sábado, 4 de diciembre de 2021

L’homme sans nom




Nos quejamos porque queremos. Bajo de ánimo por una serie de dardos recibidos durante el día, no iba yo muy convencido a la Filmoteca a ver “L’homme sans nom” (2009), una película que erróneamente creía que iba de mineros chinos, que por mucho que fuera de mi admirado Wang Bing, no creía que pudiera ayudar mucho a levantar la niebla de mi azotea. Y, sin embargo, con un tema aún peor, como se verá, pude relativizar mis males, lo que, junto a la postura de este realizador respecto al cine, su forma -tan honesta- de implicarse en lo que hace, volvió a mostrar el profundo efecto terapéutico que tiene para conmigo.
La primera imagen del film nos ofrece la visión de un hombre, de aspecto totalmente raído, saliendo, con esfuerzo, de un agujero en medio de un paisaje casi totalmente helado. El hombre, cargado con un saco, emprende rápido el camino por un sendero apenas respetado por la escarcha. Como nos tiene acostumbrados por otras películas suyas, Wang Bing emprende, con su cámara, su seguimiento.
El hombre llega a un desnivel, totalmente helado, por el que desciende. ¡Ahí se detendrá la cámara! -pensamos, pues el riesgo de caer hombre y cámara es enorme-. Pero Bing (a quien no vemos) logra superar la prueba y sólo tosiendo un poco, vuelve a situarse detrás del hombre del saco, a quien vuelve a seguir a poca distancia con su cámara.
En la escena siguiente volvemos a lo mismo. La cámara se acerca tanto al hombre del saco que camina por el sendero, que se le oye perfectamente su respiración, algo alterada por el cansancio. Una cosa está clara: no lleva las típicas maletas vacías que suelen acarrear los actores en el cine de ficción. Esos sacos están realmente llenos. Pronto veremos que lo que lleva en ellos es tierra, que coloca en un proyecto de campo de maíz.
Más tarde, lo que se para a recoger y colocar en los sacos son excrementos de alguna montura que encuentra por una carretera. En ocasiones los coge sin dificultad. En otras, debe emplear hasta las uñas para separarlos del asfalto. La cámara, pacientemente, lo registra todo.
Con las manos negrísimas de estos menesteres, vemos cómo en una cueva, donde se ve que guarda “la vajilla” (un trozo de taza, un plástico medio fundido) prepara en un recipiente al fuego de la brasa que forma y come trozos de raíz, vegetales,… Cuando acaba, se lía un caldo y ahí mismo se lo fuma.
Y así la cámara va siguiendo incansable toda la actividad del hombre sin nombre. Eso es lo importante. Hasta en una ocasión se ve, en su seguimiento, la sombra de Bing, portando la cámara (si es que fue él mismo quien lo hiciera, como tenía por costumbre).
Durante todo el metraje, los espectadores, intrigados, nos vamos haciendo preguntas (“¿y ahora qué estará haciendo este hombre?”), hasta que más o menos la perseverancia da sus frutos y nos enteramos de qué va la cosa, aunque cueste admitir que alguien pueda vivir y trabajar en esas condiciones.
Por último, en una de esas caminatas de seguimiento, la cámara se queda quieta y deja alejarse al hombre sin nombre. Hay un fundido y finaliza la película. Me doy cuenta entonces de lo que querían decir las siglas SD de la ficha del film mostrada en taquilla: sin diálogos. La banda sonora está invadida por los ruidos, pero no se establece ni registra el más mínimo diálogo.










 

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