Jorge Negrete en “Gran Casino”. |
Aproximándome a su mitad, estoy pasando una fase bastante anodina en la lectura del libraco con la correspondencia escogida de Luis Buñuel. Tras una época buscando desesperadamente trabajo en Estados Unidos o donde fuera, se ha instalado en México con su familia e integrado en el cine comercial (realizando una película con Jorge Negrete, “Gran Casino”) del que quiere por todos los medios, aunque sin éxito, alejarse. Pero la etapa se acaba, porque anoche parece haber atado la producción de un film que sí tiene todo aquello que sí le gusta: “Los olvidados”.
Con todas estas preocupaciones por el medio, las cartas recogidas en el volumen podrían no haber bajado el tono de las anteriores, pero es que se da la circunstancia de que no mantuvo apenas correspondencia, o no se han debido encontrar sus cartas, con sus confidentes previos, como el Conde de Noailles o Pepín Bello ni, para acabarlo de rematar, con sus previos enemigos (Dalí, algún factótum de la cultura) que tanta sal aportaban, y entonces las que aparecen se limitan a reflejar sus esfuerzos por encontrar un camino de supervivencia laboral. Por suerte, anoche llegó desde Zaragoza una carta de su madre, que se dirige a él, con la fuerza maña que la caracterizaba y con todo el pesar de una madre que apenas ha visto a su hijo desde que partió hacia la Residencia de Estudiantes de Madrid y que aún tardaría bastantes años en poder volver a verlo.
El “abominable personaje” que aparece en “L’age d’or”. |
Pero mucho antes de todo eso, mientras está metido hasta las cejas en el ideal surrealista, Buñuel ha sido una bestia parda, que ha lanzado dardos de lo más venenoso en todas direcciones. Así, por ejemplo, en una carta de mayo de 1930 a Pepín Bello empieza diciendo un “Como diría el puerco de Cristo”, para confesar al final que “Yo en Madrid he roto con ‘todos’. Después, sobre todo, de la entrada de ese inmundo maricón, hijo de la gran puta, viejo gotoso, que llaman Unamuno”. Y en otra de junio del mismo año a Charles de Noailles, en una postdata, le explica que vio “la película de Eisenstein (...) titulada ‘Romance’. Es una ignominia. Si el autor estuviese en París, yo mismo iría a abofetearle”, dice, y se le nota bien capaz de hacerlo.
Actúa con virulencia para el fomento de su espíritu surrealista y eliminar de su obra todo resquicio sentimental pero, sin embargo, como de hecho le reprocha Dalí en una carta, hace de perrito faldero, de lo más educado y adulador, de los Noailles, sus mecenas. Un Charles de Noailles, por cierto, que se apresura a ordenarle que borre todas las huellas de su participación y apoyo a “L’age d’or” cuando toda la buena sociedad parisina se lanza contra la película que ha osado alterar sus placenteros sueños.
Buñuel con los Condes de Noailles en una estancia en su mansión de Hyères. |
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