La escena inicial. Afilando la navaja de afeitar junto a una ventana, igual que años más tarde Buñuel iniciaría su “Un perro andaluz”. |
Luis Buñuel confesó su aprecio por las películas de Pabst, que había visto en Paris. Quizás el aprecio se trocó casi en mimetismo, porque “Misterios de un alma” (Georg W. Pabst, 1926) se inicia con una escena que remite directamente al inicio de “Un perro andaluz” (1929). Si Buñuel (en persona) aparecería en su película afilando una navaja junto a una ventana, Pabst había iniciado la suya, unos años antes, con su actor haciendo otro tanto en un emplazamiento similar.
Más cosas de esta película se le debieron quedar rodando por la cabeza a Buñuel, porque, por ejemplo, en uno de los sueños que pueblan el film ya aparecen cabezas humanas haciendo de badajo de campanas, como esa de Don Lope que veía Tristana en el film de 1970...
El químico, en su laboratorio, donde empieza a tener comportamientos extraños. |
Pero dejemos de lado a Buñuel, para ir directos a esta película que entró de lleno en las teorías psicoanalíticas que invadieron Europa por aquel entonces, aunque parece que molestó bastante a Freud. Ese tratamiento del método psicoanalítico fue el motivo, entiendo, por el que “Los misterios de un alma” fuera la película emblemática de Ramon Sala, en homenaje del cual se pasó anteayer en la Filmoteca.
Quiere atajar, sin saberlo, su subconsciente. |
Tiene el film, a mi moda de ver, dos partes realmente diferenciados. Una primera me resultó extraordinaria, llena de -como sugiere el título- misterio. Al caballero que quiere afeitarse junto a la ventana le pide su mujer que le corte con la navaja el nacimiento de unos pelos del cogote y le ofrece el cuello a su navaja justo cuando se oyen unos gritos por la vecindad, anunciando un crimen.
Y acude a un doctor que le adivinó una razón de su comportamiento. |
Es una vecindad, hay que decirlo, de barrio acomodado de la ciudad, luminoso, diametralmente opuesto a las oscuridades de los decorados de “La calle sin alegría”. Las oscuridades, con sus contrastes y extrañezas, llegan con el regalo de una figura y una daga, que rápidamente toman plaza en los sueños del caballero, poblados a la vez con la figura de un explorador que bien podría entrar a formar parte del episodio africano del “Tabú” de Miguel Gomes. Y entre dagas, abrecartas, cuchillos y su aversión a plena luz del día, por su incitación para acabar con ellos una vida, así como entre torres que entran en erección, bebés habidos y no habidos, se mueve el film que, desgraciadamente, entra en toda una segunda parte aclaratoria, manual de psicoanálisis en mano descifrando cada clave, y resolviendo paso a paso el caso de forma tan plana y ortodoxa que acaba borrando hasta en buena medida el entusiasmo despertado.
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