viernes, 6 de octubre de 2023

Cerrar los ojos

Un extraordinario Josep María Pou, en su papel de Mr. Leví de “La mirada del adiós”.

El gesto de Shanghai.

Mike.

Es bien extraña la polarización que se ha producido respecto al último largometraje de Victor Érice, “Cerrar los ojos” (2023), incluso entre los hasta ahora seguidores de su cine. La película ha tenido desde partidarios entusiastas, que hablan de obra maestra de una sensibilidad exuberante, hasta detractores que dicen haberse aburrido de lo lindo las casi tres horas de proyección. Si hay que posicionarse, diré, tras verla ayer en el Balmes, con un miedo grande de que me cayera por el suelo, que me situaría mucho más cerca de los primeros que de los segundos: la vi adherido, emocionado, a la intensidad apreciada de principio a fin en la pantalla.
Su primera e inesperada imagen, esa impresionante casa, “Trist le roi”, a la que sigue en su cálido interior el descubrimiento de su legendario propietario, Mr. Leví, y la visión de fotografías de personajes orientales, te abren la puerta a un cine de aventuras como el que íbamos a ver durante la infancia. Como se trata, además, de una película española, con actores hispanoparlantes, eso de alguna forma te aproxima al doblaje con el que nos tragábamos ese tipo de cine. Incluso, pese a lo molesto que resulta, el ruido constante en la sala de rascado con uñas del cartón del cubilete de palomitas por alrededor, venía a redondear la impresión.
Está la película -no “La mirada del adiós” de la ficción, sino la de Érice-, es verdad, llena de indicios de esperanzas frustradas (el contenido íntegro del baúl, “El hombre que quería ser príncipe”, la pareja de hippies aparcados en un no lugar, etc), pero no me he sentido en ningún momento empujado a la conmiseración, en un baile continuado de nostalgia, sino más bien a la sonrisa a la que, por otra parte, los mismos personajes, nada lastimeros, se dedican.
Por otro lado, está claro cuál es el campo por el que se decanta Victor Érice en la confrontación entre -según sus propias palabras- el cine y el audiovisual, pero tampoco veo que el ejemplo del mundo del audiovisual que nos es mostrado lo sea a partir de sus peores galas: parece un programa hecho con cierta discreción, que podía haber sido mucho peor.
Quedan claras las referencias a sus otras películas hechas o no llegadas a hacer definitivamente, como se ha podido leer ya mucho. Desde la evidente a “El espíritu de la colmena”, con esa Ana también encarnada por Ana Torrent, pasando por “El embrujo de Shanghai”, y hasta la llegada a ese “El sur” (también rememorado por el nombre a la que opta la nueva habitante por venir: Estrella) que no se había podido alcanzar en la película de 1983, aunque curiosamente se trata aquí de un sur donde llueve y hay fuertes tormentas.
He oído decir, entre las críticas, que era una película “fea”, que apenas sí tenía un par de escenas cuidadas como las que pueden recordarse de “Él espíritu…”o “El sur”. No sé. Al margen del mérito del tono cálido, con poca luz, logrado, yo aumentaría notablemente la contabilidad de número de escenas “cuidadas”, que seguro, con el tiempo, se recordarán. Es más. La llegada a Almería, el país de los cultivos a base de cubiertas de plástico, diría que está presentada con la cámara subida en un dron. Un ejemplo de que no siempre debe desecharse el bicho si es bien utilizado.
Tengo opinión ya formada, también, respecto a la (larga) duración de la película. Por un lado, haciendo broma de la fatalidad, diré que su extensión propicia que los espectadores que han comprado palomitas antes de empezar la sesión, hayan tenido tiempo más que sobrado para acabar con todas ellas, con lo que el final de la película se puede contemplar sin ser atormentado por esa pesadilla. Más en serio: viendo cómo suelen terminar las escenas, dando tiempo a la digestión de lo visto y culminando con un fundido en negro, queda claro que se podía haber cortado mucho metraje sin que, aparentemente, se quitara nada esencial. Pero, reflexionando un poco, me parece que ese proceder habría sido un desastre. Se perdería todo el ritmo y lenguaje de la película, ese que a algunos, a fuerza de intentar ser claro, les puede haber parecido reiterativo. Con la cierta precipitación inducida por los eventuales cortes, cosas que se ven con emoción me da la impresión que resultarían ridículas.
Quedan por referenciar todas las escenas de cine dentro del cine. Una primera con la figura de ese amigo del director, Max (que dicen corresponde al amigo del mismo Victor Érice, Jos Oliver), con su (como éste) distribuidora de cine clásico en celuloide, interpretado por Mario Pardo, que suelta sentencias tan sabías como que, aunque muchos no lo capten, envejecer es el asunto supremo, que se ha de ejercer sin temor ni esperanza. Al menos se debe mencionar una segunda, con esa desangelada sala de cine de pueblo, que tanto evoca a la de “El espíritu de la colmena” pero, mientras la de esta última se llenaba hasta rebosar de gente que acudía con su silla y su peseta para pagar la entrada, ésta presenta la entrada habitual de las salas supervivientes actuales: cuatro gatos. Los mismos que había, aproximadamente, en la sala del Balmes en la sesión a la que acudí ayer.
Yo he visto esa referencia a la sala de cine, al margen de marco para la reflexión que parece hacerse Érice a sí mismo (“Tus historias creyentes ya no sirven de nada. Haz lo que tienes que hacer. Hazlo de una puta vez”), para evocar y admirar una vez más el rito del cine, y ofrecer la escenificación, de nuevo, de un milagro.

Ya en el terreno frío del audiovisual, el encuentro, tras mucho tiempo, de Mike con la hija de su amigo.

Es Ana.

Max en su archivo de viejas películas.

Las monjitas del asilo. Quizás, junto a esos pseudo hippies o ese pescador tan arquetípicos y buenos, más propios de película de postguerra española.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario