores, con ese grano tan característico del 16mm inflado a 35mm) incorporados en el metraje. Arranca con este film ese conjunto de obras tan años 70 (caso de “La maman et la putain”) con personajes que han dejado atrás la vestimenta tradicional hasta entonces, lucen pelo largo, calzan botas y hacen vida en un apartamento chic pero desordenado, en buena parte por su suelo de tarima. Un apartamento, por cierto, que, pescado en un momento en que precisaba de renovación, bien podría haber pertenecido al propio Rivette (no en vano se veían desde el mismo esos tejados parisinos tan de su gusto, y hasta me ha parecido reconocer a su cafetería habitual).
Tejados de Rivette.
El amour fou del título puede ser el de esa actriz (Bulle Ogier) que a las primeras de cambio abandona los ensayos para poco a poco -encerrada en el apartamento o yendo por ahí pero dándole vueltas a la cabeza-, entrar en una espiral de celos y locura con respecto a su pareja, el director de la obra. Y el del mismo director de escena –y Rivette- por ella y por el mismo teatro, protagonista absoluto de la sesión. Viendo esos pequeños avances paulatinos, sembrados de dudas, en los ensayos de la obra, se cuelan de tanto en tanto reflexiones muy acertadas sobre el teatro en general y sobre ese proceso en particular. Una que me ha quedado clara: la dificultad del momento en el que, ya bastante asumido todo el texto por los actores, hay que irles dando movimiento que no lo contradiga.

jueves, 20 de abril de 2017

Maison de danse

Ninguna del interesante Cadaqués -o lo que sea- andalúz, y todas de los decorados de interiores. Pero es que no se encuentran otras por la red.

Rareza anoche la de la Filmoteca. Cuatro gatos para ver la película del ciclo de Maurice Tourneur, aunque quizás fuera porque la gente había ido a ver la supuesta remontada del Barça después de haber perdido de lo lindo la semana anterior. También podría ser porque se supiera que “Maison de danse” (1931) no es precisamente una película por la que su director quedará registrado en la historia del cine, aunque no creo, porque suena a muy desconocida por estos lares.
Aquí mas que la divertida y atractiva Gaby Morlay uno diría que han dibujado a una gitana de esas de feria, pero no se encuentran fotogramas de la película -que no aparece tampoco en Filmaffinity- que acerquen la impresión.

Su grueso lo conforma una trama más bien cansina, de celos por una primeriza aunque desenvuelta bailarina andaluza sometida a un contrato draconiano en una “casa de baile” de decorado, digna de la peor “españolada”. Con un Charles Vanel aireando y empleando toda su fuerza bruta, y descorcentantes saltos de luz y ambiente muy notables entre un plano u otro, no sé si achacables a Tourneur hijo (Jacques), que aquí firma el montaje.
A la izquierda, el Charles Vanel que hace de bruto dueño de la casa de baile y se pirra por la muchacha, pese a las advertencias de "su mamá". Le basta con mostrar su corpulencia.

Pero previamente ha brillado con fuerza la sorpresa. Eran unas notas pictoralistas, nada más empezar, con la gente de un pueblo de pescadores que yo diría que era Cadaqués, pero a la sazón representando algo así como Cádiz: Mujeres con caracolillo en el pelo, paisanos tocando el organillo, pero sobre todo un carrussel de escenas evidenciando la hora de la siesta: El que acarrea en una cesta el pescado y quien lleva una amplia canasta de fruta se quedan dormidos, mientras un gato y un burro hacen su agosto con la mercancía. Ella -sorprendentemente para la época- tumbada desnuda –indolente- en la cama haciendo la siesta y luego, al reemprenderse la actividad, todo el mundo anunciando su mercancía a grito pelado. Suena raro, entonces, en unos espacios tan “ambientados” como andaluces, cuando rompen a hablar en francés. Aunque ella se llame Estrella y ellos Ramón, Benito o Luisito.

miércoles, 19 de abril de 2017

Las ruinas del imperio


Mi rentrée a una Filmoteca con una programación de abril llena de propuestas muy atractivas que por una u otra causa no podía cubrir, se ha producido esta noche, no sin conflictos. Ver “Le pont du nord” (Rivette) era incompatible con ver “Las ruinas de un imperio” (“Oblomok imperii”, Fridrikh Ermler, 1929). Al final, como ya había visto el Rivette, le he puesto cuernos a Bulle Ogier –y mal que me sabe- para acudir a la cita con –aunque el propio Ermer diga que no es ninguna de sus dos películas preferidas- una de esas magníficas cintas a que dio lugar la revolución rusa.
No me he arrepentido. Sesión de cine mudo, con no mucha gente. Una copia espléndida, y muy bien ambientado el film al piano por Josep Maria Baldomà. Una película singular, “obra de una calidad excepcional”, según Georges Sadoul…

Unas duras escenas abren el metraje: Los soldados del ejército rojo van sacando los cadáveres de un vagón de tren, que va a ser ocupado por caballos o por los supervivientes en su retirada (“¡Hemos perdido!”) y los amontonan en un helado terreno junto a las vías.
Ayuda a la mujer responsable de ese puesto de control ferroviario un hombre ido, quien descubre entre los cadáveres un joven vivo. Carga con él y lo coloca en un interior (Elmer filma fuera, para que constatemos el cambio de espacio, una bandera ondeando al viento, mientras en el espacio interior la ropa tendida no se mueve ni un ápice). Le ha salvado la vida. El chico se convierte en un cachorro más alimentado por una perra que acaba de parir una numerosa prole, cuando un despiadado ruso blanco acude y actúa cínicamente…
Pero no es ese chico milagrosamente salvado el protagonista de la película, sino ese personaje que ha perdido la memoria, y no sabe ni quien es. Pasa el tiempo y reconoce el rostro de una mujer asomada a la ventanilla de un nuevo tren. No sólo la reconoce como su mujer, sino que recibe una enorme sacudida anímica. Sabe por fin quién es él mismo y se dirige entonces a la ciudad, en busca de ella, de su trabajo,...

Su reencuentro con una ciudad que no es ya la que dejó, Petrogrado, sino Leningrado, es espectacular. En unas escenas que deberían hacer entrar esta película entre las imprescindibles en un ciclo sobre la ciudad en el cine, va viendo lo que la revolución ha hecho. Le admiran los enormes edificios construidos, la actividad que se aprecia por las calles, ver a una mujer ejerciendo de cobradora de tranvía, a otras luciendo sus piernas… Debe, eso sí, vencer un último escollo. Su mujer vive con un tipo que no es más que, como señala él mismo al cierre de la película (junto a la proclama enviada a los espectadores de que hay aún mucha cosa por hacer), “Fragmentos miserables del Imperio”.
Con un montaje maestro en mostrar el contraste psicológico entre primeros planos de los actores que se salen literalmente de la pantalla, es ésta una película para recordar, aunque vista con la perspectiva de hoy en día, viendo en lo que han derivado todos los países de la órbita de la revolución soviética, da también para amargas reflexiones.