Una de las escenas en conciertos.
El tipo de fiestas depravadas a las que asiste la mujer del director de orquesta. Basta fijarse en el personaje representado por esa careta colgada en la pared.
La mujer del director de orquesta, satisfecha de su belleza sin par.
¡Quién me ha visto y quién me ve! ¿Quién iba a decirme a mí que iba a dedicar una noche como la de Reyes para ver un melodrama que anunciaba en su argumento ir de un niño de orfanato?
Pues ahí estaba yo anoche al pie del cañón, viendo “La novena sinfonía. Acorde final” (Detlev Sierck, es decir, Douglas Sirk, 1936) en la Filmoteca, siguiendo un poco más el ciclo de los melodramas alemanes iniciales del realizador.
Acababa de verse y oír antes a Sirk decir, en el segundo capítulo de “Directed by Douglas Sirk”, la famosa entrevista de Antonio Drove para la televisión española, la definición que le dio de pequeño su abuela sobre lo que era un melodrama, atendiendo a su pregunta de por qué siempre había música detrás de la pantalla del cine Royal, al que acudían: “Música + Drama”. Algo, pues, que distinguía al cine del teatro, en el que no aparecía nunca la música… de no ser que se oyera realmente en el escenario.
La música, esa que se llama música clásica, es, como ya sugiere su mismo título, uno de los elementos principales de “La novena sinfonía”. De hecho, se trata de una película que, de ser de los años 60 en vez de los treinta nos habría casi obligado a ir a ver el director de mi escuela, muy melómano, porque bastantes de sus secuencias presentan trozos de conciertos, y no únicamente de la famosa sinfonía de Beethoven.
Sorprendentemente, la película empieza en una noche en una ciudad llena de rascacielos… pintados y mostrados sin miedo que se detecte son decorado, que resulta representar Boston.
Se pasa a continuación a Berlín (éste “verdadero”, visto desde un avión) y durante mucho tiempo asistimos a un perfecto ejemplo de lo que son las acciones paralelas en el cine. Es decir: el concierto que oímos en directo en la sala berlinesa… se oye en directo en la cama de una mujer convaleciente en Boston, retransmitido por radio. Y así todo el rato.
Procedemos entonces a seguir una historia como de doble maternidad del niño del orfanato, con la consecuente rivalidad entre las dos posibles madres, pero a partir de un momento se hace muy fácil saber cómo acabará la cosa, porque los melodramas de los años 30 (no así ya los de los años 50 del mismo Sirk) acababan siempre bien, y se pierde bastante interés en la trama.
Es hora entonces de refugiarse en algún raccord o en los detalles de puesta en escena servidos por el bueno de Detlev, que ya previamente había mostrado unos cuantos (esa lágrima secada con una serpentina recogida del suelo tras la fiesta de fin de año, la mirada de la cámara sobre la enfermera desde el punto de vista del niño que está en la cuna del orfanato). Podemos anotar aquí, por ejemplo, la sombra que anuncia a modo casi de película de terror la inesperada presencia de la mujer ante la pareja que no sabía de ella o ese espejito de mano en el que contempla su rostro la mujer para confirmar su belleza, siguiendo escrupulosamente lo visto antes en la ópera, en donde se representaba “Blancanieves”.
Por momentos, sin dejar su constante lado musical, la acción entra de forma desatada, añadiendo cada vez más elementos, en lo plenamente melodramático, para casi acabar en un juicio, servido por Sirk con una cámara sumamente nerviosa.
Ya sólo queda entonces tiempo para la apoteosis del final feliz. En sala de concierto, por supuesto.
Consultando al espejito si ella es la más bella.
El director de orquesta y la “otra” madre dispuestos a presenciar la representación de, también, Blancanieves y los siete (seis, en este caso) enanitos que dirige el niño del orfanato.
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