viernes, 7 de febrero de 2020

La infancia de Iván


Pues será que solo había visto escenas sueltas de “La infancia de Iván” (Andrei Tarkovski, 1962), que cerraba ayer el “Fantagorías del deseo” de la Filmoteca de este año. De otra forma no se entiende que no recordara en absoluto esas imágenes de los cuerpos de toda la familia de Goebbels, colocados estirados en el suelo uno al lado del otro, en el exterior del subterráneo berlinés de los últimos días de Hitler. Son imágenes de esas que se retienen, y más si hubiese sido la primera vez -como tocaba- que las veía.

Se nota la especial mirada y planificación de Tarkovski desde la primera escena. Vemos en ella la cara de Iván y, a continuación, la cámara asciende siguiendo casi en primer plano el tronco de un árbol, hasta lo más alto de éste. Desde esa altura vemos un río y las tierras que lo rodean. La cámara pasa a ser entonces los ojos de Iván, cámara subjetiva, viendo asombrado todo el panorama desde las alturas en vuelo nervioso como el de una mariposa, de la misma forma que al principio de “Andrei Roublev” se apreciaba, con idéntico asombro y satisfacción, todo el panorama ribereño desde las alturas de un globo. Aquí es, inequívocamente, un sueño.

Durante la película se siguen viendo cosas que te remiten a otras películas (como el “Louisiana Story” de Flaherty) y, sobre todo, a películas posteriores del mismo Tarkovski.

Frente al dinamismo de la acción al que parece conducir obligadamente el cine bélico, la película se nutre de tiempos muertos, de espera, de tensión. Unas gotas de agua resuenan por buena parte de los interiores del metraje, quizás enlazando con las de esa boca de pozo del sueño con su madre (te aparece de pronto “El espejo”), mientras que ese agua estancada que lo cubre todo (“Stalker”) se combina con escenas no se sabe si también oníricas como la de los abedules o la de los caballos comiendo manzanas en la playa (ver las fotos colgadas).

Film recorrido de principio a fin o bien por el agua o bien por el fuego. La destrucción de algo que podía ser paradisiaco siempre presente, como en ese grabado de Durero (“Los cuatro jinetes del Apocalipsis”) que también surge por ahí en un momento de la trama.

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