domingo, 10 de julio de 2022

Dejen de prohibir que no alcanzo a desobedecer todo


He tenido la inmensa suerte de que Gonzalo García-Pelayo me incluyera en la lista de gente que ve hablan de cine habitualmente y que me diera correspondientemente acceso al resultado de ese quijotesco proyecto en el que, echando el resto, se metió el año pasado: lo que iban a ser 7+1 largometrajes de golpe, y que luego creo que se ha desmentido, no por no alcanzar el propósito, sino por superarlo, puesto que se han convertido en 10+1.
Ya están completas alguna de las películas y hoy me he dispuesto a ver la primera, “Dejen de prohibir, que no alcanzo a desobedecer todo”. Confieso que la he afrontado con miedo de que fuera un alegato a favor del tipo de libertades por las que, bien aleccionada, trona la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid. ¡Craso error! La película viene a ser un sorprendentemente eficaz jarabe balsámico ante tanta crisis de ideas y ánimos que nos invaden, y yo recetaría su ingestión a mansalva, sin reparos de ningún tipo.
Empieza, para que no se diga, con lo que descubrimos que es un fragmento de ese metacine tan preciado hoy en día, como el de Leos Carax en su última y monumental “Annette”: la primera imagen es una espectacular y multiplicada cara en primerísimo plano, en pleno cante, que asombra y desconcierta… hasta que vemos que corresponde a lo visto en un monitor de una mesa de edición.
Al poco rato aparece, paseando con parsimonia, Javier García-Pelayo. Como lo que oye por el callejón le va, se pone a bailar con una gracia enorme, que recoge la imagen que cuelgo. Entra a ver que se cuece en lo que luego sabremos debe ser la nave para músicos y artesanos de la Plaza del Pelícano, en Sevilla. Con naturalidad nos va dando entrada a varios artistas del cante.
Con él nos vamos envolviendo en todo un entorno placentero de músicas, de canciones con letras sentidas, como “Soy lo prohibido”, que da paso a la pintada, en una pared, del título del film. A continuación, viejos engranajes oxidados, pero rodeados de vegetación, de vida, ofrecen sus títulos de crédito.
Es tanta la sorpresa que me alcanzó y la alegría transmitida por la película, que una sonrisa de satisfacción se me dibujó en la cara y no hubo forma de retirarla de ahí.
Como en otras de sus películas, Gonzalo Garcia-Pelayo va subrayando en infografía algún concepto de los vertidos en conversaciones o canciones, por su interés conceptual o belleza del juego de palabras que representa. Alguna canción, como la “italiana” grupal en la plaza sevillana, desborda su alegría.
Es además “Dejen de prohibir…”, en los tiempos que corren, una película valiente, dejando hablar a la mujer decepcionada al no verse deseada, utilizando la iluminación que ofrece -de lo más oportunamente- el interior de una nevera, con el elogio del sexo oral al té o con ese requiebro de Javier a ese continuo afear actualmente a los hombres el deseo, esto último debida y civilizadamente debatido por la chica llegada en el momento adecuado a la discusión.
He notado por el final de la película un bache, como una indecisión de hacia donde ir una vez presentado todo, con unos pocos circunloquios tanteando un terreno extrañamente melancólico, como con conciencia de lo que pasa sin remedio. Hasta que he caído en que es esa melancolía la que entra irremediablemente, como anticipando lo que vendrá, en las despedidas. Unos besos apasionados resuelven el trance.
Después de ver la película he acudido raudo a situar, Google Maps mediante, la Plaza del Pelícano.
Lo voy viendo claro. Ante la crisis que nos invade, una única receta: el cine de Gonzalo Garcia Pelayo.


 

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