Siempre recuerdo que hace unos veinticinco años, mostrándome yo desconsolado (aún no sabía lo que iba a llegar más tarde) ante el hecho de que el electorado del país occidental más poderoso del mundo hubiera votado al desastroso candidato que votaron, Eugènia Balcells, que había vivido allí mucho tiempo, me hizo notar que ese era un país de contrastes, e igual que había gente para eso, había mucha otra que destacaba por sus posturas diametralmente opuestas.
Recordé eso ayer, tras ver en el cine Balmes (con una afluencia notable: ¿será cierto que se empieza a notar un cierto repunte en el número de espectadores en las salas de cine supervivientes?) “Una batalla tras otra” (Paul Thomas Anderson, 2025), pensando que en el mismo país en que se ha aupado a la presidencia a ese esperpento, hay un cineasta que se atreve a montar, usando las formas de los blockbusters, una película que sabe mostrar los agudos problemas que sacuden a la población ahora mismo y es además capaz de presentar un canto a la resistencia a través de todas sus formas.
No era ese mi sentimiento durante toda la -digamos- media hora inicial de película, en la que se presenta el original grupo revolucionario que hace atentados selectivos para subvertir un orden establecido que permite atropellos de grueso calibre contra inmigrantes, defensores del aborto, etc. Me iba diciendo durante ese periodo que no era lícito adular a tanto espectador adocenado, que sólo busca en el cine satisfacción a un cierto instinto violento, mediante su presentación de forma espectacular.
Pero luego, quizás ya asistiendo al “veinte años después” tan de Alejandro Dumas de esos componentes del antiguo grupo revolucionario, mi posición ante la película fue cambiando, para llegar a seguirla al final de forma apasionada.
No sé muy bien ahora donde encontré el punto de inflexión. Quizás fue en ese momento en que se descubre que esos niños que aparentan pasividad, saben reemplazar al que ha caído y muestran vía su comunicación por radio que constituyen el callado, pero existente, a punto de actuar, relevo.
Eso tiene llegar, precisamente, poco antes que surgiera un personaje viendo por la televisión “La batalla de Árgel”, de Giulio Pontecorvo, la película que narraba toda la extensión paulatina de la rebelión anticolonial en la entonces provincia francesa.
Ha pasado en la trama el tiempo, pues, pero los problemas no sólo no se han resuelto, pese a haberlos querido esconder, sino que se han agravado, muchas veces con métodos más sibilinos, como muestran esos infiltrados enviados por las fuerzas del orden que revientan una manifestación pacífica, dándoles una justificación para poder efectuar una dura represión.
Es verdad que un personaje como el de Sean Penn va asumiendo paulatinamente más carácter de caricatura, hasta ofrecer finalmente un aspecto de lo más grotesco, pero contrariamente a lo que creía, no me resultó el film de esos de excesos superlativos que pensaba. La grotesca caricatura de Penn se combina con el humor que, a parte del de su grosero retrato, inunda también otros elementos de la película, más cercanos a las películas de aventura de la época clásica, como es el caso de los personajes interpretados por Leonardo di Caprio y, sobre todo, el de Benicio del Toro, con esa parsimonia y tranquilidad (que no olvida sus objetivos) que le caracteriza.
Con todo eso la película ya se me había hecho, al menos para mí, una pieza apasionante y, si consulté en un par de ocasiones el reloj, no era sino por la preocupación de que, pese a su muy largo metraje, no tuviera tiempo suficiente para seguir en la línea emprendida.
Hacen su aparición, por ese momento, otros personajes, no caricaturescos, al menos a partir de las informaciones que nos van llegando últimamente a través de las noticias, como es ese demencial -pero tan plausible- grupo de gente millonaria tan encantadora del club de Navidad, y son introducidos por la irrupción súbita de una música ad-hoc, en una película que cruza todo tipo de músicas, cada una con su cometido a lo largo de la trama. Me gustaría saber, por ejemplo, que músico clásico contemporáneo compuso la que marca muchas escenas de recorrido acelerado con coche, mientras que sí supe localizar la canción “Perfidia” como la que también irrumpe de forma inesperada por el final, más o menos tras haber asistido a esa increíble y muy risible explicación de una “violación inversa”.
Entre los momentos de complicidad con el espectador, aunque no sé si sólo con espectadores ya madurillos como un servidor, también es divertido constatar que las contraseñas del grupo revolucionario clandestino incorporan numerosos títulos de viejas series televisivas, como “Granjero nuevo modelo” o “Los nuevos ricos”.
Con películas como ésta, transmitiendo sensaciones visuales -y algo más- como las de esas carreteras californianas ondulantes recorridas a toda velocidad, y con la ventaja de que es transmitiendo el mensaje que transmiten, quizás sí que las salas de cine supervivientes puedan volver a tener un cierto futuro asegurado.
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