La espera en el bosque finaliza en un apresamiento que por su escenografía (coches, personajes trajeados con sombreros, recuerdan, por ejemplo, las películas de Costa Gavras. Su planificación, en cambio, es completamente diferente, tendente mucho más hacia el cine de Miklós Jancsó.
En medio de la nada, con Atenas en el horizonte, las autoridades eclesiásticas, gubernamentales y militares participan, junto a dos o tres espectadores, en la grandilocuente pero ridícula colocación de la primera piedra de un nuevo estadio olímpico.
Nada más empezar “Días del 36” (1972; ciclo Angelopoulos, ayer en la Filmoteca) se da uno cuenta del gran salto dado desde su anterior “Reconstrucción” (1970). Del blanco y negro hemos pasado al color, los pocos habitantes resistentes en ese perdido entorno rural dan paso a una multitud en zona industrial. Angelopoulos toma a esa multitud del patio central de la fábrica minera mediante un amplísimo plano en picado (que luego volveremos a ver varias veces utilizado). Cambio de plano para encuadrar la llegada de un líder sindical aupado hasta un montón de carbón. Se produce el silencio y entonces un disparo lo mata. La masa echa a correr en todas direcciones y desaparece, dejando vacío el espacio.
También se ha producido una estilización enorme en su forma de rodar, que quizás corresponda también con un presupuesto más holgado. La secuencia posterior, iniciada con la inquieta espera de dos hombres en medio de un bosque, te deja boquiabierto. La cámara evoluciona mediante unos estudiados movimientos circulares que recuerdan los de Miklós Jancsó, siguiendo a un personaje y dejándolo ir cuando ya nos ha llevado al centro de una nueva acción.
Son los títulos de crédito que aparecen después de esa dinámica escena los que centran el momento político, a base de unas fotografías de época con rostros que debiéramos conocer...de haber seguido la historia griega de esos años, pero que por si acaso Angelopoulos se preocupó bastante de explicar: En 1936 se produjo el golpe de Estado del general Metaxas, en cierto modo un antecedente del golpe de los coroneles cuya dictadura seguía en 1972, el año de elaboración del film. Preguntándose cómo habían llegado hasta la dictadura, pensó que podría responder esa pregunta observando los procesos para que se produjera su llegada en ese caso previo.
El espectador se pasa toda la primera parte de la película sin poderse distraer, atrapado por esos movimientos de cámara, dentro de planos secuencia que siempre le acaban descubriendo algo.
Una escena recoge la celebración de la colocación de la primera piedra del nuevo estadio olímpico, al que asisten las máximas autoridades eclesiásticas, gubernativas y militares. Vemos la ridícula vacuidad de los discursos oficiales, pero también advertimos la llegada en coche de otros mandos militares, que confusamente parecen imponerse.
Hay a partir de entonces todavía momentos brillantes, como la coreografía de los reclusos en el patio de prisión. Están caminando por grupos, entrelazándose extrañamente, como si fueran las hormigas que ocupan el entorno inmediato a la entrada de un hormiguero, pero al poco tiempo se produce, con el encaje de unos acelerados movimientos de presos y guardas que debieron precisar de varios días para su rodaje, un intento fallido de fuga... Hay varios más, pero formal y narrativamente yo diría que el film entra en un cierto bache (que corresponde con el estancamiento de una situación), centrándose en un tema muy concreto, como es el supuesto secuestro de un diputado por parte del recluido en la prisión acusado del asesinato del sindicalista y el brete al que lleva esa cuestión a la autoridad.
Se suceden las pantallas en las que se van acumulando mandos que van pasándose los marrones siguiendo la jerarquía (de los sufridos gendarmes al director de la prisión y de éste al jefe gubernativo), entrando en una indecisión de lo más paralizante, hasta que alguien sugiere una solución decididamente poco ortodoxa, que se abre paso inmediatamente.
En la época se descubría con Angelopoulos el método brechtiano, que sustituía la elemental identificación con los personajes de las películas “políticas” por la famosa “distanciación”, dando al espectador una perspectiva desde la que pudiera ir confeccionando mentalmente una teoría sobre lo tratado. Éste sería un caso claro de ello.
Acciones en la cárcel para contentar al secuestrador.
En una escena junto al mar que preconiza otras muchas posteriores de Angelopoulos, el embajador inglés y su familia junto a griegos cercanos al poder y la suya (por cierto que la primera ridiculizando a la segunda). En sus atendidas y campechanas declaraciones, el británico, con un subido aire a lo David Niven, parece no hacer ascos, “excepcionalmente” a una solución “violenta”.
La decisión “poco ortodoxa” para acabar con el secuestro ha sido rápidamente adoptada, sacando de su parálisis a todo ese ridículo staff de la propia prisión y el que se ha acercado por el problema.
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