viernes, 28 de diciembre de 2018

El peral silvestre

En la pasarela.
Suele ocurrir. Hace poco buscaba secuencias de películas que pudieran ilustrar la acción de atalayar. Una vez ya pasada la necesidad, empiezas a ver películas que ofrecen lo que buscabas. Es el caso de El peral silvestre (Nuri Bilge Ceylan, 2018). En ella, Sinán contempla desde una roca las aguas de un estanque, se para al pasar por una pasarela para contemplar el río o sube a una colina para, desde allí, contemplar, insatisfecho con lo que ve y lo que siente, el pueblo de sus padres, al que ha regresado tras efectuar unos exámenes de licenciatura, pendiente de qué va a hacer en su incierto futuro.
La chica de la que estaba secretamente enamorado le llama.
La base argumental de la película recuerda poderosamente a la de la trilogía de Kaplanoglu (Huevo, Leche, Miel), pero aquí es quizás más evidente que a ese vocacional escritor protagonista, Sinan, le duele todo lo que ve. Sin dinero, con un padre maestro que gasta su sueldo y más en apuestas de carreras de caballos, una madre frustrada por ello, una antigua novia infantil que, lúcida como ella sola, viendo todos los caminos bloqueados, opta por una salida aberrante pero de lo más práctica, Sinan no encuentra su escapatoria ni en esa posible dedicación a la escritura, a la que ve todas sus costuras en una conversación con el célebre escritor local que tiene lugar en la librería de la cercana ciudad (¿Esmirna?).
Yendo, campo a través, a la casa de la colina.
Tres horas, pero sin su habitual parsimonia, dedica Ceylan a seguir las caminatas de Sinán por entre paisajes de hermosos colores otoñales (sintiendo también nosotros la agitación de la vegetación ante el soplido del viento); en hacernos verlo intentar dar a conocer su primer libro o bajando por los caminos que llevan desde la casa del campo a medio hacer que quiere sin fortuna poner en solfa su padre hasta el pueblo, discutiendo de teología -lo que viene a ser de comportamientos de vida- con un par de imames: uno de flagrante postura acomodaticia y otro joven que muestra un idealismo y apertura de miras que el primero quiere acallar; haciéndonos ver cómo sus abuelos -él también antiguo imam- intentan refugiarse, apartarse al máximo de esa familia y mundo...
En la ciudad.
Pero es ya con la llegada del invierno -primero en una fugaz visión de su paso por el servicio militar, luego en su nuevo regreso al pueblo- cuando aparecen los planos menos cotidianos, los más oníricos, en secuencias (en las que la cámara se mueve majestuosamente mediante panorámicas y avances por paisajes nevados) emparentadas con sus primeras películas. En una de ellas, impresionante, un perro perdido corre por un descampado hasta lanzarse a un río, apareciendo entonces -o ese efecto da- convertido en la figura de Sinán. Y es en el final que surge de nuevo ese modesto pozo, ofreciendo significados tan profundos como el de ese árbol que da título al film.
Y en la librería de la ciudad.
Cada vez más denostado, es precisamente ahora, en sus últimos films, cuando más aprecio a Nuri Bilge Ceylan, que se me configura como uno de los grandes cineastas actuales que nos van quedando, al que seguir apasionadamente. Es tranquilizante, en este sentido, que nada menos que en una Turquía con la que se ve tan crítico y desesperado, le dejen seguir haciendo películas como ésta.
Sinán, a la izquierda, bajando con el hipócrita imam acomodaticio y el nuevo imam del pueblo vecino.

Un traveling penetrante, ya en la época invernal final.

En el umbral de la casa, Sinán hablando con su padre.



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