viernes, 12 de enero de 2024

Ante un espejo oscuro


Las películas de Julio Lamaña (y Ricardo Perea) son bastante imprevisibles, porque por mucho que te digan cual es su tema, acaban abordando aspectos impensables. Ayer se pasó en la Filmoteca su “Ante un espejo oscuro” (2023), y me dio la impresión de que nos ofrecieron con ella su obra más potente y sólida.
Película a la vez áspera como pocas, Emma Fernández la calificó en la presentación de “propuesta descarnada”. En su mínima presentación previa, Lamaña enfocó muy claramente las intenciones de ambos autores al hacerla. Comentó que se trataba seguro de una película colombiana difícil, muy arriesgada, al no posicionarse diciendo dónde está el bueno y dónde el malo, y que intentaron hacer ver que entre la víctima y el victimario la separación se hace en ocasiones muy difusa. Con tristeza hay que reconocer que lo consiguieron: todos, tanto los que pasaron por la guerrilla como los que participaron en el ejército o con los paramilitares aparecen como víctimas de una violencia que ha dejado una marca brutal.
También explicó la procedencia del título, que no es otro que un verso del poeta colombiano Raúl Gómez Jattin, que explica la dificultad de uno mismo de reconocerse, en ocasiones, al mirarse en un espejo.
La primera secuencia nos ofrece el relato oficial, grandilocuente. Una visión insólitamente vacía (Julio Lamaña explicó luego en el coloquio que se debía a estar rodada durante el confinamiento) de la Plaza Bolívar de Bogotá se detiene en las estatuas de los prohombres (todo sea dicho, convenientemente cagadas por las palomas), las frases altisonantes (“Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”) o los símbolos militares alegóricos, todo profusamente acompañado por una pomposa música, el himno colombiano algo distorsionado. Un apabullante edificio oficial aparece entonces cubierto por un velo negro, que ondea al viento. De alguna forma, parece que nos estén diciendo que ese, apartado, no será en absoluto el relato del film.
La película emprende entonces un largo viaje, representado por sucesivos planos, muy bien engarzados, dando impresión de progresión, captados desde un vehículo que circula por una carretera cada vez más secundaria. Vamos alejándonos de la ciudad hasta llegar a una distante zona total, aisladamente rural, que deducimos corresponde a las del norte del país, las más afectadas por los años y años de conflicto.
Es de noche y en la pira de un arenal prende un potente fuego. Otra mano echada en el coloquio por Julio Lamaña nos hizo ver esta hoguera como una mítica, alrededor de la cual surgen, catalizados, todos los relatos. Al parecer, cuando fue a una de las zonas filmadas, se encontraron con todos los habitantes de la pequeña aldea rodeando un fuego y vertiendo historia tras historia.
Uno de estos relatos aparece entonces en la banda sonora. Se trata de un relato que realmente debe impresionar oído a la vera del fuego. En él se vive el miedo atroz que sacudió a un pobre perro, una noche, por la zona. Es ese perro visto solo por la imaginación del espectador la primera víctima de la película.
Julio Lamaña cuelga de tanto en tanto en su muro de Facebook unas fotografías que va sacando por los lugares más diversos, a las que titula invariablemente, con mucho sentido viendo lo que muestran, “Escenas de la lucha cotidiana”. Pues bien, tras el relato del perro, la banda sonora empieza a verter una serie de historias, relatadas por sus protagonistas, que, en su inicio (luego exceden del todo lo esperable) podrían entrar bajo ese epígrafe. Se trata de relatos de maltratos diversos, que, de alguna forma, justificarían la entrada en su día de los que relatan, empujados por el ansia de acabar con esos maltratos, en algo tan salvaje -y como ellos mismos cuentan después tan erróneo y aún peor, de lo que ya no se sale-, como ciertas guerrillas. Otros, más adelante, narran el camino que los lleva a meterse en un grupo militar. Unos y otros explican luego historias de una violencia sin límite, que dejan derrotado a cualquiera.
He dicho la banda sonora porque, siguiendo la norma de todas sus anteriores piezas, Lamaña y Perea montan aquí las historias en la banda sonora… con unas imágenes que no les corresponden, si bien riman muy bien en la mayoría de los casos. No es que las imágenes no comporten sus propios sonidos. De hecho, en ésta han llevado a la perfección el tratamiento de los sonidos naturales -grabados sincrónicamente o mezclados luego con sabiduría: eso es lo de menos- de las imágenes que vemos, viento, pasos de los personajes observados, ruidos de la naturaleza, etc. Pero a ellos se superponen los aterradores relatos, en un tono despojado de dramatismo, por el despojo al que se llega por la acumulación, de las víctimas de uno y otro lado, producto cada uno de ellos -otra información del coloquio- de una larga grabación que duraba originalmente toda una mañana.
En esta película hay al final, no obstante, por primera vez, una escena con completa coherencia imagen y sonido. Se trata de un viejo cantante que, tocando su tronada guitarra, canta con su ronca voz lo que bien podía ser un resumen, el resultado de las atrocidades oídas en el film: muertos y más muertos.
Ahora no recuerdo si el viejo cantante consume la última escena o ésta corresponde a una serie de planos de la ciudad, a donde, está claro, nuestros cineastas han regresado tras su viaje. Desde puntos elevados contemplan una ciudad con gente que vive -sin vivir- cada uno a su aire, como intentando permanecer ajenos a todo lo relatado previamente.
Tal como ha finalizado diciendo en el coloquio Julio Lamaña: hay una cierta tendencia actual a abrir un resquicio de esperanza aún en las historias más desesperadas. En nuestra película no existe. Porque no sabemos verla.



 

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