miércoles, 7 de diciembre de 2022

Los niños del paraíso

Un cineasta -empezó a decir en el coloquio Luis Aller- no puede siempre filmar donde quiere. Entonces una composición de plano como éste, con unas personas con maletas y bultos a su alrededor, puede convertir cualquier almacén en una estación de tren.

“También Japón tuvo su Neorrealismo acabada la guerra, aunque sus directores no habían visto las películas del italiano. Se trataba, no obstante, de otro espíritu, de una tonalidad mucho más tierna, armónica y emotiva”.
Así presentó ayer en la Filmoteca Luis Aller la sesión de “Los niños del paraíso” (Hiroshi Shimizu, 1948), ante una sala grande de lo más lleno. Sobre la película no avanzó, ya que iba a haber coloquio, más que empleaba eso que se suele llamar “actores no profesionales”, que comentó prefiere llamar “actores de la calle”. La mayoría eran niños huérfanos de verdad -como los de la ficción del film-, a los que se ve que Shimizu intentó ayudar a lo largo de su vida mediante diversas acciones.
Un coro infantil, precisamente, suena sobre los títulos de crédito iniciales, y unos pocos niños, pequeños mendigos, pasan en seguida a observar cómo salen en tren hacia Tokio unas tropas (parece evidente que se trata de soldados que han participado en la guerra regresando a su casa) y uno de esos jóvenes soldados no sube al tren.
La película pasa a ser entonces el recorrido de ese ex-soldado con varios de esos niños sin familia, que vagabundeaban o cometían pequeños hurtos para sobrevivir y a los que hace trabajar con él para ganarse el sustento por todo el país. El film está lleno de travellings, trenes y, sobre todo, niños -y adultos- desplazándose en camiones por caminos (o vistos desde la cámara montada en un camión), como en muchas otras películas de Shimizu.
Mediante ese recorrido, qué duda cabe, tendremos ocasión de obtener una idea general de la situación del Japón en la inmediata postguerra. No sólo el soldado y un tullido que los explotaba circulan por el país: también lo hacen una mujer que no encuentra a la familia y amigos que cree le podían ayudar y hasta unas chicas que transportan a lomos sacos de contrabando. El trabajo bajo mano, no declarado, prolifera; el mercado negro lo invade todo y, por otra parte, tenemos la ocasión de ver, en una panorámica que desvela el horror de la ciudad in crescendo, las ruinas de Hiroshima.
Vemos a los niños, indecisos, correr de un lado a otro sobre sus precarias sandalias, comiendo patatas que, cuando han trabajado a conciencia, les saben a gloria.
Al llegar la escena de la dificultosa ascensión a una montaña por parte de una pareja de niños del grupo, he recordado que la había visto: me la había hecho ver Pau Pérez, que fue en su día alumno de Luis Aller…
Otra escena que apunté para recordar valorarla, al margen de algún gag disperso, es la de la lucha entre el soldado y el cojo, toda ella entendida perfectamente por nosotros espectadores, como recordó más tarde el presentador, sin ser mostrada: vemos solo a los niños avanzando hacia ella envalentonados o retrocediendo atemorizados.
En el coloquio final, aprovechando que nos encontrábamos en el “Aula de cine” de la Filmoteca, Luis Aller se aprestó a trasmitir una lección de cine de Shimizu.
Empezó hablando de la escena del encuentro entre los niños vagabundos y el soldado para recalcar cómo construye Shimizu la moralidad de su personaje: en vez de temer por sus pertenencias cuando los niños le van rodeando, como haríamos la mayor parte de nosotros, les ofrece la comida que lleva consigo.
Continuó con un lamento por la pérdida en el cine actual del plano general, ante las necesidades de unas pantallas cada vez más pequeñas. Ahí se extendió un poco, recordando la frase de Chaplin (“La vida es una tragedia en primer plano, una comedia en plano general) y valorando cómo, entre otras cosas, el uso continuado por parte de Shimizu de planos generales en la película elevan la intensidad de los pocos planos más cercanos que utiliza. O indicando alguna escena cuyo gag no puede ser explicado más que con planos generales.
Luego siguió un buen rato señalando elementos del film que demuestran que Shimizu fue un gran admirador de Lubitsch, quien, como sabemos, prefería no recalcar, sugiriendo más que diciendo las cosas.
Teniendo por seguro que la de ayer (volverá a poder verse mañana viernes a las 21h) será una de las mejores películas que se podrá ver esta temporada, la pregunta es de cajón: ¿para cuándo una retrospectiva del cine de Hiroshi Shimizu en la Filmoteca lo más completa posible, como la que pudimos disfrutar dedicada a su amigo Ozu?

En vez de temer por sus pertenencias, el joven soldado le ofrece a la primera de cambio un chusco de pan al niño pordiosero. Así, de un plumazo -comentó Luis Aller- construye Shimizu la moralidad de su personaje.

Una road movie previa a la existencia del término.

La subida a la montaña.

Intuimos que la lucha tiene lugar abajo, fuera de campo, y van mal dadas para el que los niños quieren, porque huyen despavoridos hacia la cámara.
 

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