martes, 7 de agosto de 2018

Les amants

El 2 CV, descapotado y a punto de despegar.

Por explicaciones previamente recibidas iba dispuesto a contemplar “Les amants” (Louis Malle, 1958) como un tratado sobre el amor. Sus iniciales títulos de crédito, de hecho, lo confirman. Van apareciendo sobre un mapa con un río. A su orilla derecha se distingue el “Lago de la indiferencia”, seguramente producto de aguas estancadas. Por el contrario, en su orilla izquierda pueden leerse toda una serie de pasos sucesivos (ternura, confianza, amistad, reconocimiento,…) que parecen poder llevar sus aguas hacia el “Mar peligroso” en el que desemboca.

Así dispuestas las cosas, uno empieza luego a preguntarse por dónde se encauzará la lección, qué fábula nos adiestrará sobre los meandros o aguas rápidas amorosas, porque no acabamos de vislumbrarlas por el terreno de un marido opaco o el de un amante (José Luis Villalonga) que casi parece poder recibir el título de “oficial” con más causa que el anterior, si bien ha dejado caer previamente tras un partido de polo (ésta es otra posibilidad frecuente: el amor como competición) un convincente “He estado a punto de perder por pensar todo el rato en ti” dirigido a su amante Jeanne (Jeanne Moreau).

Pero cuando menos te lo esperas surge de forma imprevista, imparable, el sentimiento amoroso, ese impulso capaz de desestabilizar lo más sólidamente fijado. Malle se planteó en casi toda su filmografía su siguiente film como completamente diferente al anterior y como un paso más en su decisión de abordar temas tabú para la sociedad de su tiempo. Así pasó en su extraordinaria “Lacombe Lucien”, quizás la primera en mostrar la Francia colaboracionista, o con “Le soufle au coeur” y su incesto. En “Les amants” el agente revolucionario que echa todo por la borda, que sale victorioso de tanta mezquindad y vacuidad, es el amor a contracorriente, en esa Francia que también vio aparecer por entonces las historias de Françoise Sagan. Porque el film acaba con un viaje en coche que tiene todas las características (una vez aparcadas las dudas que siembran la aparición de un niño y una mirada profunda a un espejo) de un despegue de avión por una pista de aeropuerto.

De haberla visto en un monitor nos habríamos quedado sin otro de los elementos a recordar de la función: Esa fotografía de Henri Decae, con esos continuos travellings, esa cámara en movimiento siguiendo a los personajes en medio de ese grandioso entorno que cubría toda la enorme pantalla panorámica de la sala grande de la Filmoteca. O quizás no habríamos apreciado en lo que vale esa banda sonora cubriendo esas mismas escenas con silencios sólo rotos con el débil sonido de la naturaleza, cuando no por esos comentarios en off que salpican todo el metraje, yo diría dichos por la propia Jeanne Moreau hablando de su personaje en tercera persona. El relato de ese tratado.
Previamente, una profunda mirada al espejo del café de carretera, que hace dudar.


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