jueves, 25 de noviembre de 2021

El último remojón




Ayer avisó José Luis Márquez que en YouTube había unas cuantas películas de ese singular cineasta que fue Joao César Monteiro y, como entre ellas se encontraba “El último remojón” (1992), que no había visto, me faltó tiempo para ponérmela.
La amenazante descripción inicial de “esbozo de película” me hizo temer encontrarme ante un experimento tipo “Blancanieves” (2000), pero no hay que asustarse, que no es así.
-El cielo puede esperar - le asegura el señor Eloi, el marinero jubilado que ha visto como Samuel, indeciso, estaba, ya oscurecido, un par de horas en un muelle decidiendo si se tiraba o no al agua para desaparecer de este mundo. Lo coge del hombro y se lo lleva a recorrer las miserias y las glorias de la ciudad. Como esa ciudad, señoras y señores, es la inconmensurable Lisboa de antes de la Expo, todo está ya dicho.
Eloi se lleva a Samuel a su casa y de ahí a varios cafés. Le abastece en comercios tradicionales, van a un barbero que ejerce su oficio al son del ‘“Fígaro” y llegan a un café de variedades en el que actúa una Carmen Miranda que, para dar el papel, baila con un plátano en la mano. Allí se hacen con compañía femenina con la que pasean por calles y plazas de la Lisboa antigua en fiestas, con bailes populares, que es una auténtica delicia, para acabar en una pensión.
Al día siguiente sigue la fiesta: surgen por todos lados tranvías, elevadores, mercados repletos de vida. La Lisboa de verdad en todo su esplendor.
En esta ocasión no actúa Monteiro. Por un momento parecía él el hombre delgaducho y desgarbado que sale a bailar con Carmen Miranda, pero no. Sí aparece luego, como figurante, no sé si entrando a unos lavabos públicos. La batuta la llevan Eloi y sus chicas, por un lado, y Samuel (que se parece mucho, por cierto, a Benjamin Prado, con su reluciente conquista nocturna.
Llegado un momento, sobre los dos tercios de su metraje, empiezan a aparecer unos cuantos tours de force: hay una inacabable danza de los siete velos, aunque quizás se descuenten, que acaba hasta con el sonido durante un buen rato, una caminata de una rapaza por la Avenida da Libertade, los intentos de articular palabras de la muda o un cruce de un campo de enormes girasoles. Pero es que si no hubiera rarezas, no sería un Monteiro.
Tampoco he entendido nada, a parte de su indudable belleza, de una correspondencia entre Hyperión y Diotima que le debe dar un sentido mítico a lo visto. Pero no importa: la historia principal, que esa sí que se entiende muy bien, tiene, antes del final, su cumplido desenlace.





 

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