Vista por fin “Godland” (Hlynur Palmason, 2022), inmerso en sus colosales y desiertos paisajes, atendiendo a dónde nos iba a arrastrar la trastocada mente de su protagonista. Fue ayer, en el Verdi, dándonos de narices a la salida con el contraste de la brutal aglomeración de las fiestas de Gràcia. De la locura del joven sacerdote, que cree estar en comunicación con Dios, por esas inmensas tierras en formación (no doy con ello, pero apuesto a que el título original del film está más cerca de esto que de ese “Tierra de Dios” adjudicado) de Islandia, a esa no menos insana concentración, más de cuerpos que de espíritus, que se repite anualmente por estas fechas, cada vez coqueteando más con el colapso final, en el barrio barcelonés.
En seguida reparas en el formato cuadrado de la proyección sobre la pantalla, con sus esquinas redondeadas, como rememorando las viejas fotografías de álbum. Es éste uno de los pocos puntos de materialización de la vocación “fotográfica” que la película airea desde sus letreros iniciales, más allá del hecho de que el curita protagonista cargue con todo el equipo para hacer y revelar fotos y se pase un buen tiempo en ello.
Había que mostrar la dificultad de llegar al destino apuntado en la isla, y a fe que la película lo hace, ocupando tres cuartas partes de su metraje para lograrlo. El que todo eso se demuestre como evitable no es más que uno más, bastante definitivo, de los apuntes para hacer entender la locura de la que hablaba.
Superada toda esa laboriosa prueba, la película parece querer cambiar drásticamente a comedia de costumbres, llegando hasta a evocar, de alguna forma, el hermoso baile de “My darling Clementine” (también en una iglesia de madera en construcción), como en su inicio la sombra de la austeridad de “Los comulgantes” parece pasearse por ahí algún momento.
Son en esos ratos “de otra película”, mucho más alegre, cuando se traba conocimiento de esa encantadora y pecosa niña rubia, que se convierte en el ángel de la función.
Todo el drama, eso sí, como se oye en la banda sonora, mantenido siempre en un ambiente “terriblemente hermoso”.
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