viernes, 11 de agosto de 2023

Os verdes anos


No me descubro engañado por mis propios errores, porque ya me conozco desde hace tiempo y sé desde siempre que me cuesta dar una a derechas. Y eso se agrava con la edad.
Desde que se produjo por parte de la Cinemateca Portuguesa la restauración de las películas de Paulo Rocha y su reposición, y en especial de su primer largometraje, “Os verdes anos” (1963), respondo a todo el mundo que alaba esta película diciendo que sí, que ya la había visto hace mucho tiempo, que impresionante su aire de nueva ola cinematográfica, y tan pancho.
Ayer, volviendo de una comida en la que se había vuelto a hablar de la película y en la que yo había vuelto a la mía, un poco escamado por las caras de extrañeza a lo que decía, me puse a lo que yo pensaba era volver a verla (en Filmin).
Sí que aparecen un momento los adoquines mojados y relucientes de una ciudad, lo único que creía recordar del film, pero es algo casi anecdótico, y desde luego no marca en absoluto su tono.
En abril (?) de 1977, seguramente para conmemorar el entonces bastante reciente 25 de abril (que hice aparecer en el titular del artículo que escribí para Cinema 2002), la Filmoteca programó un hasta entonces y por mucho tiempo insólito ciclo de cine portugués. Allí pude ver películas de, entre otros, Fernando Lopes, Antonio de Macedo, Alberto Seixas Santos, Antonio Reis o Rui Simoes y, desde ese momento, cuando me preguntaban de qué país me interesaría más ver películas, siempre contestaba que de Portugal.
Pues bien. No hubo en ese ciclo, o por lo menos yo no la vi, ninguna película de Paulo Rocha, y no fue hasta hace seis meses, cuando la pasaron en la Filmoteca dentro del ciclo de Pedro Costa, cuando pude ver y admirar su segundo largometraje, “Mudar de vida” (1966).
Lo más seguro es que en mi cabeza confundiera, inverosímilmente, el nombre de Rocha con el de Lopes, y “Os verdes anos” con “Bellarmino”, una historia sobre un boxeador que no tiene nada que ver.
Porque “Os verdes anos” es ya una película que nada en eso que se ha dado a llamar “cine moderno”, en el que no prima tanto revelar la acción como el pensamiento de los personajes. Y eso se consigue, las más de las veces, a base de ver recorridos por aquí y por allá de los mismos.
Hay dos secuencias en particular en el film que recogen sendos recorridos de los que hablo, que me han parecido especialmente felices. Son recorridos de domingo, el día de asueto de la semana.
En el primero de ellos, el tío del chico de 19 años que ha ido a trabajar a Lisboa lleva a ver la nueva ciudad aún a medio construcción a su sobrino y a la novia de éste -que trabaja de sirvienta en una de esas casas-, y luego los mismos sitios a los que iban siempre los visitantes de esa época -en mi caso fue en el un poco posterior 1970-: subir a ver las vistas desde arriba del Elevador de Santa Justa y a cruzar el Tajo en una barcaza. En el barco, mientras los novios hablan de sus cosas, uno que ha estado de cháchara con el tío, quien le efectuaba todo un posible programa prospero de vida a base de ir a vivir al extranjero, le justifica sus dudas: “Cuando uno se acostumbra al bacalao cocido…”.
El segundo es un recorrido en interior: la criada enseñando a su novio, admirada, pero con dominio, la casa en la que sirve.

Y así, circulando por uno y otro lado de Lisboa mientras suena incesante la nostálgica música de la canción de los verdes años, van pasando los domingos y van acabando sin resolver las escenas, hasta el final, que sí se resuelven y vaya si se resuelven. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario