Ilusiona ver la sala Chomón de la Filmoteca tan llena para ver “Gertrud” (Carl Th. Dreyer, 1964), por mucho que pueda tratarse, en su mayoría, de gente que ya la haya visto varias veces. Y me dicen que anoche incluso pudo haber un efecto futbolístico disuasorio, y que con “Ordet” la ocupación era superior... El completo silencio durante toda la proyección completaba el efecto.
Confieso haber visto la película no tantas veces como “Ordet”, pero sí bastantes, aunque la mayoría en condiciones no demasiado óptimas, que pasan por la televisión casera. Y aunque en general me ha dejado por las nubes, debo confesar que durante una época mi estima fluctuó, pues en ocasiones la encontraba hasta ridícula, y en otras sublime.
En esta ocasión he querido, sin dejar de seguir al máximo a Gertrud, con la que se busca inevitablemente la identificación, concentrarme un poco en los personajes masculinos. Así, he disfrutado como nunca, incluso hasta la emoción, con ese monólogo en off que refleja los pensamientos del marido abandonado yendo en un coche de caballos, para valorar luego la ironía (es la principal nota de humor, aunque discreta, de la película, junto a la aparición de la madre) de que se dé cuenta de la infidelidad de su mujer justo cuando va a su encuentro a la ópera -y aquí el chiste- “Fidelio”.
Pero está claro que no se va a ir a ver “Gertrud” por su sentido del humor, más bien escaso. El sentimiento que predomina en todo el film es la nostalgia (ese “Lo que se ha perdido es siempre lo que valía” que se oye en su banda sonora) y una tristeza que lo invade todo al ver lo frágil que resulta el amor cuando queda envuelto -y es casi siempre- por posturas egoístas.
Sales del cine, pues, como en una nube, tras esos diálogos y escenarios tan inusuales, valorando de nuevo esos elementos de lenguaje de la película tantas veces mencionados: Esas dos estancias diferenciadas unidas -o separadas- guardando independencia entre sí. Ese espejo rodeado de candelabros que ella enciende y el amado poeta que se lo había regalado, ya vencida la esperanza, apaga. O esa concomitancia entre el cuadro de Munch de la pared y la situación de la pareja del sofá, sentada delante suyo, como dirigiendo el primero los sentimientos de la segunda. (Antes de ver la película podría llegar a pensarse que los dos personajes del cuadro están mirando al mismo sitio, pero después de verla sabemos que cada uno mira hacia su lado, en medio de una absoluta soledad).
A estas alturas yo creo que podemos hablar y valorar cómo leitmotiv, sin fastidiar a nadie, el final del film, con esa lectura por parte de la protagonista de un poema que escribió cuando tenía dieciséis años, que repetía una y otra vez, como estribillo, “¿Soy guapa? No, pero he amado.”
Ayer hablaba de otro cineasta que ha pasado por la Filmoteca y ya se nos ha ido. Lo hizo con una película (“La emperatriz Yang Kwei-fei”) que tiene, en cierto modo, trazos comunes con esta “Gertrud” de Dreyer, quien también nos dice adiós con ella. Tras los ciclos de este segundo semestre dedicados a Bergman, Mizoguchi y Dreyer, será difícil que durante el programa del año que viene de la Filmoteca, aireado esta semana, no nos notemos (al manos creo que a mí me pasará) algo huérfanos.
Farvel, Dreyer.
さようなら, Mizoguchi.
Farväl, Bergman.
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