Ianachia Manakis rueda por fin su esperado navío azul y no resiste la emoción.
El taxista se detiene, por respeto ante la nieve, en su recorrido.
La fiesta de año nuevo, en la casa de la gran familia griega de Constanza.
Pere Alberó asistió, después de mucho tiempo sin verla, a la sesión anterior a la de ayer en la Filmoteca de “La mirada de Ulises” (1995) y, constatando todo lo que llegó a organizar en ella, se confesaba totalmente desbordado.
La emoción que denotaba después de ese pase es claramente entendible a la que se conoce que un tiempo antes del rodaje de la película, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, recogió un par de bártulos, compró un billete de avión a Grecia y, no se sabe muy bien cómo, consiguió ser ayudante de dirección de Angelopoulos en el film, como atestiguan los títulos de crédito finales.
Pero esa sensación de encontrarse ante un gran demiurgo la puede sentir también, sin haber tenido una participación directa en la película, un espectador como éste que da cuenta de la sesión -de casi tres horas- de ayer, a base de una copia de 35 mm machacada por sus muchas proyecciones, un círculo negro en medio de la pantalla que no sé muy bien a qué obedecía y un sonido de fondo bastante molesto emitido continuamente. Pecata minuta: no he visto que nadie abandonara la sala, atrapado por el viaje de ese moderno Ulises, cruzando de lado a lado los Balcanes en épocas bien convulsas.
El personaje mítico o histórico que resuena por el film no es únicamente el de Homero. El cineasta norteamericano de origen griego (Harvey Keitel) va en busca de unas bobinas aún no reveladas de los pioneros cinematográficos de los Balcanes, los hermanos Manaki, y de hecho en ocasiones hasta encarna a uno u otro de ellos.
En su periplo, el cineasta interpretado por H. Keitel atraviesa todas las gélidas fronteras habidas y por haber: Grecia con Albania, Grecia con Bulgaria y ésta con Macedonia, luego Serbia y finalmente Bosnia (entonces éstas tres aún Yugoslavia).
Oímos una narración sobre unos reparadores de la línea eléctrica de la primera de ellas y, gracias a haber visto ya todos los largometrajes anteriores del ciclo, los espectadores le ponemos poner imagen, coloreándolos de amarillo. En los apuntes escritos sobre una película anterior comentaba que una sólida pero medio destrozada por el uso maleta podíamos considerarla como símbolo de todo el cine de Angelopoulos. Rectifico. En ésta y quizás su anterior, tratándose de refugiados albaneses, vemos que la maleta ha quedado sustituida por bolsas de plástico o de cualquier otro material accesible.
En el trayecto el personaje de Keitel va contactando con los responsables de las diferentes Filmotecas de los territorios pisados (uno de ellos se auto-define, los define como “coleccionistas de miradas extraviadas”), hasta que llegamos a Sarajevo. Cuando se inició el rodaje de “La mirada de Ulises” aún era muy reciente el calvario sufrido por los habitantes de la capital bosnia. En la película, el Sarajevo en ruinas no es, desgraciadamente, un decorado, sino que tiene grandes visos de realidad.
Un par de escenas previas para el recuerdo: En la primera, asentándonos en la cabeza el drama de tantos y tantos pueblos europeos que han sufrido una división por origen, asistimos a una reincidente celebración de año nuevo por parte de una gran familia griega de la Constanza rumana, hasta su dilución total.
En la segunda, una barcaza carga aguas arriba del Danubio una enorme estatua de Lenin, en una especie de funeral laico. O no tan laico, porque en la ribera los lugareños se santiguan emocionados a su paso. Aunque quizás no saben que navega hasta Alemania para desembarcar ahí como reclamo turístico.
Pero lo que queda resonando en la retina son, evidentemente, esas ruinas de Sarajevo, herida simbólica de Europa toda. Atrás queda ese sarcástico brindis por las ilusiones perdidas, por un mundo que no ha cambiado, por Murnau, Dreyer, Persona, Welles, Eisenstein... Los habitantes de la Sarajevo sitiada salen de sus escondrijos gracias a la niebla, que deja inoperativos a los francotiradores. Entonces pasean junto al río, escuchan la música de una espontánea orquesta joven de la localidad y ven representar esa tragedia, “Romeo y Julieta”, que les habla directamente de su conflicto.
Remontando el Danubio.
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