Vaya por delante que no me atrae demasiado el cine experimental. Vamos a ponerlo con énfasis, para que se me echen encima, desesperados, los que han sido tocados por la gracia de su magnetismo: Puedo ver, por ejemplo, las grandes películas experimentales alemanas de los años 20 (Eggeling, Ruttmann, Fischinger,...), sentenciar que me han parecido curiosas...pero no entrarme ganas de volver a ver más.
Con este sentimiento de base fui ayer a ver el programa que el Xcèntric le dedicaba a Juan Bufill, que abarcaba trabajos suyos realizados desde los años 70 hasta hace unos diez años. En mi fuero interno deseaba que alguno de ellos fuera del estilo de uno de sus primeros Super-8, “Los caramelos”, que recordaba como un muy sencillo cine familiar/experimental, con planos muy cortos, de pocos fotogramas cada uno, cámara movida con bruscos movimientos, pero que dejaban ver el variado paisaje que pescaba desde el coche en el que iba con unos amigos recorriendo, creo, la costa croata. Viendo los nombres de la lista de títulos que componían el programa, no tenía grandes esperanzas, hasta que di con el de “Villa Dionisia” (2003) y la explicación que sobre él daba en el programa (retrato de unos lugares que para mí significaban la idea de infancia y veraneo en un lugar de montaña -Puigcerdà-; filmando la infancia de mis hijos,...) y me puse a afrontar con mayor serenidad de ánimo la sesión.
Luego vi que hasta en el “Villa Dionisia” lo que predominan eran las búsquedas visuales rastreando los elementos del tejado de la casa, las sombras del jardín o los reflejos del lago, pero debo decir que he encontrado en cada una de las piezas mostradas (es verdad además que de duración muy comedida, pues están en general sobre los cinco minutos cada una) cosas de interés, no haciéndoseme pesadas y, por momentos, hasta todo lo contrario.
Empezó Bufill, en su presentación inicial, diciendo que prefería no decir gran cosa de las películas, y que se reservaría para comentarlas después de su proyección, y menos mal, porque si llega a querer decir más estamos aún sin verlas. Explicó con detalle qué era lo que había querido hacer y el análisis sobre qué le había salido en cada una de ellas. Pongo yo ahora aquí solo algunas palabras sobre cada una de las pasadas además de “Villa Dionisia”:
La primera (en la proyección y en su realización, porque se respetó el orden cronológico) fue “Colorespacio”, la más sencilla y rudimentaria de todas. Se trata simplemente de una cámara que se fija sobre objetivos monocromos (dominando un cielo que vira del azul radiante inicial hasta un tono bastante apagado). Ya nos había avisado que ni ésta ni ninguna otra tenía banda sonora, pero al ser la primera nos hemos enfrentado durante su pase a ese poco habitual (teórico) silencio provocado. En algún momento el chirrido periódico del muelle de algún asiento nos hizo pensar si había alguna asistente que quería boicotearle la sesión, pero finalmente se pudo deducir que no era así.
El concierto de ruidos ambientales fue, sin embargo, una vez ya aislado el ruido de ese muelle inmisericorde, bastante rico. Por la pantalla se constataba la presencia de agua y quizás eso despertó la simpatía de muchos cuerpos de visitantes que recordaron estar constituidos principalmente por agua: empezaron a sonar por aquí y por ahí bastantes tripas, reflejando una notoria actividad gástrica, mientras que se distinguían igualmente tránsitos de fluidos y toses por bastantes gargantas.
“Ver piedras/Signos de sol” (1988) se inicia con la visión de formas de rocas que parecen volcánicas, para luego ser recogidas con la cámara otras mucho más redondeadas, que reproducen las formas de aves y otros animales. Entre tanta roca, por mucha forma animal que se distinga, a mí personalmente me gustó captar la presencia de unas piernas o de algún fugaz cuerpo humano, lo que puede llegar a pensarse que es producto de un despiste del realizador, pero yo creo que no es así, que él es bien consciente y lo deja ahí para dar un hálito humano a la cosa. Después empezó el concierto de juegos lumínicos con los reflejos de luz solar en el agua del mar, que se repitieron también en buena parte de los films posteriores. En algún momento esos agitados reflejos de luz trazan unas caligrafías como las de Michaux. En otros momentos son las propias rocas (alguna muy parecida a ciertas esculturas de Henry Moore) las que ofrecen una consistencia muy similar a la del cuerpo humano, llegando al paroxismo cuando unas alambradas oxidadas se clavan en ellas como la mano esculpida por Bernini en el muslo de aquella estatua de la galería Borghese.
En “Invisible visible (la luz animal)” (2004) se vuelven a ver reflejos en el agua que al ser filmados resulta que recogen cantidad de información, que sólo se visualiza mediante la ralentización o la parada de la imagen, dejando de hacer circular los fotogramas. Se pueden apreciar entonces letras, números, calaveras, y toda una variada fauna.
Empieza el concierto de reflejos en el agua, ofreciendo símbolos, grafías, de todo. |
La “Pirámide” (2002) del siguiente título proyectado está rodada en Guiza (Egipto). Juan Bufill la hace danzar de lo lindo.
De “Museo (Guggenheim Bilbao)” (2003), Bufill mismo ha dado la clave en la presentación al explicar que Gerhy lo vio y pensó en su entorno, rodeado de agua. Las torcidas paredes chapeadas del edificio, troceadas por la cámara de Bufill en barridos constantes, parecen ser si no el oleaje de un mar embravecido como mínimo unas grandes velas marinas. Como acabo de ver y seleccionar la secuencia, me he acordado de “Nosferatu” en el que el barco en el que llega el cuerpo del vampiro, ya vacío, con toda la tripulación muerta, se acerca a tierra con las velas extendidas y las olas se convierten en las ondulaciones de las cortinas al viento de la casa donde Ellen presiente esa llegada.
Con”Signaturas (síntesis)” (2006) y “Sunny Swing” (2010) le da otra vuelta de tuerca al tema de los reflejos solares en el agua del mar. En el coloquio Bufill ha explicado que para hacer este tipo de películas se mete en el agua del mar o de un río de los Pirineos hasta casi la cintura y se pone a filmar. Que ha llegado a pensar que ha tenido la suerte de vivir en el Mediterraneo y, como otros realizadores experimentales como Stan Brackage vivían en aguas predominantemente heladas, le dejaron a él un campo casi inexplorado. No es del todo cierto, porque eso de ese tipo de reflejos, es verdad que bastante más relamidos, era casi una constante ya en los años 50 y 60, llenando los concursos de cine amateur, pero es verdad que éstos buscaban -y acompañaban con música al-hoc, un ballet estético de imágenes, mientras que Juan Bufill parece descubrir y da a descubrir una y otra vez formas y entes misteriosos que están ahí, pero que normalmente no se descubren.
Genial la anécdota que explicó, a este respecto, en el coloquio (que fue, en buena medida, largo monólogo: se le veía muy contento de poder volver a enseñar su obra y explicarla a la gente allí reunida y se explayó de lo lindo). En la playa de San Salvador coincidió con unos que se colocaron con un ácido y empezaron a alucinar de las formas que adoptaban los reflejos del sol en el mar. Un poco -recalcó- como los alucines con absenta que conseguían los impresionistas y les permitía pintar sus cuadros. “¡Yo veo eso siempre, sin necesidad de colocarme!”, les aseguró.
Tanto habló que me parece que el vigilante jurado del CCCB excedió su límite horario para el cierre de puertas. Pero salieron en su discurso cosas de buen interés, calificando su cine como de abstracción lírica, explicando que hace el montaje con la cámara, ya en el momento, con el ritmo y alternancia del rodaje, o que no pone música en sus películas porque eso mataría el ritmo de sus imágenes.
Creo que es la falta de perfección formal de sus películas (espero que ni él ni nadie de su entorno se tomen a mal esta expresión que intento sea únicamente descriptiva de una textura, de un tipo de movimiento de cámara, de cierta brusquedad de montaje) la que les da vida y hacen que la experiencia de la visión de todas ellas las haga simpáticas y se convierta en satisfactoria hasta para mentes obturadas para este percal como las mías.
Y llegado a este punto al que ya nadie llegará, me doy cuenta de la bárbara longitud de estas notas. Sin duda ha influido el que un par de personas me hubieran amenazado ayer con leer esta mañana lo que escribiera y eso me ha envalentonado y dado alas para soltar todo este rollo. Ellas y el cine experimental me perdonen.
Buscando a ver si por internet encontraba el cartel del antiguo “Hotel del lago” e el de Villa Dionisia, que aparecen en algún primer plano de la película de ese nombre, he dado con esta postal de la casa, que en el film nunca se ve en un plano general como éste.
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