Durante el confinamiento, la Filmoteca Española desempolvó unas cuantas películas que tenía perdidas por sus archivos y se pudo ver la muy curiosa “Paseo por los letreros de Madrid”, que hicieron en los 60 Basilio Martin Patino y José Luis García Sánchez. Miras “Nueve cartas a Berta” (Basilio Martin Patino, 1966), que ahora te deja revisar cómodamente, en perfectas condiciones, Filmin, y nada más iniciarse, un dinámico baile de letreros de locales como ese se reproduce.
Pero no son recuerdos tan festivos y alegres de traer a la memoria los que más acerca la película. Patino supo captar la pobreza y hasta tortura espiritual que supuso durante su juventud, para él y para otros muchos, el franquismo. Alguno, de tan exagerado, visto hoy en día, puede llegar a causar alguna risita, pero su acumulación recuerda lo funesto del ambiente.
“Sobrevaloré esto de aquí, los amigos, esta tranquilidad”, le escribe a su regreso de Inglaterra, ya totalmente arrepentido de haberlo emprendido, Lorenzo a Berta, la hija de un exiliado que conoció allí, en una de sus cartas. Ya ve la ilusión del reencuentro con su ciudad y sus amigos superada por la mediocridad, por la cerrazón ambiental absoluta.
Sin haberla visto desde hace montones de años (apenas si recordaba, además del tono general, la visita y paseo nocturno por la ciudad monumental con el viejo profesor, nostálgico perdido, llegado temporalmente desde el exilio), me ha hecho mucha ilusión notar como la iba revalorizando, lejos de que me resultara, como temía pudiera pasarme, de una terrible pesadez su recuento de lo ya sabido.
He encontrado en ella ahora numerosísimos detalles para mi de de lo más valiosos. Unos son muy festivos, como lo de los letreros, ese baile de pueblo digno de “El extraño viaje” o esos otros bailes modernos estilo Madison más “de sociedad”. También produce regocijo dar con intérpretes más o menos casuales como Ivan Tubau o Ricardo Muñoz Suay.
Pero la gran mayoría son de los tristones, de esos que iban configurando un deprimente estado de cosas que aún nos asombra a los que vivimos aunque sólo fuera un poco de esa época que pudiéramos dejar atrás: las habladurías, el rezo del rosario, los solemnes encuentros y celebraciones de la Hermandad de Alféreces Provisionales, los curas como paisaje omnipresente, la novia formal que tenía que regresar a la hora de la cena a la residencia de monjas, la “siempre alegre” tuna, los anuncios de la radio, la amplia e intensa lectura del ABC, la somnolencia en el casino, el sonido y los comentarios del fútbol en la tele los domingos por la tarde, el servilismo (la casi obligada felicitación al director del banco), la misa dominical, el sempiterno “No te metas en líos”,... Unas constantes paladas de tierra que mantienen semienterrado al personaje de Emilio Gutiérrez Caba en el papel de su vida, que nunca más podrá sacarse de encima.
Pero también se aprecian cosas que indicaban que Patino representaba una renovación de aupa en el cine español: Lorenzo va dando paseos por las callejas de la ciudad, y la imagen se congela dando lugar a las posibles fotografías que quisiera enviar a Berta. O esta otra: Lorenzo pasea con su novia (han estado discutiendo, cuando la va a buscar, sobre qué hacer, sin que a ninguno de los dos se le ocurriera nada) por la ciudad. Se encuentran con un par de amigas de ella, que la saludan, le dicen algo y se despiden, tras lo cual la pareja prosigue su paseo. Es entonces que Patino aproxima la cámara a un escaparate de detrás del sitio del encuentro, que muestra unas cuantas fotos de boda, el destino que irremisiblemente les aguarda.
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