Esta tarde, en una sala Chomón de la Filmoteca llena sobre todo de grupos de jóvenes estudiantes que acudían a su Aula de Cinéma, Marina Vinyes ha efectuado una introducción para la sesión que ha organizado. En ella ha expuesto muy bien las polémicas existentes sobre la representación en el cine del holocausto. Cuando se despedía, se ha visto que le fallaba la expresión con la que quería finalizar. Ha habido un momento de silencio, buscando ella infructuosamente las palabras, hasta que lo ha explicado de forma directa:
-Iba a deciros que disfrutéis de la proyección, pero no sería eso lo apropiado.
Tenía razón, porque la verdad es que se pasa bastante mal. La sesión era con “Falkenau, vision de l'impossible: Samuel Fuller témoigne” (Emil Weiss, 1988), pero yo me refiero exclusivamente a la película documental que, rendidas las tropas alemanas, hizo Samuel Fuller en la población de Falkenau. Fuller no era entonces aún cineasta, sino periodista, enrolado en el ejército norteamericano.
De crío me impresionó mucho el relato que nos hizo mi padre de lo que habían hecho las tropas norteamericanas con la población alemana que negaba haberse enterado de lo que pasaba en los campos de trabajo vecinos a sus poblaciones. No sé si fueron imágenes de las revistas británicas de la época que coleccionaba o bien se trata de las vistas recientemente en algún documental: un comandante americano organizó una marcha de toda la población, mujeres y niños incluidos, para ver el dantesco espectáculo de unas fosas a medio llenas y unos famélicos supervivientes.
Ahora veo que ese no fue un caso único. Fuller tenía una cámara de 16mm con cuerda que le envió su madre y su capitán, Richmond, le pidió que filmara una ceremonia que organizó por su cuenta y riesgo, harto de oír decir al banquero, a los mayores comerciantes de Falkenau, a unos centenares del campo de trabajo, que era imposible que allá se hubieran producido muertos entre la población reclusa. Y el olor lo delataba...
La filmación de Fuller, de hecho su primera película, es impresionante. En la película de Weiss la va comentando el mismo, incluso presente, cuarenta años después, en el emplazamiento de los hechos. Las fuerzas vivas del pueblo, bajo las órdenes directas del capitán, sacan uno a uno los cadáveres de una veintena o treintena de hombres, apilados desnudos, “como si se tratase de leña” (señala Fuller). Luego proceden a vestirlos y colocarlos ordenadamente en el suelo, desde donde los homenajean los soldados y el resto de prisioneros. Más tarde los colocan en unas carretas y, pasando por todo el pueblo, los llevan al cementerio, donde les dan sepultura en una fosa.
Esto constituye la primera parte, como digo impresionante, que deja sin palabras, de la película de Weiss. Luego, sobre todo en una tercera en tiempo presente, Weiss intenta hacer decir a Samuel Fuller la teoría, que entonces se estaba empezando a dar forma, sobre qué es imposible interpretar esos hechos en una ficción. Tanto insiste que Fuller, que antes había dicho lo contrario, tras exhibir su puro, su bravuconearía y su discurso, acaba diciendo lo que quería Weiss, y llega el fin del documental.
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