sábado, 1 de octubre de 2022

Gribiche

La madre del muchacho, disfrutando de su limitada libertad del domingo por la mañana.

La campeona de las obras benéficas.

Ya con el acuerdo, llevándose al niño a su casa, para darle una esmerada educación.

Me ha gustado ver “Gribiche” (Jacques Feyder, 1926; en Henri/Cinémathèque, enlace abajo), pero me ha sorprendido su mensaje tan acomodaticio: lejos del conflicto, un acuerdo final entre miembros de clases bien diferenciadas corrobora que más vale que cada uno se mantenga en la suya.
Porque hay dos clases sociales en la película. Una, estratosférica, es la de Mme Maranet, una adinerada americana que se dedica íntegramente a las obras de beneficiencia. Otra es la de ese muchacho, Gribiche, huérfano de padre, que vive modestamente con su madre, trabajadora de una fábrica vecina.
La novela de Frédéric Boutet en la que se basa la película quiere que Mme Maranet, impresionada por un acto de honestidad de Gribiche, consiga llevárselo a su casa, adoptándolo, para que, poniendo todos sus medios a su disposición, reciba una educación esmerada y tenga las oportunidades que de otra manera nunca tendría.
Feyder se toma su tiempo (la película dura unos 140 minutos…) para hacerse entender, y hay que decir que hasta a espectadores tan despistados como yo es imposible que se les escape nada de la comprensión de la pieza. Ciertos flashbacks explicativos, episódicos, alguno en tono jocoso, acaban de rematar la jugada.
Me han gustado escenas que saben transmitir más allá del estricto argumento, como una el placer de la madre de Gribiche al saberse en casa la mañana de domingo, día de descanso.
Los dos mundos sociales quedan bien definidos por las visitas de compromiso o los niños cuidados por estiradas doncellas en el parque -por un lado- y por esos niños del barrio observando asombrados al chofer y lujoso auto de Mme Maranet, que ha ido en busca del muchacho -por otro-.
La trampa de la película -o de la novela en que se basa- reside en apuntar, como propio y casi hacer único de la clase pudiente, el inacabable programa de actividades formativas y la formalidad extrema en los quehaceres, de tal forma que, después del disfrute del inusitado baño inicial en la bañera, el muchacho, al abrir la ventana de su mansión, no vea más que un enorme, casi inhumano, parque, frente a la atiborrada vida de la calle en la que jugaba con sus amigos, y empiece así a no rentarle la ganancia.
Otra comparación tramposa: frente a las diversiones populares de la fiesta del 14 de julio, el enclaustramiento en casa, para no mezclarse con “distracciones antihigiénicas”
“No te has de extrañar de que el muchacho prefiera la sociedad del chofer a la nuestra”, le dice su hermano a la americana. Ahí está la moraleja de todo el film, que se ve que tuvo un éxito grandioso.
Todas las secuencias vienen coloreadas (sepia, amarillento, azulado, verdoso,…) de esa forma que tenían por costumbre. Sé que era la forma de diferenciar los ambientes, pero lo hacen con unos códigos que no domino (más allá de los azulados para reflejar la completa oscuridad) y la verdad es que habría preferido todo el metraje con esos blancos y negros contrastados que tan bien sabían usar los grandes maestros por esos años.


Primero un baño que le sabe a gloria, pero después de los ejercicios matutinos, ya la contundente ducha. Sin respiro.

El chofer es el único que se da cuenta de la situación.

 

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