El facha de la troupe hace el saludo fascista como colofón de su recitado.
La troupe desplazándose cansinamente por un pueblo.
La representación de “Golfa la Pastora”.
Tomemos una escena muy por el principio de “El viaje de los comediantes” (“O Thiassos”, Theo Angelopoulos, 1975; ayer sus casi cuatro horas en la Filmoteca, agotadas las localidades desde hacía tiempo):
La troupe de teatro está en el interior de un café de la plaza de un pueblo, donde esperan la llegada de Goebbels para ir con el general Metaxas a la vecina Olimpia. Estamos en 1939, aunque hace un momento se ha visto a la mismo troupe en 1952. Es la sobremesa y un personaje canta una canción -Volverás...- que otros corean. Pero otro, para contrarestarla, se pone en pie y recita un poema patriótico, acabando con un saludo brazo en alto que contraría al resto del grupo. Ese mismo personaje se acerca a la puerta atraído por lo que tiene lugar fuera. La cámara le acompaña y desde allí vemos cómo llegan y evolucionan por la plaza unos uniformados en formación, cantando una canción marcial. El personaje vuelve hacia el interior silbando ufano la tonadilla de lo que ha estado oyendo, y con él la cámara, atendiendo a cómo otro actor se enzarza con él en una pelea. Toda la escena ha sido realizada en un largo pero único plano, de esos tan elaborados -con la dialéctica, la lucha de opuestos, siempre presentes- que tantas veces iba a emplear Angelopoulos posteriormente, perfeccionándolos más y más.
Unas tres horas después hay otra espectacular coreografía, en esta ocasión en un salón de baile, donde tiene lugar un toma y daca que me ha recordado esos números de danza entre las dos bandas de “West side Story”. Aquí los opuestos a muerte, con sus canciones y bailes en completo duelo, son, por un lado, el grupo exclusivamente masculino de ultraderecha, vestidos como gangsters y parecería que haciendo gala de aquel anuncio de la postguerra que decía aquello de “Los rojos no llevaban sombrero”. Por otro lado un grupo de festivos hombres y mujeres. Todo acaba con un tiro al aire de uno de los primeros.
Igual que Buñuel tenía esa película en la que sus personajes no conseguían nunca, por una causa u otra, comer, aquí la historia se va hilvanando a través del grupo teatral que anuncia (con una canción-reclamo muy divertida) o empieza a interpretar “Golfo, la pastora” y ve interrumpida siempre la representación por uno u otro hecho crucial de la historia griega del periodo (1939-1952)
Uno de los personajes tiene un nombre clásico -Orestes- no por casualidad, porque como en otros Angelopoulos la película puede seguirse también en base a ese mito (el hijo que está ausente cuando regresa el padre y es víctima del amante que se ha echado su madre durante su ausencia, para luego a su vez regresar a vengar la muerte de su padre...).
Antes de entrar a la sala comentábamos la multitudinaria sesión en la que vimos por primera vez la película, en la Filmoteca de la calle Mercaders el 1977, marcando a fuego toda una serie de escenas de un monumental film que ya nos llegaba con un áurea de mítica. Con asientos más cómodos que los estoicos de madera de los que hacía gala aquella vieja sala, ayer no la viví con la intensidad de entonces -pues íbamos de descubrimiento en descubrimiento de una forma de hacer: los planos secuencia y travellings, saltos temporades hasta dentro del mismo plano, las acciones corales y musicales, los actores dejando su interpretación y hablándonos a los espectadores en unos apartes, la burla de comportamientos reaccionarios que habíamos vivido hacia nada en España, etc-, pero pese a no haber dormido la habitual siesta, puede decirse que no perdí comba.
La he sentido, eso sí, mucho más trágica que en su momento, en que quizás retuve con mayor facilidad sus aspectos más cómicos. Representaba entonces la posibilidad real de salida de una situación, puesto que ya dejaba expresar tranquilamente, con un cierto aire reivindicativo, ciertas cosas (Grecia se había desecho de la dictadura de los coroneles poco antes de la realización de la película). Ayer le vi mucho más lo que tenía de lamento por una situación trágica cíclica. De hecho, hasta me sorprendió su naturaleza circular (“vemos que el film, iniciándose y concluyendo con el plano de la estación de Aigión, no es más que una gran panorámica circular”, dijo en su crónica para “Cinema 2002” Martí Rom), pues arranca en 1952, para acabar en el mismo sitio en 1932, y por un momento creí que seguiría con el posterior golpe de estado de los coroneles, todo un continuo hacer y deshacer.
Una boda -él un soldado americano- junto al mar.
La troupe, ante la estación de tren en que se inicia y finaliza el film.
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