Los “lores” contemplando el amanecer (que yo diría es en realidad atardecer) en Sounion.
Pero se les aparece Alejandro, a quien poco antes han preparado este caballo y casco en un claro del bosque, así como armas para sus hombres, todos fugados de la prisión.
En esta ocasión al inicio de “O Megalexandros” (Theo Angelopoulos, 1980: el ciclo de la Filmoteca avanza con marcha segura) se celebra una nochevieja especial. Va a iniciarse un siglo -el XX- cargado de esperanzas. Unos aristocráticos jóvenes británicos, imbuidos de la poesía de Lord Byron y demás, van a ver amanecer a las ruinas del templo de Poseidón del Cabo Sounion (un poco raro, porque yo diría que lo que se iba a ver ahí era la puesta de sol: debe ser una licencia poética para rimar con lo que está por venir y no con lo que acaba). Pero entonces son secuestrados por el mítico capitán Alejandro y sus bandidos, fugados de la prisión y armados no se sabe gracias a quién esa misma noche. A lomos de su caballo blanco, Alejandro se erige en líder de los campesinos a los que han arrebatado sus tierras para entregarlas a una explotación minera. Para la liberación de los rehenes exigen que se les devuelvan esas tierras de cultivo.
Si “Los cazadores” se concentraba en las trifulcas entre las diferentes familias de la derecha, “Alejandro el grande” va a hacer lo mismo con la otra cara de la moneda. Si allí era la aparición del cuerpo de un guerrillero comunista lo que revolvía la situación, aquí es la de ese bandido, posible reencarnación del mito de Alejandro el Magno. Si en la primera el resultado de la palpable presencia del mito era la constatación de estar en una especie de cenagal sin salida, en ésta se constata la eterna degeneración de los ideales, hasta surgir la duda sobre si todo no habrá sido organizado malévolamente desde el poder para que resulte evidente el terrible resultado.
Alejandro se dirige hacia su escarpado pueblo, constituido por casas de piedra de pizarra de estilo otomano en las frías y lluviosas montañas del norte del país, el escenario preferido de Angelopoulos y el de origen de Alejandro el Magno. El pueblo será, por un momento, el crisol de las diferentes utopias que creían verían la luz en el nuevo siglo. Se forma allí una comuna en la que conviven durante un tiempo los pueblerinos educados por el avanzado maestro, unos anarquistas italianos perseguidos por la policía y los cuatreros de Alejandro imponiendo su autoridad.
Ha sido un actor el que, al inicio de la película, se dirige a la cámara, explicando la leyenda. Con muchos más exteriores que la anterior, no podían faltar en ella músicas, bailes, irrupciones inesperadas en medio de las fiestas, hasta cinco cuerpos yacentes expuestos en tablas y movimientos para aquí y para allá. Con ese espectacular casco él en la cabeza y los trabucos su gente, por momentos te imaginas el espectáculo singular que podría haberse hecho con este material en el Palais des Papes de Aviñon. Pero si esto es así es porque ya desde tu butaca te sientes espectador privilegiado, viendo evolucionar ante tus ojos, en cadenciosos movimientos que por momentos se aceleran, la Historia.
Propiedad, poder... Estos dos conceptos se nombran por el final de la película de forma repetida. Por ahí, a vueltas con ellos, se mueve “O Megalexandros”. Alrededor de ellos y de un reloj que unos quieren que funcione y otros quisieran desterrar para siempre.
230 minutos “El viaje de los comediantes”, 149 “Los cazadores”, 210 minutos ayer ésta... Hoy, “Viaje a Citera”. Estuvo mucho más contenido: la despachó en sólo dos horas.
Abrazos universales a la llegada de Alejandro.
Alejandro ante la casa de su infancia.
Y un baile que aglomera el pueblo entero. Luego llegarán las desavenencias y el ejército esperando al otro lado del río.
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