Durante todo el inicio de “Mudar de vida” (Paulo Rocha, 1966, ayer en la Filmoteca, ya sin Pedro Costa guiando a sus espectadores) casi sólo atendía y esperaba las escenas que demostraban lo que tiene de imprescindible documental etnográfico.
Así, observaba una y otra vez, entre las escenas más de ficción del drama, de resonancias míticas, las casas construidas con tablones de madera en una playa que el mar va comiéndose paulatinamente, los trabajos de los pescadores de la cofradía, sacando la barca y las pesadas redes con la ayuda de una junta de bueyes, así como, sobre todo, dispensando una energía bárbara para conducir las traineras, los acarreos de arena de las mujeres para intentar recuperar la superficie de la que se había apresado el mar o bien los bailes de las fiestas populares o, en un orden más urbano, la llegada del autocar de línea al pueblo costero.
Pero, llegado un momento, que corresponde con el cambio de trabajo del protagonista del mar al río (donde quizás notaría con más fuerza la verdad de esa indicación de Pedro Costa sobre la influencia del cine de Mizoguchi en Rocha), me he interesado también en la ficción. La película me ha dado la impresión entonces de efectuar un salto hacia la modernidad, que llega hasta en la trama (la chica, más joven, que aparece, trabaja de obrera en una fábrica), y vence el dramón al que en un principio verías condenada.
Se produce, realmente, una muda de vida.
La parte que, quizás, más me remitió a Mizoguchi.
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