Lo he ido a mirar en “Els cinemes de Barcelona” (Joan Munsó Cabús, Ajuntament de Barcelona-Proa, 1995) que me lo ha confirmado, aportándome los datos que me faltaban. Vi “Gritos y susurros” (Ingmar Bergman, 1972) en el cine Bailén el 17 de marzo de 1974. Se proyectaba como primicia, precisamente, para festejar su inauguración.
Todos salimos de esa sesión golpeados por los asuntos que trataba la película y comentando admirados los rojos que invadían todos sus planos y hasta incluso los fundidos entre ellos, muestra, decíamos, de la maestría, del saber hacer increíble de Bergman. Muy recientemente, sin embargo, saltó por aquí una cierta polémica. Había a quien, volviendo a ver la película, se le había caído al suelo desde el altísimo pedestal en que su memoria la tenía colocada y roto estrepitosamente en mil pedazos. Es por esta razón que tenía un miedo terrible a revisarla. Sabiendo que todo lo que me había impresionado en su momento podía parecerme ahora artificioso, acudí ayer al pase de la Filmoteca (la vuelven a pasar hoy).
Puede resultar tan interesante la discusión posterior a la visión de una película como ésta misma. Resulta que de entre las cuatro personas, de diversas edades, que nos pusimos a ello, tuve que ser yo, el que había acudido con menor entusiasmo, el que se pusiera a defenderla, ante la profunda decepción de los dos que la habían admirado en su primera visión y la de la tercera persona, que había acudido rauda a ver esa película de Bergman que, estando en todas las listas de destacadas, le faltaba. Los tres manifestaban no haberse creído las situaciones presentadas en ningún momento. Unas situaciones, decían, “que nunca funcionan”.
Es verdad que son sus personajes, de forma casi excepcional en su obra, de esos tallados de un solo trazo, sin la complejidad a la que nos tiene acostumbrados Bergman. Y que hay alguna escena resuelta con tal mala fortuna que más parece obra de su imitador (el Haneke de “La pianista”) o bien pertenecer a un film de acción o terror –malo- de esos años. Pero no todo parece seguir ese patrón.
Pensemos en su principio, un principio de esos en los que Bergman plantea, con unos cuantos trazos, todo el ambiente del film. Aparece el bosque que rodea el caserón donde se desarrollará la acción envuelto en brumas, lo que nos puede dejar pensar –según feliz deducción de la persona que veía la cinta por primera vez- que todo lo que vemos no se trata sino de un sueño. La cámara entra en la casa y allí nos da un atracón de relojes de todo tipo y condición, con el sempiterno tic-tac, aquí diverso pero constante, en la banda sonora, ese efecto tan repetido en toda su filmografía. Mensaje claro de que el tiempo se nos ha echado encima, sobre el transcurso del tiempo, pero también –por qué no- efecto que puede ayudar a esa interpretación de que nos vamos adentrando en el núcleo del sueño, que no es otro sino –en seguida lo vemos- la agonía de Agnes (Harriet Andersson) ante la presencia de sus dos hermanas Karin (la mayor, fría, autoritaria y seca, interpretada por Ingrid Thulin) y Maria (Liv Ullmann, en un papel muy diferente que el representado en otras películas de Bergman, aquí -como ella dice- infantil, pero también ligera y ordinariamente provocadora), venidas para la ocasión y la de la trabajadora y cariñosa criada Anna (Kari Sylwan).
Llega un momento en que, tres unos estertores terribles, Agnes –no es ninguna revelación- muere- Al margen de que, después de todo el ciclo Bergman a mis espaldas, la muerte de Harriet me ha llegado como algo ya muy personal, lo cierto es que a partir de ese momento las cosas cambian. Por un lado desaparecen los rojos (lo que tiene un sentido). Por otro, la película cae en unos vaivenes argumentales -lo confiesa hasta su hasta ahora defensor- algo extraños, que dejan ver cierta desorientación.
Quizás sólo queda entonces esa clara figura de la Pietà, reproducida en la foto que cuelgo, y, de alguna forma, su reivindicación de la criada. Seguro que en esos años 70 valorábamos eso de que el único personaje positivo fuera de las clases subalternas.
Falto de argumentaciones de peso para aupar un poco la película ante mis opositores, he dado con una idea que me ha resultado satisfactoria, aunque me puede hacer adentrarme aún más en un cierto fangal: Igual que había ciertos aspectos de los años 60 que perturbaban hoy en día la visión de alguno de los Bergman de esos años, “Gritos y susurros “ pagaba tributo a cierta forma de hacer en los años 70 films de época, con afanes “viscontinianos”, que resulta que también se apreciaba, a mi modo de ver, en ciertos Viscontis posteriores al gran “Gatopardo”. Más cartón y artificio que el efecto vivo e intenso que inicialmente el autor lograba. Ahí queda dicho.
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