sábado, 8 de diciembre de 2018

La emperatriz Yang Kwei-fei

El anciano emperador destronado se dirige a la estatuilla de madera de la emperatriz, rememorando a partir de entonces, en un flash-back, toda su historia con ella.
 Quizás la escena en que se aprecia cómo la que será la emperatriz Yang Kwei-fei pasa a enamorarse del emperador nos puede dar cuenta de la mano y a la vez la sutileza que emplea Kenji Mizoguchi para explicar cinematográficamente las cosas.
Ella es la pequeña de todo un clan que quiere jugar la baza de su parecido con la añorada mujer anterior del emperador para, presentándosela, obtener poder y prebendas. Se siente utilizada por todos ellos, pero se deja llevar, ya resignada a vivir el resto de su vida con el emperador, que ni le va ni le viene. En el momento del buscado encuentro, el emperador, atento a la floración de los almendros del jardín de palacio, ni repara en ella. A continuación él se dirige al jardín y comienza a tocar una pieza musical en honor de su mujer muerta, celebrando esa belleza que presagia la primavera. Entonces vemos que la joven, captando la escena tras una celosía, atraída por la música que interpreta el emperador, se aproxima al jardín. Cambio de plano y la cámara capta ahora frontalmente en el exterior al emperador sacando sonidos de las cuerdas del instrumento, para, a continuación, efectuar una suave panorámica hacia la izquierda hasta encuadrarla a ella, quien, delicadamente, internamente conmovida, baja la cabeza. Fundido y cambio de escena. Suficiente para que los espectadores seamos conscientes de haber presenciado, gracias a ese simple gesto, como ella, que no estaba en absoluto enamorada de él, pase a estarlo. Todo ya ha cambiado.
Prendado de la belleza de los almendros en flor, el emperador interpreta su composición en recuerdo de su fallecida mujer.
El ciclo Mizoguchi de la Filmoteca toca a su fin. Lo hace, fuera de su marco, con “La emperatriz Yang Kwei-fei” (1955), su penúltimo largometraje. Pese a la perfección a que le lleva la madurez de Mizoguchi, hay un aspecto de la película que hasta hoy no me había dejado disfrutarla en su totalidad. Es un film en colores, y no es un dato poco importante, tratándose de una gama y confrontación de ellos muy estudiados. Pero también -y ahí mi pero anterior- es también un film rodado hasta en sus exteriores en estudio, con unos decorados que no rehuyen de parecerlo.
Sigo pensando que con rodaje en escenarios naturales, vista la maestría lograda por Mizoguchi en esas circunstancias en films anteriores, la película sí alcanzaría por completo la perfección, pero también he sabido ver en este pase que quizás esos evidentes decorados, conjuntamente con esos colores, profundizan la buscada sensación de estar asistiendo a la representación de un cuento. Y ese jardín de los almendros en flor no es más, entonces, que la más notoria de sus ilustraciones.
El emperador repara por primera vez en la joven protagonista, que baja pudorosamente su mirada.
El cuento explicado, la historia, mostrado todo en ella a base de elegantes movimientos de cámara, es la del enamoramiento del emperador por una pueblerina porque le trata de tú a tú, y le hace vivir por momentos -como en la secuencia en que lo lleva de incógnito a disfrutar de una fiesta popular- como si fuera uno más de los habitantes, y no el emperador. Pero también es la historia de un emperador cautivo de las rencillas y malas artes de los que le rodean en el gobierno, todos unos arribistas que con su desprecio por la plebe y sus ansias de poder, predisponen a la gente hasta contra él mismo, y son representados en buena parte, como también nos tiene acostumbrados el realizador, por actores que acentúan su costado bufo.
Mezclados de incógnito entre la gente, los emperadores participan en la fiesta popular.
Esa doble historia está explicada mediante un largo flash-back por el anciano emperador ya apartado del poder. Él aparece, tras una majestuosa panorámica que acompaña a unos mensajeros por un largo pasillo de columnas hasta el salón donde se encuentra, de espaldas, contemplando el exterior desde el balcón, sin que su mirada pueda alejarse demasiado, porque un muro cercano le tapa en buena parte la visión. El anciano, envuelto en sus pensamientos, tras oír el mensaje recibido, que supone aún mayor vejación para su persona, se dirige a una estatuilla de madera que representa a la emperatriz Yang Kwei-fei, y pasa a rememorar toda su historia con ella, que acaba con la escena justamente famosa de un ajusticiamiento. Un ajusticiamiento que nos es explicado, con una elegancia inaudita, casi exclusivamente fuera de campo. La cámara baja para ver, a nivel del suelo, como se arrastra una capa por el suelo y luego caen sobre ésta un par de sortijas. Se acabó. Volvemos a la actualidad, al escenario con el anciano hablando a la estatuilla de madera que le ha traído todo eso a la memoria. Sólo un momento basta entonces para que nos demos cuenta de que se nos ha contado una historia de esas de amor más allá de la muerte.
La vuelven a pasar mañana, domingo.

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