jueves, 30 de agosto de 2018

En presencia de un clown

Ingmar Bergman, quien mentía diciendo que no le gustaba salir en sus películas, a la derecha, en el pasillo del frío hospital psiquiátrico.
"Apágate, candela efímera, apágate.
La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre actor
que se pavonea y se agita una hora en escena,
y al que después ya no se le oye. Es una historia 
contada por un idiota, llena de ruido y de furor,
y que no quiere decir nada."

"Se pavonea, se agita" viene a ser el título original de "En presencia de un Clown" (1997), con la que se cerró ayer (bueno: la vuelven a poner mañana viernes) el ciclo Bergman de la Filmoteca, que nos ha alimentado este verano. Y está sacada de ahí, de la quinta escena del "Macbeth" de Shakespeare.
Carl poniéndose en el gramófono una y otra vez ese lied del "Viaje de invierno" de Schubert.
El Clown, el Clown blanco es, queda claro, la muerte, que anda rondando al protagonista, que no es otro que el tío Carl de Ingmar Bergman, el que apagaba un candelabro de cinco velas a base de pedos en "Fanny y Alexander".
Por primera vez quise ir ayer habiendo leído algo de la película. Como acudí a "Imágenes" y no habla de ella (lo escribió antes de esta realización para la televisión), he buscado por casa y he encontrado una magnífica entrevista de Stig Björkman con Bergman para el Cahiers du Cinéma de mayo 1998, poco después de su pase por el Festival de Cannes. En ella explica que "estaba absolutamente persuadido de que iba a morir" y que, por otro lado, tenía la historia de su tío Carl, que recorría Suecia con su novia organizando sesiones de linterna mágica. "Quería desde hace mucho hacer algo con ella. Y entonces esa sensación de la proximidad de la muerte me ha empujado". Y acaba la reflexión: "Más tarde, desgraciadamente, se ha demostrado que mi sensación era correcta. Sólo que no se trataba de mí, sino de mi esposa, Ingrid. Ésta es la historia que hay detrás de 'En presencia del Clown'."
Una conversación muy parecida a la de Selma Lagerlöf en "Creadores de imágenes".

Con esta historia y otras precisas indicaciones sobre la película me he encaminado a la Filmoteca. Quizás sea malo ir tan advertido sobre lo que vas a ver, porque, aunque sea cierto que la idea de la muerte preside todo el film, con ese leit motiv del último lied del "Viaje de invierno" de Schubert sonando constantemente, quieras que no te haces una emocionada idea de cómo se va a desarrollar la cosa y lo que acabas viendo nunca resulta ir por el camino trazado en tu cabeza.
La hora del cine

Así, esa primera parte de la función, con Carl (un Börje Ahlstedt que ciertamente forma parte de la última troupe de actores de Bergman, pero encarnando siempre esos papeles ácidos, nerviosos, que representan una de las facetas más desasosegantes del realizador) sintiéndose identificado con el Schubert agonizante en el frío hospital psiquiátrico, me ha dejado algo insatisfecho. Pero, por suerte, la película tiene dos giros dramáticos y formales totales. En uno pasa a tener su protagonismo el cine, a partir de la base de esa supuesta tournée por el país de los personajes para enseñar ese invento del cine parlante. En otro, con un ambiente de una misma calidez, ese protagonismo pasa, bellísimamente, al teátro. Y, como dice un espectador en la trama, "se ha de decir que el teatro ha quedado mejor que el cine".
Inutilizado el cine por un incendio, los espectadores son compensados con una representación teatral del tema.
En la misma, estupenda, entrevista de que hablaba, Ingmar Bergman explicaba que si a esas alturas se metía en un proyecto de ese tipo, era porque el placer era determinante, "un placer muy ligado a los comediantes". Y seguía: "Tengo ganas de estar con ellos, ganas de ver lo que llegan a hacer con lo que he inventado".
Una espectadora lanza una importante proclama.
A nosotros, sus espectadores, ahora que, tras seguir el ciclo que ha permitido revisar buena parte de sus películas sabíamos reconocer a sus actores, notar la presencia de sus constantes y, con ellas, de sus manías y demonios; que, por ejemplo, nos reíamos cada vez que aparecía, como aquí, ese horroroso elemento de atrezzo consistente en un sol sonriente, o estábamos ya familiarizados con las Karin, los Egerman, Vogler o los Jacobi, con el final del ciclo, y con la muerte de Ingmar Bergman hace ya más de diez años, se nos acabó esa enorme felicidad de ir a ver con emoción lo que llegaba a hacer con cada nuevo film. Una tragedia.
El horroroso sol de atrezzo, que ya hemos detectado en tres o cuatro películas.

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