El periodista llega al barrio que constituye una sala de espera eterna para los refugiados.
Muchos más trenes varados que en movimiento.
El noble pero decrépito espacio del hotel en que se aloja el periodista. Aquí con la callada chica albanesa.
De regreso a temas plenamente sociales, el de fondo de “El paso suspendido de la cigüeña” (Theo Angelopoulos, 1991; ayer en su ciclo en la Filmoteca) -las fronteras, los refugiados-, lejos de haberse mejorado desde entonces, está como está hoy en día. Quizás sólo cambie un poco la composición de sus protagonistas, que en la película eran sobre todo, dentro de una mezcla bien diversa, albaneses.
Un periodista va a un punto fronterizo griego -de los de Angelopoulos: con nieve, frío, agua y puestos de vigilancia elevados-. En una ciudad cercana, una “sala de espera” para los que han cruzado la frontera desde la que no pueden ir a ningún otro sitio, cree reconocer a un famoso escritor y político (Marcello Mastroianni) que desapareció misteriosamente tras preguntarse en el cierre de un libro que escribió cómo podríamos dar luz a un nuevo sueño colectivo.
Película con más trenes parados en vías muertas que circulando, sin notas de color salvo el clavel rojo en la mesa de la muchacha albanesa del café (¿a qué pintura hace referencia?) o los impermeables amarillos de los operarios de limpieza y los que luego intentan reponer las comunicaciones, con escasas escenas de esas de choque, resulta posiblemente bastante más sombría que las suyas anteriores. Quizás porque ese sueño colectivo sigue sin ni siquiera vislumbrarse en el horizonte.
Final de una de las escenas corales de la película, esta vez de una inmensa tristeza. Una ceremonia de boda ha tenido lugar con los novios cada uno a una orilla de las gélidas aguas del río que hace de frontera.
Los colgados, con sus impermeables amarillos (aunque en el fotograma reproducido no se aprecie muy bien) intentan reponer el cable de comunicaciones vencido.
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