Primero quisiera explicar el alegrón que me supuso la primera visión de
“Saraband” (2003), por 2004. Hacía tiempo que no sabía nada de Ingmar Bergman
y, de repente, en un canal de TV de pago pesco un programa doble increíble, que
me lo trae de nuevo, felizmente, a la primera línea del frente cinematográfico.
Una de las piezas de ese programa doble fue la película, que acababa de
realizar y presentar. Me pareció –y así lo ratifiqué años después, cuando la
volví a ver- una extraordinaria culminación, de una perfección sorprendente,
tras toda su carrera. Para una revista on-line de un club de cronopios
desgraciadamente fallecida ya hace mucho, Literatuya, escribí esto sobre el
vivificante reencuentro:
El viernes pasado, a la salida del primer pase de “Saraband” en la
Filmoteca, se formó un pequeño corrillo entre tres personas que me honran
–diría- con su amistad. Yo no fui a ese pase, porque había planificado hacerlo
en el pase de esta tarde, con lo que no participé en las discusiones sobre el
film. El caso es que, según su propia narración de los hechos, empezaron a
desmenuzarla y los tres llegaron a la conclusión –pese a que a una de ellas le
había gustado muchísimo cuando la vio en su día- de que no llegaba a la media
de los films del autor.
A mí me habría gustado mucho estar en esa discusión, para defender la
película –aunque no creo que lo precise demasiado- como una de las mejores del
director sueco. Por lo menos así sigue en mi estima después de su revisión hoy
mismo, seguida en todos sus percances con una intensidad que raramente he
mantenido en los últimos años.
Me habría gustado estar ahí, en primer lugar, para remarcar la perfección
de la cinta, con esas diez partes siguiendo la estructura de una sarabanda y
ese prólogo y epílogo en el que el personaje de Liv Ullmann, rodeado de fotos,
las remueve, acota historias de cada una de ellas, y parece conocer todo sobre
su pasado y futuro.
Me habría gustado también señalar lo afortunados que habíamos sido de verla
teniendo tan reciente la visión de “Secretos de un matrimonio”, y pudiendo así
constatar las coherencias e incoherencias entre los personajes de esa historia
y los de esta nueva historia, que se quiere continuación de los encuentros y
desencuentros sentimentales entre Marianne (Liv Ullmann) y Johann (Erland
Josephson). Con el fondo que ofrece el que haya, para todo, pasado mucho, mucho
tiempo, lo que hace contemplar las cosas a los personajes de una manera más
distanciada, sabiendo que ya nada tiene remedio…
Como otras veces me habría divertido señalando y descubriendo las
concomitancias con otras cintas de Bergman que aparecen por el metraje. Nada
más llegar Marianne a la cabaña sobre el río perdida en el bosque donde vive
retirado Johann, un concierto de “tic-tac” de diferentes relojes se
desencadena, llegando a crear un clima fantástico los sones de cucús y cantos
de horas. El personaje de Liv Ullmann (que, para mí, está claro que actúa de
embajadora en el sitio de los hechos del mismo Ingmar Bergman) nos va
confesando sus temores, dirigiéndose a nosotros a través de la cámara. Un sol
de cartón de colores chillones que por aquí aparece diría yo que es el que
colocó Bergman en el lugar del crimen de “De la vida de las marionetas”, de
cuya protagonista tiene unos rasgos muy parecidos la fotografía que surge en
muchos momentos de la acción, recordando a Anna, la nuera muerta de Johann. Esa
mirada de Marianne hacia al altar de la capilla, con la luz del sol penetrando
por la ventana de la capilla hasta su cabeza, nos puede ofrecer lecturas
complementarias de “Los comulgantes”. Todos los personajes en algún momento
hacen confidencias muy personales, comentan sueños, pensamientos que sólo
decimos en circunstancias excepcionales. Como en tantos de sus films, pequeñas
contrariedades, tonterías si se quiere (aquí el rechazo a una invitación a una
cena) desencadena toda la violencia dialéctica, el odio profundo, que un
personaje lleva dentro. Y, como siempre en Bergman, todos los personajes (aquí
salvo en el caso del de Liv Ullman: ¡por algo digo que hace de embajadora
suya!), por mucho que les veas su lado humanísimo, con el que empatizar
claramente, presentan en un momento u otro una faceta satánica.
También, en esa reunión a la que no asistí, me habría gustado señalar lo
que considero unos cuantos hallazgos formales que enriquecen mucho la
propuesta. Uno es esa huida corriendo por el bosque, calzada con botas de agua
y camisón del personaje de Karin, la hija y nieta violoncelista, que te hace
sintonizar con muchas imágenes de cuentos de hadas. Otra es la visión de esa
preciosa biblioteca de Johann, a medio camino entre el orden que imponen los
estantes que forran las paredes por completo y el desorden con el que, dentro
de cada uno de ellos, se acumulan los libros. Otra, una visión de figura desde
fuera de la casa.
Por último, también me habría gustado señalar el poder emotivo de muchas de
sus escenas. A mí confesaré que, entre en otros momentos, una lágrima pugnaba
por salirme en la confesión del que puede resultar en algún momento el
personaje más reprobable, el padre de Karin (un nombre de los más preciados
para Bergman, por cierto), cuando se confiesa un inválido, estar muerto, y que,
no pudiéndolo evitar, cuando habla de su mujer –fallecida dos años antes- se
pone a llorar.
Por último, en esa misma conversación, les habría ofrecido mi DVD para,
dentro de un tiempo, volver a ver con calma, y seguro que con placer, la película.
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