viernes, 16 de diciembre de 2022

Las razones del Lobo

El enorme estanque del club, por el que circulan constantemente lanchas arrastrando a esquiadores acuáticos.
Hay también tenis, zona de modelismo aeronáutico, piscinas, cafetería y restaurantes, hípica,…En la Filmoteca, siguiendo un pequeño ciclo de películas colombianas actuales, me da que aprovechando la estancia de Julio Lamaña por aquí, “Las razones del Lobo” (Martha Hincapié Uribe, 2020).

La primera imagen de la película es un plano de dos rejas paralelas, una de hierro pintado de amarillo y la otra una alambrada paralela posterior, ante una espesa vegetación. Las vemos mientras apreciamos en la banda sonora el follón circulatorio circundante, que es donde se encuentra la cámara. No sólo hay coches: también unos paupérrimos feriantes que intentan vender sandías, chucherías…
Una narradora inicia entonces un relato onírico mientras vemos un hormiguero y tras eso obtenemos una primera visión del terreno vedado protegido por esa doble capa: se trata del club ligado íntimamente a la vida de la narradora de la voz en off, la propia directora de la película, una cineasta que, como comentará ella misma más adelante, pasó por Barcelona para estudiar cine.
Un relato autobiográfico, en el que se mezcla lo personal con los conflictos bélicos que han arrasado Colombia en los últimos 50 años, se apodera de la banda sonora, mientras que como imágenes se ven inicialmente unos antiguos films amateurs de espectáculos y fiestas que hubo en tiempos en el club y luego, de forma ininterrumpida, una fría mirada documental a las actividades de ese selectivo club, tanto las de ocio de sus socios como las de los trabajos de apoyo y mantenimiento de sus empleados.
Debo decir que el chasco que produce ir viendo esas anodinas imágenes, desconectadas por completo de lo contado oralmente con tono uniforme por la directora, es mayúsculo.
Instintivamente miras de aprender algo (más allá de la indiferencia ante lo que se oye) de las imágenes que ese choque que produce la existencia de ese paraíso artificial de una clase privilegiada (de la que forma parte la directora, de ahí ese título de la película) a costa del trabajo de otros, en medio de un Medellín envuelto en graves problemas de todo tipo. Pero sólo consigues retener, por ejemplo, la existencia de un artilugio similar a una segadora para recoger cientos de pelotas de golf, y cosas así.
Dado lo anodino de las imágenes, tu cabeza se refugia, digo, en el relato de la directora, que va desde la peripecia familiar (el microcosmos de la clase más favorecida, por mucho que se pinte a la madre como una “rebelde” ante la situación) al devenir de todo el conflicto político del país, con sus intermitencias sangrantes en la misma historia familiar. Es así que atesoras un relato tremebundo, lleno de asesinatos y muertes brutales, que constituye la historia reciente del país, en la que la vida humana no parece haber gozado de excesivo valor.
Es al cabo de un tiempo cuando caes en que esas imágenes de ese entorno impecable, por contraste y como reacción de todo lo que se va oyendo, no hacen sino producirte una enorme, irreprimible sensación de ahogo.


Julio Lamaña y el documentalista colombiano Jorge Caballero ayer, en la presentación del film.
 

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