lunes, 17 de diciembre de 2018

La mujer de Seisaku

Por ahí se me podría haber redimido la película, cuya línea argumental sí que me convence, en cambio, totalmente.
Me perdí “Red ángel” (1966), que me dejaron muy bien, y ayer, aunque realmente no deseaba ir a ver un cine de un tipo así, tan acentuado, acabé cayendo en la Filmoteca, en la que se anunciaba como “la obra maestra de Masumura”, esto es: “La mujer de Seisaku” (1965). Como ésta se considera su obra maestra, ya puedo tranquilamente ahorrarme las demás, que sé que no están hechas para mí.
El prólogo de la película sí me resultó muy interesante, sobre todo por su empleo del sonido, hasta el punto de decirme, aún reticente, que la cosa podía convencerme. La protagonista aparece sola en una colina desde la que se divisa una zona industrial, mientras por la banda sonora surgen unos ruidos de lo más hirientes. Al poco aparece el viejo que vive con ella y su acoso es acompañado, en este caso, de una música clásica de aire occidental. Hay unas discusiones agrias entre los dos y su final sometimiento a los designios del viejo que la mantiene amancebada pasa a acompañarse con una música que me ha recordado a la de una “Pasión”.
Arranca entonces, tras los títulos de crédito, el núcleo narrativo de la película, que tiene lugar en su pueblo de nacimiento, aunque esa mancha deshonrosa de su vida pasada le acompañará hasta el final.
Mizoguchi (con el que en ocasiones se ha emparentado a Masumura) también presenta en sus películas, y bien que me duele, bastantes grupos de “japoneses nerviosos”, pero me da que, al margen de compensar sus escenas con otras correspondientes a una serenidad y belleza bárbaras, nunca llegan al súmmum de zafiedad y grosería con el que Masumura caracteriza a absolutamente todos los secundarios. Sólo en una escena, en la llegada y recibimiento triunfal al soldado que regresa herido de la guerra (un motivo recurrente, que aparece también, por cierto, en Mizoguchi y algún otro), esa zafiedad global es compensada con creces con la tensa serenidad con la que aparece su mujer ahí, mezclada entre la masa, pues también ha acudido ahí a recibirlo.
Pero ella (a la izquierda), ya desde el principio, debe lidiar con una enorme troupe de gente zafia, que exterioriza su ansiedad sin respiro.
Sin la chispa antisistema del Oshima de los años 60 (con el que se agrupa a Masumura), puesto que aquí sólo aparece una moraleja final en esa línea, para mi gusto, una película como ésta, tan llena de personajes caricaturescos, sólo podría redimirse a base de otro tipo de excesos. Podría ser gracias a acentuar los encuentros pasionales de la pareja de enamorados, que inicialmente parecen dirigirse hacia lo sensorial extremo (“tu torso, tu torso”, le dice ella a su amado, mientras se lo va acariciando lenta y concienzudamente), podría ser a base de sangre a lo bestia (hay una escena que se prestaría mucho a esta línea), pero ese sobreexceso redentor no acaba de estallar, para mi gusto, nunca. Nos quedamos, desgraciadamente, con el otro.

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