”Un pequeño grupo de guardias que perdieron el control por falta de supervisión”. Acababa de leer en “Política&Prosa” que ésta fue la definición del halcón entre los halcones, el recientemente fallecido Donald Rumsfeld, sobre lo que se divulgó había pasado en la prisión irakí de Abu Ghraib.
Rumsfeld se fue tan campante a la tumba, orgulloso de todo lo que incitó, que fue mucho (¿habrá que recordar esas armas de destrucción masiva cínicamente inventadas que justificaban la invasión de Irak?) y sin el menor asomo de arrepentimiento por ello, todo lo contrario, dictaminando que lo terrible no son los miles de muertos que puedan ocasionarse, sino no golpear fuerte, dando “muestras de debilidad”.
Pues bien: que nos recuerde la vergüenza insostenible de Abu Ghraib es una de las cosas que me han gustado, porque es de justicia hacerlo, de “El contador de cartas” (Paul Schrader, 2021). Hay más razones, alguna de las cuales intentaré dejar ir por aquí.
Un tipo extraordinario, este Paul Schrader, capaz de mostrar su admiración por “el estilo trascendental en el cine”, es decir, por Ozu, Bresson y Dreyer, sin por ello dejar de mostrar la idiosincrasia norteamericana en sus películas, ya sea mostrando la violencia inherente en todo tipo de manifestaciones, el mundo del porno, de los sindicatos, la vida de un gigoló, los traficantes de drogas, las acciones de un falso reverendo o, ahora, las de un jugador de cartas con un pasado atroz que espurgar.
Había quedado para ver la película en el moribundo Yelmo Icaria. Estaban cerrando el único -modestísimo- café salvable del Centro Comercial, donde habíamos quedado, y me he dado una vuelta para ver de encontrar un sitio alternativo. El paseo -sin éxito- ha sido desolador, de pesadilla. Luego, viendo el tan hortera ambiente de los casinos norteamericanos en donde se desenvuelve buena parte de la trama, me he dicho que ya sabía qué es lo que -a lo pobre- intentaba emular el Centro Comercial de marras. Sólo cambian las máquinas tragaperras por las también coloridas máquinas de animales inflados, que se agitan cuando algún niño los monta y sus padres les introducen una moneda, aunque está por ver cuánto hace que ejercen realmente esa función.
No me gusta, pues, el ambiente de los casinos, pero tampoco el de los billares y, sin embargo, ahí está el admirado “El buscavidas” y el Gordo de Minnesota, al que, por cierto, se cita en “El contador de cartas”. Dejémonos llevar, pues, por los ambientes de la película. Casinos, bares y hoteles de casinos, moteles (¿quien debió hacer el lay-out del primer motel americano, repetido luego hasta la sociedad?), las autopistas, la noche y sus luces. Eso y un ambiente discordante, distorsionado: el de la prisión citada, en imagen atroz de pesadilla, acompañado de música a tal nivel de decibelios que, asociada a lo vivido, luego ya no se resiste. Es una película, decididamente, de ambientes.
También es una película de redención, como podía ser su anterior “El reverendo” (“First reformed”), que parece haber hecho regresar a Paul Schrader al camino de las películas de interés. Y me parece que está bien que una película, hoy en día, cubra ese camino de redención.
Otra cosa que me acerca a ‘El contador de cartas”, consecuencia de la anterior: el protagonista, rostro impenetrable, que vierte sus pensamientos en un cuaderno, en el que escribe, siguiendo un ritual, cada noche. Eso y que Schrader siga con sus gustos y acuda, finalmente, al “Pickpocket” de Bresson.
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