Tenía grabada de un pase por Movistar +, a punto de eliminarse, “Sombrero de copa” (Mark Sandrich, 1935) y me he puesto a verla, ahora que el Tour ya no emociona demasiado, a la hora de la sobremesa.
Tiene, claro, un atractivo especial, que son esas cuatro piernas bailando que aparecen antes de los títulos de crédito: las de Fred Astaire y Ginger Rogers. Ese y que podría formar parte de un ciclo de jocosos mayordomos del cine. La quizás mejor escena de toda la película, la inicial en el aristocrático y silencioso club, con el intolerable tintineo de copas, tiene uno de ellos, extremada y cuidadosamente discreto. Pero también está luego el díscolo mayordomo del personaje encarnado por Edward Everett Horton, éste siempre una razón para ver cualquier película en la que aparezca.
“No sabe tocar, no sabe cantar, es calvo y tiene solo algún rudimento de danza”, leo que cita Umberto Eco, regocijado con la lucida descalificación, que pescó como pronóstico de carrera sobre Fred Astaire.
Sus pasos en solitario de claqué, aporreando el techo de la habitación donde duerme Ginger Rogers, valen ellos solos por toda la película, acompañados de esos gestos con los brazos mientras habla que llevan a una canción.
Siempre me ha sorprendido eso que se decía que ni él la aguantaba a ella, ni ella a él. Que había una malísima relación entre los dos. Y diría que en esta película, quizás la más renombrada de la pareja, hasta se nota especialmente esa brutal falta de química entre ambos, pese a que el argumento de la sesión los quiere de un enamorado subido.
Argumento de lo más idiota, decorados y demás que más vale olvidar, como si no existieran, hay que centrarse en la facilidad con que se mueve ese actor de cuerpo y cara tan raros, de una edad indefinible a la primera de cambio.
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