Rodaje en el mercado instalado en Upsala. |
Siempre había dicho que notaba un cierto parentesco entre “Fanny y Alexander” (Bergman, 1982) y “La noche americana” (Truffaut, 1973). Las dos eran para mí películas notables, pero a las que les veía cierta artificialidad, alguna simplificación de sus tramas y personajes con respecto a las respectivas películas anteriores de sus directores (de las que bebían), limadas sus asperezas para hacerlas llegar más fácilmente al público.
Hoy en la Filmoteca he visto que erraba. Con la que realmente se emparenta “La noche americana” es con el documental proyectado ayer y hoy, “Diario de una filmación”, “Dokument Fanny ocho Alexander” (Ingmar Bergman, 1986), especialmente en toda su primera parte. En ambas el tema es un rodaje y, para acercarlas aún más, Bergman incluye, como Truffaut en la suya, una divertida escena de rodaje que habla de las dificultades para hacer interpretar a un gato díscolo el papel que tiene encomendado.
En un cartel inicial Bergman dice, entre otras cuantas cosas, algo así como que un rodaje comporta un ejercicio de mente y cuerpo que apenas se aprecia. Y a fe mía que ningún espectador saldrá de la experiencia de contemplar este documental sin haber captado este extremo.
En una escena inicial, registrada el día anterior al inicio del rodaje, todo el equipo se reúne distendidamente en un gran salón. Bergman va saltando de uno a otro , saludándolos, y, cuando tiene reunido a un pequeño grupillo de actores, serio y a la vez divertido, les dice que se ha olvidado por completo de todo, pero que está contento, porque así ellos darán a partir de ese momento todo su potencial. Bien. A parte de admirar ese ejercicio de transmisión de responsabilidad que sería automáticamente comprado por un consulting de formación de empresas, no hay quien se crea nada de lo que ha dicho. Es él mismo quien se encarga de dejar claro que toda la película que se está rodando depende absolutamente de su trabajo.
La cuestión tiene más perfiles que los que parecería a simple vista, porque se da la circunstancia de que es el mismo Ingmar Bergman el que firma como director del documental sobre el rodaje. Así, cosas que se verían en un documental realizado por otro de una manera, se deben contemplar en éste forzosamente de otra. Surgen de inmediato varias preguntas al respecto. Una, insidiosa, que surge inicialmente es ésta: ¿Como hace Bergman para dirigir dos películas a la vez? Bien, concedamos que como el documental está montado posteriormente a la película sobre el rodaje de la cual versa, podría pensarse que no tenía en la cabeza el documental mientras rodaba la ficción. Pero lo que también está claro es que él era absolutamente consciente de que “su actuación” estaba siendo filmada, con lo que sigue cabiendo esa maliciosa pregunta: ¿decía lo que decía Bergman para su equipo porque así era el rodaje o lo decía para que así quedara registrado en el documental?
Sentado próximo a lis actores. En esta ocasión junto a su otro yo. |
Si esta pregunta puede llegar a ser tildada de malintencionada, sin respaldo lógico, no es así en absoluto cuando lo que se presenta en el documental es un montaje que potencia unas tomas sobre otras. Hay un caso muy sintomático: Más bien por el principio, sorprende ver cómo Bergman recoge una conversación en la que ningunea a Sven Nykvist, el director de fotografía. Éste le hace una sugerencia que él se la pasa absolutamente por el forro, como dejando claro quien es ahí el que lleva el barco. Para tranquilidad de los espectadores, poco después selecciona también otras tomas en las que se le ve a él mirando de una forma muy interesada a la cara y expresión de Nykvist, como interrogándole sobre si da por válida la escena grabada o no, demostración de la confianza absoluta que tiene depositada en él. Por no decir, ya mucho más adelante, el panegírico que le dedica, calificándolo como maestro de la luz, “el mejor del mundo”.
Manteniendo su intensidad, el documental varía radicalmente en el recorrido que va desde su inicio hasta su final. Al principio, siguiendo lo que enseña Bergman, te preguntas cómo siendo tan aburrido un rodaje, es capaz de mostrarlo todo y mantener un espíritu tan divertido. Pero a medida que va pasando el metraje, a lo que debe colaborar también el abandono de exteriores para pasar a interiores, nos va dando idea del dantesco trabajo que es poner en pie una producción de estas proporciones, con esas eternas repeticiones hasta dar con la escena buscada. Ya que estoy hablando de esto, hace gracia descubrir a nuestra amiga Katinga Faragó (y digo amiga porque vino a presentar el ciclo de la Filmoteca) en una escena guardada en el montaje final yo diría que para gastarle una broma, en la que ejerce realmente de lo que se sabe es una productora del film: Es la que protesta de que haya una pausa para la comida y conmina a completar la sesión de rodaje.
En cualquier caso, Bergman quiere dar la impresión, y al menos yo me lo creo, que él está en todo, desde el chal que debe llevar una actriz hasta cuando debe moverse uno u otro actor y la cámara, pasando por hacer que una puerta se abra y cierre correctamente. Escenifica previamente lo que quiere que hagan los actores y luego se coloca durante el rodaje muy próximo a ellos, como para hacerles notar su presencia allí al lado y ofrecerles su soporte. Queda claro lo personal del proyecto que acomete, sobre todo en sus conversaciones y escenas con los niños, él mismo sesenta años antes, como se encarga de decirnos.
Hay una larguísima escena por el final brutal, que acaba de confirmar la dureza del proyecto y el carácter empecinado de Bergman. Se trata del rodaje de una escena de la película con uno de los grandes actores de su troupe, Gunnar Bjornstrand, que él incorporó al equipo de actores a pesar de que, ya al final de su vida, se encontraba seriamente enfermo. Bjornstrand hace el papel de uno de esos lastimosos payasos con los que Bergman ha ido salpicando a lo largo de su carrera sus películas. Pero es que ahí le va a servir, implacable, para hablar de la naturaleza del teatro (o el cine) y de la dureza del final de la vida. El viejo clown, aupado a un potro de madera durísimo, debía interpretar una canción con una ridícula vela encendida en su cabeza y un paraguas rojo. Las repeticiones se suceden, en lo que debió ser al margen de un martirio para el actor, el proceso más duro de todo el rodaje, por encima y todo de los grandes movimientos de masas. La canción que canta no cae en saco roto, acabando diciendo algo así como que “Nuestra obra se ha acabado. Continuaremos deleintándoles...
El penoso rodaje de la escena con el triste clown. |
Finalizado el rodaje de “Fanny y Alexander”, que duró una cantidad enorme de días que me resisto a poner aquí, por si he captado mal el dato, Ingmar Bergman anunció que con esa película ya abandonaba el cine para siempre. Visto el esfuerzo sobrehumano que por este documental puede intuirse, se comprenden absolutamente las razones. Aunque también se deduce que esa era al completo su vida.
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