La criada de la generación justo anterior y el tío de Alexander, un consentido y divertido libertino. |
Pertrechado con un botellín de agua, una rebequita por si éramos pocos en la sala y hacía frío, caramelos, barras de regaliz y chicles para no dormirme y alguna provisión adicional clandestina (están vetadas, pero a ver quién aguanta si no) me dirigí ayer a media tarde a la Filmoteca para asistir a la proyección de más de cinco horas de la versión televisiva de “Fanny y Alexander” (Ingmar Bergman, 1983). Iba con la tranquilidad de haber superado muy positivamente la previa prueba similar de “Secretos de un matrimonio”, pero con el agravante de que no estaría en esta ocasión acompañado. Abandonado ahí, pues, a mi ventura.
Por si las cosas pintaban mal me iba diciendo que podría refugiarme en ese serpenteante baile tan animado de toda la familia y servidumbre de la fiesta navideña o, en el peor de los casos, esperar pacientemente a esa epifanía en forma de cena que, según me aseguraron ayer mismo, llegaba por el final, con el colofón del sonido de una caja de música en el que se intuye a Schumann, valiendo por sí sola por todo el metraje.
“Esta Navidad llegará hasta la próxima, pero no es verdad, porque antes está el ayuno, la Cuaresma y la Pascua”. Y otra, y otra vez. |
Todo se inicia con el niño Alexander, el alter-ego de Bergman, contemplando su teatrín y haciendo los movimientos que el día anterior en el “Making of” vimos que le sugerían, pero tomados por otra cámara, con otra distancia focal. Estamos en el prólogo y sigue en él todo un condensado, de los mejores, de Bergman. No recuerdo si en la versión para cine es también así, pero yo diría que no y que, en todo caso, en esta versión para televisión resulta con otro tempo, mucho más cautivador. Alexander contempla el exterior de la casa poniendo su mano en el cristal de una ventana como hacía el niño que aparecía al principio de Persona, hay un cierto concierto de tic-tacs de relojes y campanadas de horas mientras recorre, mirando casi como alucinado, ese gran salón de la confortable casa familiar. Con el sonido de las lágrimas de la gran lámpara chocando entre sí, llega a ver en su imaginación cómo se mueven las estatuas, ve también a la muerte con su guadaña,... Y sigue entonces un discurso de claro amor al teatro, con el que, según se dice, se consigue por unos segundos olvidar el áspero mundo exterior.
La ascética estética de la casa del obispo. Queda claro que no coincide con la de Strinberg, con cuyas palabras acaba la sesión. |
Hasta ahí perfecto. Pero entonces empezó a pasar lo que me defraudó en la versión cinematográfica. Del primer acto me siguen gustando el baile y esa curiosa comunión entre familia y criadas que se da en la fiesta navideña. También la letra de la canción que cantan repetidamente los que participan en ese baile que recorre, todos engarzados como vagones de un tren, toda la estancia: “Esta Navidad va a durar hasta la próxima, aunque no es verdad, porque antes está el ayuno, la cuaresma y la Pascua”. Pero en general una serie de elementos bastante groseros de la cena y lo que la envuelve -y no me refiero únicamente a la pedorreta del niño y luego del tío- me enturbia bastante su goce. La presencia de una linterna mágica no es suficiente para aportar, en mi opinión, la magia precisa.
Con la muerte del director teatral en el segundo acto he notado que la sesión se elevaba, pero en los siguientes actos he tenido que recordar la necesidad de esperar a esa Epifanía final para no claudicar e irme para casa: si soy sincero, no me interesa demasiado todo ese cuento de ogros infantil, con ese obispo casi encarnación del mal, y me extraña que Bergman, que tantas veces nos hace ver la complejidad del ser humano, pasase en esta película a presentar personajes de una pieza, ya sea el malvado, la inocente, las arpías, todos ellos de un exagerado tremendo.
El ambiente tan de Carl Larsson con el que está hecho el decorado del interior de la casa de verano de la familia. |
Un cuadro de Larsson que bien podría figurar como precedente. |
Aún le veo a la película, como no, elementos aislados de interés, como esa casa de veraneo que parece diseñada, con su cristalera, como si de un cuadro de Carl Larssen se tratase, o esa extraordinaria escena, tan similar a la de Liv Ullmann en el prólogo y epílogo de “Saraband”, con la abuela de Fanny y Alexander contemplando un montón de fotografías de toda la familia extendidas por la mesa.
Pero en general, si en “Secretos de un matrimonio” la maratón me pareció de lo más productiva y una gran inversión de tiempo que recomendaría a todo el mundo, aquí en absoluto. Para más INRI, en cada final de capítulo, mientras los larguísimos títulos de crédito pasaban, mis vecinos de atrás me desconectaban por completo del eventual clima del film, hablando entre sí del interés de no dé qué cosas del diario “Ara”, de alguien que estaba en Menorca o de que el 80% del presupuesto del Barça se va en los jugadores, lo que parece que es un dato casi apocalíptico.
Queda, eso sí, lo que la función tiene de feliz alegato contra la estúpida rigidez moral y a favor de la calidez, la alegría y la bondad humana. Como dice el personaje del divertido y consentido libertino en la cena final: contra las sombras y los inviernos, a favor de la alegría. Ir contra el mal y fomentar la alegría. Le costó mucho tiempo, pero al final Bergman llegó a verlo claro.
La rebequita sobraba del todo. En la sala hacía muchísimo calor. ¿Por qué será que lo notaba sobre todo en todos esos momentos que he dicho que no me llegaban a interesar?
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