miércoles, 26 de febrero de 2020

American factory


Pues resulta que lo había entendido completamente al revés. Pensaba que el premiado “American Factory” (Steven Bonnard, Julia Reichert, 2019) hablaba de los palos en la rueda que por racismo le ponía la sociedad norteamericana a los chinos que habían reabierto una Fábrica de la General Motors en medio de la America Profunda, cuando es, con las formas -eso no hay quien lo olvide- de un reportaje televisivo, una aterradora visión del mundo que se nos hecha encima.
El reportaje televisivo, que no cinematográfico, se distingue desde un comienzo, cuando los títulos de crédito van sobreimpresionados sobre imágenes de unas prensas automáticas evolucionando. Tras ver la película completa puedes llegar a pensar que es una anticipación del proceso imparable de automatización que está llegando y veremos luego, pero en ese momento inicial te da toda la impresión de que son las típicas imágenes que están allí, “porque, como modernas, quedan bien estéticamente”.
La visión aterradora la vas asumiendo con las visitas de ese CEO de la empresa china, en sus periódicos viajes a su fábrica norteamericana en lanzamiento, dando su imprevisible, imbécil y más que respetada opinión, siendo objeto de un increíble -pero comprobadamente cierto, y extendiéndose de forma imparable por todas las empresas- culto al líder, viendo satisfecho cómo las romas, estúpidas e insoportables consignas de motivación de personal se extienden hasta presidirlo todo o soltando impertérrito sus amenazas que desvelan su naturaleza profunda (“Si hay sindicatos, cierro”).
Hay un momento charnela en el documental. Tiene lugar cuando los antiguos trabajadores, mandos intermedios de la GM reciclados, viajan de la América Profunda a la sede central de Fuyao Glass, la empresa China. Ahí, faltos de una base cultural para aguantar el golpe, quedan conmocionados por la marcial respuesta de los empleados chinos -todos ellos inscritos en el sindicato único- y por la estética kitch de la fiesta de año nuevo con la que los reciben. Llegué a ver en su día alguna película china de la época de la Revolución Cultural. Era de esas intratables, con argumentos de tebeo en los que los héroes eran, por ejemplo, los trabajadores de una empresa que, soltando coreográficamente proclamas, lograban cumplir con su esfuerzo sobrehumano, pero con la satisfacción de servir a la colectividad, los objetivos trienales. Pues bien: de esos polvos, aunque parezca que todo haya cambiado un montón, vinieron estos lodos. En realidad solo ha cambiado el teórico seguimiento hasta la extenuación a las autoridades para servir a la comunidad por un seguimiento acrítico por completo al multimillonario que, sin que se le vean entendederas notorias para ello, ha hecho su fortuna montando fábricas por aquí y por allí con el apoyo (imprescindible) del partido. Ahí el reportaje hace un aparte y entrevista a unos cuantos que deben ser outsider o no sé muy bien qué hacen por ahí, que explican con una cierta tristeza pero con resignación que trabajan unas doce horas diarias, pueden ir a su casa a ver a la familia solo una vez al año y otras cosas que demuestran cómo de exclavizada es su vida.
En la fotografía, el CEO soltando unas cuantas sandeces en una de sus visitas a su nueva fábrica norteamericana.

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