En “Gunda” (2020, en Filmin), Victor Kossakovsky sitúa sus cámaras para que podamos seguir el desarrollo de la nueva camada que ha tenido una cerda en su establo. Una numerosa y nerviosa prole tropieza, se apelotona, pelea entre sí por extraer de las mamas de Gunda su alimento. Más tarde vamos viendo su crecimiento, sus salidas por el bosque con la vigilancia algo distante de su madre.
Sobre la mitad de la película hemos visto también la loca carrera de unos terneros saliendo de su establo hacia los pastos. Y antes hemos visto también unas gallinas viajando en una jaula, con incierto futuro. Una de ellas, aunque prudente, ve con sorpresa que puede abrir la puerta de la jaula y salir a picotear por ahí.
Volvemos con la familia porcina. De tanto en tanto alguna cría, ya por momentos robusta, mira directamente a cámara, curiosa o desafiante, y apreciamos enseguida un cambio de plano. Solo en un momento eso pasa con Gunda, la cerda madre. La vemos descansando en el establo tras haber dado de mamar a toda su ya madura descendencia, asomando sólo el hocico al exterior. Nos dirige una resignada mirada, que parece estar diciéndonos: “¡Esto era la vida!”
Pero si alguna escena se quedará en el recuerdo quizás sea la final. Vemos a la cerda madre, desolada, recorriendo solitaria una y otra vez establo y los terrenos colindantes. La vida también tiene, sabemos ahora, jugadas de éstas.
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